Capítulo 03

Donde se cuenta la elección de los investigadores.

El dieciséis de Agosto amaneció con un cielo cubierto de nubes. Todo invitaba al exterminio de las escasas ganas de trabajar que pudieran quedar dentro de la gente. Yo, desde luego, eliminé de raíz las mías. Tampoco Rúper y Paco tuvieron que hacer grandes esfuerzos para seguir en la cama pese a los avisos persistentes del despertador.

Pasaba un cuarto de hora de las nueve y media. El gallo, los despertadores y el tubo de escape de la Harley del hippie del 3º B despertaron a toda la finca. Los dos periodistas se levantaron ante la imposibilidad de reconciliar el sueño con tanto ruido. Paco pilló dos cartas que les habían pasado por debajo de la puerta. La primera, un aviso de Telefónica amenazando con cortarles la línea si no pagaban, le irritó. La segunda, una amenaza de cortarle las partes pudendas si no se casaba con la hija del portero cuanto antes, le dejó alucinado.

—Ahora pretende cargarme el nano a mí. ¡Si yo no le toqué ni un pelo! —protestó al aire.

—Pues entonces, felicidades. Eso es puntería y lo demás…

—Además, según me han dicho, ese tío manda notas a todos los solteros del barrio, a ver si pesca algún desgraciado.

—No exageres. Hace años que conozco al portero y no me parece…

—¿Qué no? Si hasta Germán Guta, el del Bar Barie, recibe cartas. Y esta lesbiana del quinto también. Y ese viejo que trabajo de asesor de imagen de Nefertari. Y…

Un zumbido sobrecogedor impidió a Paco continuar su enumeración de candidatos a padre. Sólo Dios y yo (o sea, yo por partida doble), conocíamos la importancia para la Humanidad de las posibles conclusiones que hubieran podido sacar los periodistas. Sin embargo, y aun a riesgo de provocar innumerables ataques de ansiedad, voy a continuar con el relato dejando de lado estas conclusiones vitales.

Paco asió el teléfono, con forma de dinosaurio, que le había regalado la co-protagonista de su última visita al autocine. Si sobre su diseño se podía discutir largas horas, sobre su sonido no había duda: reproducía fielmente un Diplodocus en celo al cual, un Tirannosaurus Rex le aplastaba un pie al dejar un libro en una mesa que, me imagino, sería de piedra. Sólo la canción «¿Quién maneja mi barca?» podía resultar más molesta al oído humano.

—¿Diga?…

—¿Señor Paco Ralado? Nesesito hablá con uted y su compañero. Les espero en la comisaría a las cuatro y media de la tarde. Sean puntuales u les pesará —advirtió Víctor Nillo.

—¿Quién era? —preguntó Rúper mientras se ponía sus calzoncillos de la Primera Comunión (es que le daban suerte, aunque no veas lo rojo que iba después debido al apretón).

—Debía ser el inspector ese. Quiere vernos para hablar de no sé qué. Bueno, date prisa que hoy debo llevar mis fotos de la boda de Elizabeth Taylor —explicó el reportero gráfico mientras abría un armario dedicado exclusivamente a las fotos de boda de la artista.

Salieron los dos andando en dirección a la redacción de «Pronto» en la Comunidad Valenciana, pues estaba cerca de su casa. A mitad de camino pararon para comprar chocolate con churros y mahonesa; plato, éste, que se estaba poniendo de moda en Groelandia. Entraron a la redacción y saludaron a Bartual Cahueta, el redactor-jefe.

—Toma —dijo Paco—, cuarenta y ocho fotos en color y una en blanco y negro firmada por ella. Puedo traerte fotos del que dicen que puede ser su siguiente marido…

—En confianza, Paco —susurró Bartual—, ¿cuántas horas toma el sol Rúper? Parece un tomate. Ni que llevara puestos los calzoncillos de su Primera Comunión…

Rúper se acercó y le pasó una carpeta a su superior. Era un dossier sobre un monje de Silos, que cantaba en el coro, y se sospechaba que era una mujer. El periodista fue felicitado por su trabajo. Tenía su estilo definido: lenguaje perspicuo, exposición diáfana de las ideas, objetividad superior a la de un informativo de Carrascal —cosa fácil ésta—, y una estructuración perfecta de los párrafos. En fin, parecía escrito por la mano de… ya sabes… mi propia mano.

