Donde se cuenta cómo está el percal.
El regreso del pivote, alrededor del cual giran los planetas de este sistema solar, trajo consigo un nuevo tachón en el calendario, una nueva mañana, otro madrugón y otra factura de Telefónica. Vamos… ¡qué es de día!
Paco y Rúper, que habían pernoctado en su piso, despiertan. De nuevo en la dura realidad. Los dos personajes entran al cuarto de baño, abren el grifo, recogen agua con las manos arqueadas e inundan esa frontera que separa la hinopia del sueño y la crudeza de este mundo exterior. Parece como si lo estuviera viendo en estos momentos. Es una escena patética, aunque me figuro que todos la hemos representado alguna vez en la vida.
Las ideas se empujan por conseguir una posición ventajosa para ser plasmadas, cuanto antes, en este papel que lees con tanto interés. Por desgracia no me acuerdo de todas, aunque me figuro que la última ha sido la más reciente. Suele pasar.
Pero volvamos al instante pretérito en que dejamos la acción a su libre albedrío.
Paco y Rúper salieron del cuarto de baño. La noche anterior, viendo ¿Quién sabe dónde?, decidieron viajar a Inglaterra a cumplir su misión. Después de aconsejarles varias veces que lo mejor que podían hacer era pasar del caso y dedicarse a lo suyo, resolvieron hacer caso a Bernardo, conocido galán y cantante de fama fichado por la «cadena amiga» para cantar algo sobre una ovejita.
Sobre las nueve y veintisiete salieron las primeras palabras de la boca de Paco. Un poco más tarde entraron al oído de su compañero y tras construirse un pasillo, entre la pegajosa cera auditiva, llegaron al cerebro de Rúper.
—¡Dios!, siento un calor volcánico que me evapora la sangre. Además, la polidipsia que. sufre mi organismo, parece invitarme a estrenar esa parcela de campo santo a la que tengo derecho…
—¿Eeeh?, pero ¿qué coño dices?, ¿te has leído la obra completa de Góngora o es que estudias para compositor de Heroes del Silencio?..
—Bueno, ¡no es para ponerse así! Me acuerdo de cuando te dio por escribir poemas para recitarlos en el teatro del colegio. Eso sí que era un tormento para los sentidos.
—Mira, Paco, si ninguno sabíais apreciar mi arte era porque la ignorancia os nublaba la vista. De todas formas esa es una parte de mi vida que prefiero no recordar. Y ahora, dejemos este maldito asunto y démonos prisa. El avión debe salir, al menos en teoría, a las diez y diez.
Los periodistas se ducharon de uno en uno, claro está, y dispusieron sus cabellos de la forma más ordenada que les fue posible. Finalmente, optaron por cubrir la sesera con unas gorras de béisbol con la foto del Papa y una inscripción que decía algo así como «Totus Pus». Después de cubrir con ropa barata sus desnudos cuerpos cogieron las maletas, los billetes de avión, el tabaco y el Zippo, y salieron a toda hostia hacia el aeropuerto.
Tal vez se debiera a que el aeropuerto estaba a doce kilómetros, pero la verdad es que cuando llegaron corriendo parecían cansados. La lengua de Paco cumplía una doble función. Por un lado denotaba cansancio y sed, mientras que por otro lado, le sacaba brillo a los zapatos.
Rúper aún tenía peor aspecto. Al verlo pensé que debía sentirse como el somier de la Caballé. Y todo esto por ahorrarse las pelas del taxi. De todas formas aún les salió bien la jugada, pues se avisó, a través de la chillona megafonía, que el vuelo con destino Londres iba a sufrir un retraso de hora y media. Catorce quinceañeras embarazadas protestaron por el retraso, ya que por las tardes en la City no se practicaban abortos y esto les iba a alargar la estancia un día más en el país de Carlos, Diana, Margaret, Fabiola, Bill Cosby y Romina Power —entre otras personalidades del mundo de la política, el mús y la canción—. Al mismo tiempo que las del bombo protestaban, los dos periodistas recuperaban el aliento y mil duros de una apuesta.
Cerca de las tres y once, los pasajeros fueron embarcados en el vuelo seiscientos tres de IBERIA. En apenas unos minutos, tal vez horas, el avión tomó tierra en Londres.
