Capítulo 01

Del dolor al dólar

I’m in bread. Estoy empanado. Eso me han dicho tantas veces que dudo que no sea verdad. Sé que vivo en mi mundo de fantasía, hecho de sueños y risas, sueños que nunca se cumplen y risas que avalan mi estupidez. Pero, pese a todo, soy feliz. Feliz de poder vivir cada día a mi bola, de saborear cada pequeño detalle como si fuera lo mejor que me ha pasado en la vida, de poder levantarme cada mañana a las ocho menos cuarto para ir a la oficina a demostrar mi valía. Sí, ya sé que te has dado cuenta: I’m in bread.

Sin embargo, los años me han hecho más pausado, he aprendido a escuchar sin esbozar ningún bostezo, a levantarme siempre que me caigo para poder volverme a caer, a mirar hacia delante (aunque con esta actitud lo único que he conseguido es destrozarme las rodillas con la esquina de la cama).

Sé que tras la calma viene la tempestad, que la economía son ciclos, que el saber esperar es la excusa para la falta de decisión, que la lotería siempre la ganan los mismos (los demás), que la mujer perfecta habitualmente va en el coche de al lado, que con el euro todo ha subido, que el éxito que persigo corre más que yo, que la tele es un asco en verano, que el “1, 2, 3” nunca volverá a ser lo mismo…

Lo único que no he aprendido es a escribir como me gustaría… con los dedos de los pies.

Pero para llegar a asimilar tan importantes enseñanzas he tenido que llegar hasta este punto de mi camino. El viaje no ha sido fácil, ha habido momentos memorables, aunque no los recuerdo ahora, y momentos de caos, ese caos que ha gobernado mi vida y que me ha permitido deambular a través los terrenos de la estupidez como Pedro por su casa. Pedro, perdona, no me refería a ti.

Como imagino que no me crees te voy a contar como he acabado así, tumbado en este sofá, con una Coronitas caliente en la mano y viendo, con la mirada vacía, ese fantástico programa de Teletienda que me ofrece un paraguas con el que, a la vez que me resguardo del agua mientras llueve, fortalezco las abdominales, pierdo dos tallas de cintura en una semana y disminuyo el nivel de miopía.

Situémonos. Vamos a hacer un pequeño viaje en el tiempo para retroceder un par de años. Yo era más joven, obviamente, veinticuatro meses más joven para ser exactos, ya sabes, dos años…

Estaba recuperándome de un desamor, buscando resquicios de mi optimismo habitual, oyendo alegres canciones como el “Love in vain” de los Rolling, “The partisan” de Leonard Cohen y algunas más de “Los Secretos”. Mi mente, estimulada por la tristeza, estaba en estado de máxima fecundidad.

Mientras jugueteaba con un boli, recordando su rostro en aquel restaurante holandés en medio del monte, sin ser consciente de lo deprisa que las arenas del tiempo se escurrían entre mis torpes dedos, se me ocurrió una idea que iba a cambiar el curso de la historia o eso, al menos, pensaba yo.

Me levanté, cogí un papel y empecé a realizar bocetos. Perspectiva frontal, lateral, trasera, superior, inferior, cotas, anotaciones… La precisión de los trazos era más propia de un probador de cascos que de un arquitecto consagrado pero, aún así, el producto estaba definido con asombrosa claridad.

Deseaba que el cielo se pintase de nuevo de azul para ir a la oficina y sorprender a mi jefe con ese talento que Dios siempre me había negado.

Y llegó la hora de levantarse, aunque yo me di cuenta cuarenta minutos después y tuve que soportar la bronca de mi jefe por el retraso.

—Verá, jefe, ayer tuve una idea que puede relanzar la línea de accesorios de baño. Creo que en pocos meses nuestra cuota de mercado puede alcanzar porcentajes que usted no habría imaginado ni en el mejor de sus sueños… —anuncié serenamente.

—¡Dios mío! ¿Otra idea de las suyas? Aún recuerdo cuando diseñó el cepillo de dientes multifunción que, por un lado, limpiaba los dientes y, por el otro, se usaba de escobilla para el water… —recordó con cierto deje de desconfianza.