Ante la escasez de noticias relevantes llegadas a la redacción, los periodistas se tiraron la mañana ordenando fichas y artículos antiguos. Así fue como dieron con un retrato de Rafaela Aparicio debutando como actriz de teatro (en Sagunto, claro está). El retrato pesaba diez quilos y estaba tallado en piedra caliza.

Pese a lo angustiosamente despacio que se deslizaba la aguja de los segundos, sonó la sirena que indicaba el fin de la jornada para los trabajadores del turno de la mañana.

Los dos periodistas volvieron a las calles de Valencia. Su intención era comer cuanto antes y, de este modo, tener tiempo para dormir una siesta antes de ir a la comisaría. Este noble propósito les hizo entrar en el Bar Barie. Nada más entrar les recibió su flamante dueño: Germán Guta, un ex-toxicómano que tenía la loable intención de iniciar una nueva vida apartado del mundo de las drogas y el Party-Line que habían sido su perdición. Lo malo es que Germán antes de meterse al caballo había mamado LSD como si fuera la pócima mágica de Astérix.

Esto, que según él «no afecta tanto como dicen», le hacía tener fugaces alucinaciones de vez en cuando. Pero sigamos.

—¡Hombre!, Paco, Rúper y los cinco enanitos azules amigos de Blancanieves. Hola enanitos. Y bien, habéis oído que he reformao el negocio y queréis comprobarlo con vuestros propios ojos, ¿no? Pues tomad asiento mientras voy a por la libreta para apuntarlo —dijo Germán mientras intentaba controlar los numerosos «tics faciales«.

Los clientes se sentaron y, al momento, llegó el camarero pidiendo perdón por no haber cogido la libreta, pero es que «no llevo armas para enfrentarme al Dragón Azul«. Los dos periodistas disimularon su sorpresa y cogieron «la carta».

—Yo quisiera un buen souffle de…

—¿Un qué? ¿Te quieres quedar conmigo o qué? Te advierto que antes rajaba a la basca por menos de eso. Todos los que queréis tomarme el pelo porque no tengo estudios me dáis asco. Para que lo sepas, me he sacao el Graduado y ahora estoy yendo a clases nocturnas de inglés y castellano —contestó Germán iracundo.

—Mira, lo que quiere es una hamburguesa con patatas fritas, ketchup, tomate, cebolla y una Coca Cola grande —dijo Rúper para tranquilizarle.

—Pero si yo no… —balbuceó Paco.

—Calla. Tú te tomas eso o te raja. Acuérdate de lo que le hizo a tu amigo, el «Cremallera» —le susurró Rúper a su compañero.

— Lo siento. Sólo tengo lo que pone en la carta.

—Pues traenos dos de española con ajo-aceite —contestó Rúper.

—¿Os da igual si os pongo dos de tortilla de patatas, no?; española, creo que no queda.

Paco asintió y Germán se fue a la carcomida mesa contigua para ver qué querían dos nuevos clientes: la marquesa de Benivete y su marido —al menos, así llamó el camarero al salero y al trozo de pan mohoso que habían encima de dicha mesa.

Pasados cinco minutos, los dos bocadillos aceitosos estaban delantes de los periodistas. Paco abrió el suyo y le llamó la atencióna Germán Guta porque había una mosca en la tortilla. El dueño del bar prometió que no le iba a cobrar la carne.

Ante la escasa afluencia de clientes Germán se sentó con Rúper y Paco. Les contó que sus padres se habían vuelto locos y les habían encerrado en la Clínica Cascanueces (un psiquiátrico prestigioso). También narró la emoción que sintió cuando recibió el premio de «Toxicidad Culinaria» de la revista «Comer, beber y…» de los Angeles del Infierno.