Paco y Rúper estaban en el Llunaitid Cóndom, fonéticamente hablando (normalmente cuando hablo suelo expresarme fonéticamente, por ello no quería dejar pasar esta ocasión).
Después de llenar los pulmones a base de ese aíre cancerígeno que producimos los humanos al empeñarnos en vivir todos juntos, emprendieron el camino que debía conducirles al Motel Scopio. Este era el hábitat con techo más barato de la ciudad.
Una vez instalados cómodamente en el cuarto de baño de una habitación, abrieron las maletas y colgaron parte de su contenido en lo que parecía ser una percha (luego se dieron cuenta que era un hacha manchada de algo que, por el color, debía ser sangre).
Los periodistas pasaron del tema y se marcharon al Palacio Real. Un par de individuos, armados y medio ocultos bajo un peludo casco, les impidieron el acceso al interior de la modesta mansión». Seguramente no se fiaban, no sé. Rúper, gran conocedor de la lengua inglesa, que aprendió por correspondencia, intentó convencerles. Yo, personalmente, no sé mucho inglés pero lo poco que sé os lo bríndo a través de la traducción simultánea y ajustada de la conversación. Habla el guardia primero.
—Hey!, where are you going? (¡Ché!, ¿dónde vives?).
—I’m sorry. I’m Fancis Macius. (No sé, pero no fumo).
—Spanish, go home! (Es pa ti, ¡copón!) .
—Fancis Macius. (No fumo, ¡te lo juro!).
—What’s the matter? (¡A que te mato!).
—Old Mac Donald had a farm. (¿Hay un Mac Donald por aquí?).
—Are you fool? (¿Superas mi trio de ases?).
—I’m a postman. (¿Qué te apuestas?).
—You’re ill! (Dos billetes de mil).
—I’d like London in the night. (Sin condón,¡nanay!).
—I gonna call to the policeman. (Alcóhol, todo el que pidan).
—What time is it? (Vodka para mí).
—Hey! Bob!, take this man away!. (¡Ché! ¡oooh!, dicen que esperéis).
Sin mediar palabra un sujeto vestido de policía, pilló a Rúper del cuello de la sudadera y contactó con otros vestidos igual que él. Dos de éstos, le ayudaron a llevar a Rúper y Paco a una especie de comisarla, llamada Police-Station.
Los periodistas fueron conducidos a una especie de celda, en la cual pasaron diez minutos, por lo menos. Y la Embajada ni siquiera mandó un representante, ¡para que luego digan que sirve de algo tenerlas!
El teniente Steven Deunamoto, transcurrido un corto período de tiempo, les abrió la celda y les condujo a la Sala de interrogatorios. Tuvieron suerte, porque a pesar de que Rúper se desenvolvía en inglés como pez en el agua, el teniente hablaba un perfecto español. No en vano, el primo de su bisabuelo, era de Zaragoza.
—Según nos han informado estaban molestando a los guardianes. ¿Tal vez pretendían colarse en el Palacio?
—Bueno, señor teniente, eso no es del todo cierto. Admito que queríamos colarnos, pero no estábamos molestando a los guardianes. Simplemente, hablábamos con ellos para explicarles lo que queríamos hacer. Tal vez no me expresé lo suficientemente claro —reconoció Rúper.
—¿Y se puede saber qué motivo tenían para querer entrar en el Palacio?..
—Verá, nosotros dos somos periodistas de una prestigiosa revista de carácter científico y cultural llamada «Pronto». Y estamos en el LIunaitid Cóndom para recoger datos de la separación del ore…. perdón, de Carlos y Diana —explicó Paco.
—.Oh, my god! —¡mierda! como sabéis—, lo imaginé nada más verles. ¡Es vergonzoso!, ¿no pueden ocuparse de otros asuntos?
—Si tanto les ha afectado la separación podemos dejar el asunto en paz y volvernos a España. A fin de cuentas era una cosa que se veía venir —comentó Rappel.
—Se lo agradezco. Entiendan que es lo mejor porque la Reina Madre está un poco molesta por el asunto y no es el mejor momento para escarbar en la herida. De todas formas, les prometo que les mandaré información, vía fax, sobre este asunto cuando haya pasado el temporal —aseguró el teniente Steven Deunamoto.
—Se lo agradecemos sinceramente, pero eso depende de nuestro jefe. Si pudiéramos llamarle…
—Tome, míster Paco.