—Bueno, aquello no salió como esperaba, lo reconozco…

—¿Y los bastoncillos para limpiar las orejas con navaja automática incorporada? ¿No se acuerda? Aún estamos haciendo frente a las demandas…

—Sí, ya sé que hubo algunos problemillas de seguridad —confirmé.

—¿Problemillas de seguridad, dice? Ensartamos a veinte usuarios, ¿no se acuerda?

—Esta vez es distinto. He hecho unas diapos para presentárselo como es debido.

—¿Sabe? Hay algo que admiro en usted. Después de tantos fracasos aún tiene huevos de venir con ideas nuevas. Si todos mis empleados tuvieran una décima parte de su voluntad y diez mil veces su cerebro, tendría una plantilla capaz de afrontar cualquier reto y, además, no cagarse mientras andan.

—Gracias, jefe, por su cumplido —dije sin saber si sus alabanzas ocultaban algo humillante.

—Voy a reunir al equipo. Es su última oportunidad. De aquí media hora le esperamos.

De nuevo el tren de la fortuna paraba en mi estación.

Cogí todo mi material y fui a la Sala de Presentaciones para preparar todo con detalle. Allí estaba el chico de la limpieza, Manolo el “Químico”.

—Hombre, Juanito, ¿qué te trae por aquí? —saludó cordial porque siempre habíamos tenido muy buen rollo.

—Manolo, hoy va a cambiar esta empresa. Ya verás. Voy a presentar una nueva idea…

—¡No me jodas! ¿Has quitado la navaja del bastoncillo de las orejas y has metido un rifle de repetición?

—No, no es eso. Pero no es mala idea. Ya me lo imagino: “Bastoncillos con rifle para cazadores. Porque nunca se sabe cuando puede saltar la liebre”. ¿Llevas un boli? Quiero apuntármelo antes de que se me olvide…

—Déjate de rollos. Y tómate un respiro, tío. Mira, tengo unas rulas nuevas que son la leche. Mira, mira, las hay verdes, amarillas, rojas… —me explicó mientras me enseñaba una bolsa llena de éxtasis.

De repente oímos voces al otro lado de la puerta. Me asomé con cuidado y vi a José, el segurata, acompañado de un enorme pastor alemán.

—Manolo, viene el gorila con Rufo —le avisé.

Coño!, tengo que deshacerme de esto cuanto antes. El tío me lleva vigilando una semana. Si sigue así me va a joder el negocio. Voy a meterlas aquí en la má…

—Haz lo que quieras pero déjame concentrarme. Hoy es mi gran día.

El vigilante abrió la puerta y se abalanzó sobre el limpia.

—Vamos, mamoncete, sé que vas cargado. Dime dónde están…

—No sé de qué me habla. Yo soy inocente…

—¡Rufo, rastrea! —ordenó la bestia uniformada.

El perro se acercó tímidamente pero no mostró ningún indicio de haber detectado nada. A continuación dio una vuelta por la sala pero siguió sin dar ninguna señal de alarma.

—¿Ves? Estoy limpio Ya te lo dije —afirmaba el “Químico” mientras el otro le sacaba a empujones de la habitación.

Yo estaba sorprendido por la escena. ¡Qué maestría para esconder la droga! Había conseguido engañar hasta al mismísimo Rufo, antiguo perro policía venido a menos.

Seguí ordenando mi documentación hasta que, pasados quince minutos, fueron entrando los miembros de los Departamentos de Marketing y Finanzas.

Uno a uno tomaron asiento mientras les repartía unas copias de la documentación.

—A ver con qué nos viene este ahora —comentó el Director del Departamento de Logística al Subdirector.

Empezó la reunión. Yo experimentaba muchas sensaciones: angustia por la incertidumbre de la decisión final, esperanza por que, tal vez, habrían olvidado mis proyectos anteriores, temor de que infravalorasen mi idea y calor, mucho, mucho calor.

—Antes de empezar llamad a recepción y que enchufen el aire acondicionado. Esto es insoportable —ordenó mi jefe.

“El aire acondicionado está estropeado desde el martes y no vendrán hasta mañana a repararlo. Como nadie me dijo nada de la reunión no les he metido prisa a los técnicos”, dijo el interfono.

—Muy bien, Mari Puri. Aguantaremos como podamos. Total, no creo que dure mucho —contestó mi jefe aflojándose la corbata.