Después de engullir la más repulsiva bazofia que habían probado en su vida, los dos clientes agonizantes pagaron tres mil pesetillas de nada. Y, es que, en lo que se refiere a calidad el Bar Barie tenía muchas carencias pero, en cuanto a precios…

Mientras Germán Guta se peleaba con los cinco enanitos de Blancanieves, el Dragón Azúl, el Gran Gatsby y el Hombre Invisible (al que conocía de vista), Paco y Rúper se fueron al Hospital Ytal, propiedad de Jesús Gil, y se hicieron un lavado y centrifugado de estómago antes de acudir a la comisaría, a la que llegaron con dos horas de retraso. Quizás por esto el inspector les recibió furibundo.

—He pensao en er caso de Hassam Tandé y en utede dó —dijo mientras afilaba un balón de rugby—. Creo que h’encontrao un sentío a sus pobres vidas. Escuxen con atensió mi idea. Si les parese bien… d’acuerdo; si no, ya veremo cómo les convensemo.

Los dos periodistas, viendo a Víctor Nillo quitándole la anilla a una granada de mano, entendieron que su exposición iba a ser tremendamente convincente. El oficial se metió la granada en la boca y se la tragó de golpe. Después de oírse la explosión, el inspector exhaló una bocanada de humo y eructó débilmente antes de empezar a hablar de nuevo.

—El médico me aconsejó una graná despué de las comida pá evitá enfermedade de la garganta. Bien, sigamo. Según tenemo constansia, el arma usada en er marroquisidio é l’arma quasi-ofisial der barrio. L’usan punkies, skins, rockero, etsétera. Po lo tanto deberemo buscá entre esas bandas a la curpable. Nosotro, la Polisía, no podemo introdusirno en er barrio poque nos conosen. En cambio, a dos siviles… —explicó con reticencia.

—Es una gran idea. Dos tipos que estén lo bastante locos como para meterse en esa zona a investigar podrían resolver el caso sin levantar sospechas. Pero, ¿para qué nos ha llamado? ¿No me habrá privado de la siesta para contarme sus planes, verdad? —inquirió Paco.

—Conosco bien a lo dó candidatos ideales pá la misión. Señoras y señores, les presento a nuetros dó nuevos colaboradore —anunció el policía poniéndoles un espejo delante de ellos.

—¡Nosotros? Debe estar de guasa. Nosotros no tenemos idea de cómo se desarrolla una investigación; desconocemos los métodos policiales y además no tenemos tiempo —se justificó Rúper.

—Tienen tiempo de sobra. He hablao con su superió y les ha consedido las dó semana de vacasione que les debían. Así pues… mano a lobra —sentenció el inspector.

—No puede obligarnos. Gracias por conseguirnos esas vacaciones pero no…

—A ver… Rúper Seguido… aquí está. Veamo: dose murtas d’estasionamiento impagadas, tre murtas po exseso de velosidad también impagadas, cuatro murtas por regá las plantas po la mañana, y, entrando en su declarasión de renta, encontramo una deduxión de sien mil pesetas po aportasiones ar Domund, así como otra deduxión po gastos en Bingo y Videoclús. Total, murtas impagadas po való de un millón y fraude fiscal por medio millon. A bote pronto serían unos diés años de cársel pa uted y seis pal que l’hiso la susodixa declarasión fiscar —resumió Víctor Nillo ojeando un expediente.

El periodista miró con odio a su asesor fiscal (o sea, a su propio compañero). No había duda de que el inspector les tenía bien agarrados por los hue… sos. Sólo había dos opciones posibles: la cárcel o la misión. La decisión a tomar debía tener en cuenta qué era lo más preciado que iban a perder: el honor (no por defraudar a Hacienda, que lo hace todo el mundo, sino por ser descubiertos) o la vida (cuya pérdida será positiva o negativa según la siguiente reencarnación). Así pues, optaron por tomar el camino todos esperaban: aceptar la misión.

El inspector indicó a los «nuevos policías» cómo debían comportarse, hablar, peinarse, vestirse, rascarse ciertas partes, etc para no levantar sospechas en la Plaza Patera. Para conseguir el aspecto de auténticos «pateranos» debían cambiar radicalmente sus imágenes. Empezarían por el cuero cabelludo y seguirían por la vestimenta. En cuanto al primero, el peluquero John Gueras les modeló unas crestas colosales que dividía, cada una de las cabezas, en dos partes iguales a una tercera. Después aplicó diversos colores, así como cientos de gramos de fijador.