El teniente le acercó el auricular de un teléfono, modelo góndola, que Paco asió con rapidez. El periodista marcó el número de la redacción del «Pronto». No se oía ni siquiera el típico pitido de tramitación de la llamada.
Paco, mosqueado, levantó la mirada y vio al teniente señalar con el dedo a una ranura del aparato por la cual se debían insertar las monedas. Los periodistas vaciaron toda la chatarra de su bolsillo y después de introducirla por la ranura, efectuaron la llamada de nuevo.
El teléfono despidió trece breves «tuuuu» hasta que por fin, sonó la voz del «jefe». Paco le explicó la situación…
—…así es que usted decide.
—Bien. Páseme a su compañero.
Rúper interrumpió la lectura de Hamlet y cogió el auricular. Hamlet, un poco enfadado, siguió leyendo después de golpearle.
—¡Digame, jefe!
—Rúper, ya me acuerdo de que me sonaba la voz de ese colaborador del Reino Unido. Estoy seguro que era del inspector Nillo ése. Hoy lo he oído hablar por la radio del tema «¿,Debemos adaptar las ciudades a los inválidos, o los inválidos a las ciudades?», y no tengo dudas, ¡era él! —sentenció el «jefe».
—En ese caso, creo que debemos regresar inmediatamente. Es preciso que nos ocupemos de lo que me acaba de decir…
—Si tan importante es para vosotros, regresad enseguida. Pero espero que consigáis por lo menos un contacto para obtener información de lo de Carlos y Diana…
La comunicación y la leche se cortaron. Rúper informó a su compañero de la buena nueva. Este tardó en asimilar el significado de la noticia, pero cuando lo hizo, no podía creérsela. Al final, el agente Hamlet le hizo ver que «en este mundo, nada es verdad ni es mentira; todo depende del color del cristal con que se mira. Y por supuesto, de lo limpio que esté el cristal».
A las dos y media pasadas, los periodistas abandonaron la comisaría. Regresaron al motel y allí se papearon un par de sándwichs de caracoles con Nocilla y después recogieron su equipaje para volver cuanto antes a España.
Mientras tanto en la comisaría del inspector Nillo todo seguía como siempre.
—Agente Irene Grita, nesesito los informe der caso Filesa…
—Enseguida se los llevo señó.
—Agente Irene, ¿verdad? Soy el detective Toni Cásues. Necesito ver al inspector Nillo. ¿Está en su despacho? —preguntó un individuo disfrazado de buzón.
La policía le comunicó por el interfono al inspector el mensaje de este sujeto. Víctor Nillo accedió a recibirlo.
—¡Buenas!, me llamo Toni Cásues. Pertenezco a la Brigada Federal Contra el Crimen Organizado y el Espontaneo. Sé que ustedes realizan con frecuencia redadas en la Plaza Patera. Por eso, supongo que usted debe saber, más o menos, quienes se encuentran en esa zona con intención de evadirse de la Justicia.
—Si no hentendido mal, uted ta buscando a arguien y nesesita nuestra yuda pa detenerlo, ¿no es asín?
—Exacto. Veo que nos entendemos —confirmó Toni.
—Y digo yo, ¿no se puede ocupar de eso la Brigada Federal sin ayuda de nadie? Por lo que nos pagan… —intervino Alfonsin Dikalista mientras retocaba una pancarta pidiendo huelgas y dimisiones.
—Antes, quizás. Ahora estamos muy ocupados investigando la entrada de droga por las costas gallegas, el secuestro de un ermitaño y los focos de corrupción que hemos descubierto entre el público de un programa de televisión. En resumen, sólo ustedes nos pueden ayudar.
—Y bien, ¿a quién están buscando? —pregunté.
—A éste, —el detective sacó una foto y se la mostró al inspector y a Alfonsin Dikalista—, ¿les suena su cara?
—Claro que sí!. Ese es, uuuh, no me lo diga, creo que es, eeeh… ¡Pierre Dete!. Sí, seguro ques él! —aseguró Víctor sin mostrar ninguna emoción.
—Así es. Tenemos motivos para sospechar que se encuentra en la Plaza Patera…
—Pero, ¿se puede saber qué hace este hombre disfrazado de buzón? —preguntó la agente Carmen Tolado.