—Bueno, llenémonos los vasos y empecemos —sugirió el subdirector dirigiéndose a la máquina del agua.

La temperatura era tan alta que se bebieron toda el agua en seguida. Para mí no quedó ni siquiera dos gotas. Mientras se quitaban las corbatas, tomaban asiento y revisaban la documentación pasaron diez minutos.

—Tengo buenas vibraciones. No sé, siento algo especial. Creo que hoy Juan nos va a sorprender —reconoció el Director Financiero.

—Yo también siento algo raro. Debe ser eso… ¿cómo se dice?… una especie de percepción extrasensorial —confirmaba otro de Marketing.

Por fin llegó mi momento estelar. Mis cinco minutos de gloria estaban allí, delante de mis narices, esperando que los cogiera.

—Buenas tardes, caballeros y caballeras. Hoy estamos aquí para presentarles mi nueva idea. Un objeto que cambiará el concepto de aseo personal. Consciente de los ajetreos de la vida moderna, de la globalización, la movilidad y los avances de las comunicaciones, tuve una idea que combina todo esto y…

—Venga, Juanito, menos rollo. Ve al grano —pidió el Director Financiero mientras sobaba el muslo de la Directora de Exportación.

—Bueno, mi producto es…

¿No queda agua? ¡Qué rollo! Tenía un sabor interesante…

—Por favor, señor González, no me interrumpa. Damas y damos, mi producto es este… —presenté ceremoniosamente mientras encendía el proyector de diapositivas.

Un “oooooohhhhh” de admiración cubrió toda la sala.

—Sí, se trata del primer “Teléfono de ducha inalámbrico” —expliqué emocionado.

—Un momento. ¿Y cómo llega el agua?

—Bueno, lleva acoplado un depósito. Lo he pensado todo. El modelo “Light”, en inglés “sin nicotina”, llevará un depósito de diez litros. Esto le hace ideal para transportarlo fácilmente. El modelo “Heavy”, en inglés “melenudo”, lleva un depósito de cincuenta litros. Es decir, es perfecto para gimnasios y deportistas, pues los usuarios mientras se duchen estarán haciendo ejercicio. También he previsto un modelo, llamado “hippie”, cuya traducción desconozco, que llevará un depósito de medio litro.

Durante diez segundos todos permanecieron callados, pero después rompieron a aplaudir como posesos. Esta vez les había asombrado de verdad y aproveché la ocasión para ir más allá.

—También he pensado, aunque hace un rato, crear un modelo para cazadores incorporando un rifle en el teléfono porque…“nunca se sabe cuando saltará la liebre” —recité pomposamente.

—Perfecto todo menos lo del rifle —rectificó mi jefe.

—¿Y una navaja automática? —intenté una nueva innovación.

—No sé, puede ser útil —reconoció el Director Comercial mientras buscaba algo debajo de la falda de su secretaria.

—Quiero veinte mil unidades de cada uno para mañana —ordenó mi jefe mientras abandonaban la sala.

—De verdad que me he puesto como una moto. Debe ser por las ideas tan originales que tienes —me susurró la Directora de Expansión mientras besaba a la Jefa de Personal.

Me quedé solo en la sala. Bueno, solo yo: el éxito me acompañaba.

Cuando iba a salir entró Manolo, el “Químico”.

—Menos mal que he podido deshacerme del material. Voy a vaciar el depósito del…

—Lo que tú quieras. Voy a tomarme una cervecita para celebrar esto. Ta luego.

Salí de la sala. “¡Mieeeerrrrddddaaaaa!”, gritó Manolo.

—¿Qué le pasa? —me preguntó la recepcionista.

—Ya sabes. Todo lo que se meten en el cuerpo algún día les pasa factura. Y yo creo que Manolo está flipando ya. ¡Qué pena! Tan joven… —expliqué apesadumbrado.

La producción de mi invento se inició de inmediato y, ese mismo día, salieron ya diez camiones cargados de teléfonos de ducha inalámbricos.

Todos los asistentes a la reunión estaban entusiasmados. Se hicieron pedidos urgentes a los proveedores para inundar el mercado antes de que nadie copiase la idea. Algo estaba cambiando, mi genialidad, normalmente cubierta por unas gruesa capa de superficialidad, estaba aflorando.

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