De la peluquería se pasó al vestuario. La agente encargada del departamento «Looks De Incógnito», Olga Rula, les dio todo lo necesario: cadenas con candados para el cuello, muñequeras con clavos, camisetas con motivos anarquistas, pantalones vaqueros rotos y ajustados y un equipo de botas de caña alta.

Cuando se despidieron de Olga Rula estaban irreconocibles. El cabo Igor Dinflas les acompañó al despacho del inspector Nillo para que éste les diera el visto bueno.

—¡Magnífico! Nadie diría que son utede dó los que han venío antes. Mañana empesará su misión. Deberán pasarse po aquí a primera hora pa trasar er plan. Ahora pasen la tarde dando vuertas por la calle pa costumbrarse a su nueva fodma de sé. Recuerden: utede dó son punkis conflistivos. Po lo tanto, nada de ayudá a las viejesitas a crusá la calle; levantarían sospechas. ¿Lo entienden? —se cercioró el oficial.

Paco y Rúper asintieron moviendo las cabezas en sentido horizontal y salieron a la calle después de esquivar al cabo Igor Dinflas, que devoraba con desesperación un bocadillo de alubias que, por tamaño y volumen, podría figurar en el libro Guiness sin pudor alguno.

Los periodistas iniciaron su paseo de adaptación por la ciudad de Valencia. La gente les piropeaba con curiosas frases como «¡gentuza!», «¡al paredón», «esto con Franco no pasaba», «así, así, así gana el Madrid», etc. Ellos no respondían, pues bastante faena tenían con esquivar los socavones de las obras del Metro.

El ruido en la calle era ensordecedor. Autobuses, motos a escape libre, cascos de caballos, una ambulancia, una sirena, el triángulo llamando a la mesa a los mineros, un paranóico atrapado en un atasco con la palma de la mano pegada al claxón. Todo era ruido. Al final, Paco y Rúper tuvieron que ponerse a hablar al lado de un obrero que manejaba un martillo neumático.

—Creo que nunca me acostumbraré a este corte de pelo y a estas ropas. No soy tan camaleónico como Ruiz Mateos —dijo Paco.

—Más vale que te acostumbres. Si nos descubren lo pasaremos peor que un jardinero judío en casa de Hitler. Inténtalo al menos. Recuerda cuando nos disfrazamos de guardia civiles en carnaval. Todo el mundo creyó que lo eramos —le animó Rúper.

—Lógico. Yo no sé por qué fue, pero nada más ponerme el tricornio me entró una mala leche…

Poco después la conversación se fue volviendo más abstracta. Hablaron de Juan Guerra (el ejecutor material español del sueño americano) y llegaron a conclusiones tan importantes como que los hombres de ahora no son como los de antes —son más jóvenes—. Hablaron de las corbatas de Carrascal, del efecto desvastador que tiene en el ozono las manchas de las picotas y, por último, del último disco de Leticia Sabater.

En una palabra: hablaron de todos los temas que interesan al español medio. Pero en ningún momento mencionaron una sola sílaba referente a la misión. Rúper, que poseía un dominio mental digno de Kung-Fu, intentaba mostrarse tranquilo para que su compañero no perdiera los nervios. La situación no era muy halagüeña pues, en menos de veinticuatro horas (casi un día) debían meterse en la zona más conflictiva de Valencia.

No sólo ellos estaban preocupados. Yo también. Debía enfrentarme ese día a un concurso sobre conocimientos de Economía. Por suerte iba preparado: sabía escribir «inflación» —que, después de cuatro años estudiando Empresariales, había descubierto que se escribía sin «h» ni «z»— y, en media hora, era capaz de realizar la declaración de renta de un indigente. Sé que, quizás, esto no tiene nada que ver con la historia, pero… ¿a quién le importa? A fin de cuentas, entre mis aspiraciones no figura la de vender más de copias de este libro que la Biblia (el libro más vendido y, a la vez, el menos leído); de hecho, si vendiese la mitad ya me quedaría satisfecho.

Ya sabes quién narices es el asesino, ¿no? ¿Cómo que no? Quizás deberías ver menos la tele. ¿No crees?

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