—¡Perdón!, debí haberlo explicado antes. Cuando se me encargó la búsqueda y detención de Pierre, estaba investigando la presunta corrupción de dos carteros.
—Vorviendo a lo de Pierre… ¿De qué lacusan? Yo le conosco hase años y jamá le habíamo detenido. Puede desirse que entre tos sus colegas él e er más formal.
—Tiene una acusación por asalto a mano armada a la cantina del VI Regimiento de Artillería, posesión ilícita de armas, tráfico de hachís, dos intentos de homicidio, venta ambulante sin licencia, cobro de extorsiones, incendio al Juzgado número Ocho de Sevilla, conducción temeraria, tres multas impagadas por pisar el césped del parque, violación del régimen de libertad condicional y, lo más grave de todo, ha dejado embarazada a la hija de mi jefe y no quiere aceptar su responsabilidad y casarse con ella…
—Bueno, tal ve no sea tan formal como pensaba, pero no e mar xico. Aunque con gente como él, e difísil quer parque recupere ese maravilloso sésped que tenía en lépoca de la guerra Civil. ¡Qué tiempos aquellos! —murmuró el inspector poniéndose melancólico.
—¡Bien!, si quiere atrapar a ese tipo será mejor que se cambie y nos vayamos cuanto antes a por él —interrumpió el detective Raúl Cera Gastro-Duodenal—. Lo siento, inspector, me ha contado lo que pasaba el agente Alfonsin Dikalista…
—Pues, ¡hala!. Cámbiese y marxémonos a toa pastilla pallá. Ahí tiene un cuarto pequeño pa cambiarse…
El detective Toni Cásues entró a la pequeña habitación. El inspector, se quedó pensativo. Sabía que había algo en ese cuarto que podía resultar malo para la salud, pero ¿el qué? De repente se oyó un rugido estremecedor. El agente Rorista llegó casi sin aliento al despacho del inspector. Por fin se recuperó y habló.
—¿No estarán molestando a Despiadado, verdad? Usted dijo cuando lo capturamos que lo metiéramos ahí hasta que viniera su domador a llevarselo—explicó el agente masticando un vaso.
Por suerte el domador, Oscar Nede Cañón, llegó unos segundos después y consiguió calmar al tigre, el cual parecía haberle cogido cariño al brazo de Toni Cásues. Finalmente suministraron al animal un tranquilizante y, entre varios agentes, lo transportaron hasta la furgoneta descapotable del domador.
El inspector y otros dos detectives, recogieron los pedazos de Toni Cásues y los depositaron en un cubo de pintura vacío. Víctor Nillo estaba muy afectado. Por un despiste suyo había muerto un hombre y además, un tigre iba a tener que ser operado ya que se le había quedado el reloj de Toni atascado en la garganta. Sólo cabía esperar que la Sociedad Protectora de Animales no presentase cargos contra la Policía.
Por fin el inspector recuperó su mal humor habitual y se dirigió al cubo de pintura. Se agachó ante él y asió, por los pelos, la cabeza de Toni Cásues.
—Compañero, has perdío la vida en asto de servisio y yo, lamentablemente no puedo devolvértela. Si de mi dependiera, cambiaría tu vida po la mía…. bueno, mejó la de mi secretaría. Pero no tamargues. Seguramente irás ar cielo, aunque si allí no hay delincuentes… ¿qué cojone pintamos los polis en er Sagrado Reino? En fin, te prometo que amos a cumplí la misión que tenías encomendada y que voy a presioná pa que te dén una medalla. Ahora nos vamos a ocupá der único curpable de tu muerte, Pierre Dete. Tú, mientras tanto, puedes reservadnos unas nubes a tus amigos de siempre, que bien que nos las hemos ganao…
Las palabras del oficial fueron recogidas con lágrimas por los presentes. Solamente su secretaria no parecía demasiado emocionada. Pero sigamos antes de que las lágrimas arrugen el papel donde está impresa está portentosa obra.
Secos los ojos, el inspector y diez agentes salieron de la comisaría a todo meter y se personaron en la Plaza Patera en diez minutos, según mi reloj de las magdalenas (o sea, que vete a saber si fueron diez minutos o dos horas!).
