Aventura en la ciudad

Silvestre Pastor sólo tenía una razón para asistir a esa reunión de antiguos alumnos  del colegio Maestro Serrano: Blanca Banderas, su amor platónico desde los cinco años.

Silvestre se paseó entre sus excompañeros, saludando tímidamente a unos pocos, aunque no fue capaz de reconocerlos. Justo cuando empezaba a pensar que todo había sido en balde se fijo en el brazo de una compañera. Tenía un antojo con forma de corazón, como Blanca. Era ella, con su larga melena castaña, su blanca sonrisa, silueta estilizada forjada con una sana alimentación, horas de gimnasio y algún retoquillo, sus senos perfectos, ni grandes ni pequeños, y sus preciosos ojos marrones.

Silvestre consultó su pulsera de actividad, ochenta pulsaciones, metió barriga y se acercó silenciosa y lentamente hacia ella.

—Un euro por tus pensamientos.

—He tenido mejores ofertas —contestó antes de vacilar unos segundos—. ¿No serás…?

—El mismo —dijo él plantándole dos delicados besos en las mejillas.

—No te lo creerás, pero ayer vi una noticia de unos niños que se habían escapado del colegio y recordé nuestra aventura.

—¿Aventura? ¿Qué aventura?

—Haz memoria. Hace treinta años, estábamos en primero de EGB, faltaban unos días para Navidad y a unas manzanas del colegio habían plantado el Circo Mundial. Yo estaba loca por ir, pero mis padres no me querían llevar. ¿Te suena?

—Vagamente —contestó Silvestre intentando ocultar la emoción que le producía saber que ella recordaba todo lo que él tenía grabado a fuego.

—A la hora del recreo yo fingí que me había torcido el tobillo y tú me acompañaste a la enfermería, pero nunca fuimos allí. En cuanto la profe se dio la vuelta cruzamos el comedor, evitamos a los cocineros, nos escondimos detrás de un seto, esperamos a que abrieran la puerta para que entrara la furgoneta del panadero y salimos reptando a la calle —relató Blanca con una pasión que ya quisiera para sí el mismísimo Iker Jiménez.

—Algo recuerdo —reconoció  Silvestre consultando de nuevo la pulsera con preocupación: ciento diez pulsaciones y subiendo.

—Tú me tomaste de la mano para que no me perdiera, aunque sabías que yo vivía a escasos metros del circo, en el centro de Valencia, y que conocía bien el camino. Te dejé dirigir y fingí no darme cuenta de que no sabías dónde estábamos. ¿Recuerdas?

—¿Cómo sabes que me había perdido?

—Nos paramos a preguntar en un horno, después en un quiosco y, al final, en la tienda “rara”. Por cierto, era un sexshop.

—Ya decía yo…

—Llegamos al circo pero no estaba abierto. Nos colamos por un hueco y vimos el ensayo escondidos debajo de una grada, abrazados porque hacía mucho frío y me dijiste algo… —relató ella haciendo una pausa corta pero eterna para Silvestre.

—Algún día —recordó Silvestre entre pitidos de alarma de su pulsera— me casaré contigo.

—¿Y bien? ¿No me vas a hacer la pregunta? —preguntó Blanca súbitamente nerviosa.

Silvestre hincó la rodilla, alzó la mirada y se quedó afónico por la emoción.

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