Pierre Dete estaba tocando la guitarra en la acera de la Tasca Gao. La gente al pasar le echaba monedas en un sucio plato metálico. Estaba tocando el «Should I stay, Should I go?» de los Clash y la verdad es que no lo hacía nada mal. Así lo demostraban, claramente, los dos mil cien duros que llevaba recaudados. Claro que, a lo mejor, también influía en la recaudación el cartelito que decía «Echame unos ripios o te mato, ¡mamón!».
Los policías se abalanzaron sobre el punk y lo metieron a empujones en una furgoneta negra. El inspector cogió el cartelito y el plato. A continuación, dio la orden de partida.
Al llegar a la comisaría, Pierre Dete, fue llevado a la Sala de Interrogatorios. Allí se juntó con Joselito y tres agentes que esperaban que aquel cantara (y no coplas, precisamente). Cuando el «pequeño ruiseñor» acabó y fue enjaulado, Pierre fue colocado en una silla con un flexo alumbrándose la cara.
—Yo no he hecho nada malo. Estaba cantando tranquilamente. No hay ninguna ley que impida tocar la guitarra y cantar en la calle —justificó mientras empezaba a sudar.
—Pero sí que está prohibido si se hace a cambio de dinero y sin una licencia o permiso municipal. Y tú tenías este plato lleno de monedas y este cartel —aclaró Raúl Cera.
—Eso no es mío, bueno, el dinero sí pero lo otro no lo había visto jamás. ¿Se lo han tragado, verdad?..
—Ni una palabra. Y para que te enteres… además de condenarte por esto, el juez te puede echar más años que la Sara Montiel. Tenemos aquí un resumen de todas tus causas pendientes. Podemos conseguir un juicio rápido o, por el contrario, conseguir aplazarlo varios años. ¡En tus manos está! —sentencié.
—Pero… ¿kase ete escritó der tres ar cuarto en esta sala? ¡Llévenselo inmediatamente! —ordenó el inspector duchándome con su saliva.
Dos agentes me trincaron y me pusieron de patitas en la calle. Sin embargo, a través del programa televisivo Código Uno me enteré de que a Pierre Dete le habían sacado información sobre los últimos acontecimientos en la Plaza Patera y sobre el extraño comportamiento de algunos habituales de la zona (por ejemplo, Petra Fikante). Así mismo, un agente me informó —bajo juramento de que no se lo iba a contar a nadie y que yo, naturalmente, incumplí—, que Pierre iba a ser trasladado a la mañana siguiente a un lugar más seguro. Los destinos que se barajaban eran Santo Domingo, Hawaii-Bombay, Los Angeles y Vallecas. Al final, por cuestiones presupuestarias, se eligió Los Angeles.
Hacia las ocho y media de la tarde, me parece, el inspector abandonó las dependencias policiales para regresar a casa, donde le esperaban su mujer embarazada, el vendedor de guantes de segunda mano y la nueva amante del inspector, una joven contorsionista retirada, Inés Guinces.
Pero volvamos a Londres a través de un espectacular flash-back (o cómo cojones se llame)
Paco y Rúper estaban ya en el aeropuerto. Los periodistas se dirigieron al mostrador de IBERIA, donde se les informó que el vuelo para Madrid estaba «Overbooked». Después de hablar con la Embajada descubrieron que «Overbooked» significaba «lo siento, pringao, pero te quedas en tierra más tirao que la amante de un buey».
Un poco mosqueados porque encima de que les habían dicho «Overbooked» en la cara, aún habían dado las gracias, volvieron al mostrador de IBERIA. Allí les dieron dos billetes para el vuelo de las nueve en punto.
Los periodistas fueron a la concurrida cafetería del aeropuerto para tomar algo sólido y, al mismo tiempo, consumir algo de tiempo. Durante media hora mojaron un par de donuts en el vino y charlaron animadamente sobre el último terremoto de San Francisco.
Cuando se disponían a pagar oyeron el característico timbre de los aeropuertos seguido de una dulce voz inglesa, una insunuante voz francesa y una áspera voz germana. Rúper y Paco no entendieron el comunicado pero un hombre que estaba en la cola detrás de ellos, se lo tradujo y de paso se les coló.
El comunicado decía algo así como que debido a la huelga de controladores en los aeropuertos españoles, los vuelos con destino a Madrid, Barcelona, Valencia, Teruel y El Perelló, iban a sufrir importantes retrasos sobre las horas de salida previstas inicialmente.
Los periodistas, junto a veinte o más enfurecidos clientes de IBERIA, presentaron sus reclamaciones a la joven que atendía el mostrador de la compañía española. De nada sirvió. Lo único que consiguieron fue un cambio dé billetes para el avión de las siete y cuarto de la mañana (hora peninsular).
Tanto a Rúper y Paco, como a mí, no nos quedó más remedio que dormir en los confortables sillones del aeropuerto, ya que la peseta había sufrido una nueva devaluación un minuto antes de cambiar los billetes y ésta, nos dejo don el dinero justo para tomar una taza de café matutina y poco más.
Por la noche hubo momentos en que nos pareció ver la famosa niebla londinense. Es más, nos pareció olerla. Y la verdad es que me hubiera quedado con la idea de que la niebla tenía ese olor de no ser porque me giré para ver pasar a una mujer con una larga falda que casi le cubría las bragas y vi a un rasta con un «productor de niebla» en la boca. La duda se disipó. La niebla londinense no existía, tal vez ni exista.
La verdad es que este hecho me marcó sobremanera a partir de entonces. Cada mañana cuando me levanto y veo niebla pienso en esos rastas, esos cortes de pelo, esas guitarras y esa cartera, de algún despistado, cargada de tarjetas de crédito que esos sujetos registraban. Pero sigamos con la narración.
Paco paseaba nerviosamente, de un lado a otro, intentando despejarse del mareíllo que le había producido la «niebla». Rúper, por su parte, leía un periódico español de cuyo nombre no puedo acordarme. Al pasar a la sección de sucesos, sus ojos se salieron de las órbitas.
—¡Paco, mira esto! «Aunque no se conoce quién fue el asesino de Armando Jaleo, se sospecha que puede tratarse de algún compañero de mili, ya que otro compañero, Sebas Tardo, también murió en extrañas circunstancias… «.
—Eso significa que Sebas y Armando hicieron la mili juntos. Y según me dijo Chusti un día, Armando hizo la mili con Paul. Luego, es muy probable que un compañero de mili se esté cargando al resto del pelotón —dedujo Paco algo más despejado.
—Entonces no sé para qué quería el inspector alejarnos del caso. Es obvio que él no hizo la mili con ellos. Sólo se me ocurre que el inspector es el asesino y pretende liar la cosa para que parezca la venganza de un chalado; o tal vez, el inspector conoce al asesino y trata de protegerlo…
—¿Por qué iba a proteger a un asesino? Es absurdo. A lo mejor es inocente y quería alejarnos del caso para que no descubriéramos que es gay, o alguna cosa por el estilo.
—¡O a lo mejor el asesino tiene pelas y poder! —exclamó un hippie mientras perseguía a un gnomo que sólo existía en su mente lisérgica.
—¡Dios mío! ¡Es verdad! Creo que hemos puesto el dedo en la yaga. Apunte, señor autor…
—Ya voy, Rúper. A ver que coga el bolí. ¿Papel llevas? Huy, ahora que me acuerdo siempre llevo en la cartera. Veamos. ¿Eeeh? Mi cartera, ¡me la han robado! ¡Ladrones! —grité.
Mientras me lamentaba, los rastas y sus guitarras salían disparados sin dejar más rastro que una cortina de humo. Paco y Rúper, siguieron haciendo deducciones hasta las tres y media de la mañana. A partir de esa hora estuvieron escoltados por Morfeo hasta las siete de la mañana.
Los tres nos despertamos a la vez. Acto seguido en el lavabo de Caballeros nos refrescamos y nos acicalamos. Tras esto subimos al avión que nos debía traer a casa. Y digo «debía» porque un incidente durante el despegue nos retrasó y nos obligó, finalmente, a cambiar de avión.
Y sí estas cosas pasan en Inglaterra, pues que te voy a contar en España. La puntualidad británica, mito al que queremos adherirnos, se desplomó como un coloso en el momento del despegue por culpa de un par de chinchetas.
Tal vez si hubiéramos tomado el avión del día anterior no hubiera habido incidentes. Pero, mira por dónde, un día que mi libro adquiere ámbitos internacionales, va y nos tropezamos con una huelga de controladores españoles (¡ con la mala imagen que eso puede dar ante mis lectores!).
Al final no me quedará más remedio que dar la razón a mi lorito Valverde cuando dice eso de «aaaggghht!, España is different, aaagghht!».