Una habitación sin vistas

Aquella mañana tuve la bronca más fuerte que jamás había tenido con mis padres. Había intentado emular al Arguiñano friendo un huevo, reto que finalizó cuando ardieron todos los muebles de la cocina. Cansado de estas situaciones decidí emanciparme antes de jubilarme y vivir a «my way» (a mi bola, en inglés) y tener un cuarto sólo para mí.

Me embutí en los tejanos ajustados y marcadores, me puse la corbata con motivos necrófilos, que me regaló mi tío el forense, y la combiné con mi camisa negra fosforescente que resaltaba en la oscuridad (aunque, no me, preguntéis cómo). A continuación dirigí mis pasos, currículum en mano —por si acaso—, a una sucursal bancaria del centro de Valencia con la idea de pedir un préstamo hipotecario para adquirir un ático en la zona de El Perelló.

Entré en el banco y le pedí información a uno de los empleados. Él me condujo a un tenebroso despacho en el cual descansaba un individuo malcarado. Se levantó de su butacón y se acercó a mí. Me estrechó la mano y después de, comprobar que no me había birlado el reloj me senté.

—Y bien, permíteme que te tutee. ¿Qué te trae por aquí?

—El 80, lo he pillado en Nuevo Centro —respondí con sinceridad para que viera que no intentaba ocultarle nada (en fin, que iba de «guay»).

—Lo siento muchísimo, la culpa es mía…

—No se flagele, por favor, que yo soy muy impresionable —supliqué.

—No, tranquilo. Quería decir que cuál es el motivo que te ha hecho venir aquí —aclaró.

—Haber empezado por ahí. Bien, yo quería pedir un préstamo hipotecario para emanciparme antes de cumplir los 56 —expliqué.

—¿Y por qué cuantía?

—Treinta y cinco millones me vendrían de put… perdón, de miedo.

El individuo al oír la cifra a frotar y retorcerse las manos frenéticamente. Me pareció ver que le crecían los colmillos mientras sacaba unos formularios.

—¿Has padecido o padeces alguna enfermedad infecciosa o contagiosa? Ya sabes: SIDA, sarampión, lepra, paperas, fimosis, fotofobia, esguinces…

—¡Dios mío! ¿Va a chuparme la sangre? ¿No es una broma de la gente eso que dicen de ustedes? —dije sobresaltado haciendo una cruz con dos lápices.

—¡No, hombre! —contestó retrocediendo ante el improvisado crucifijo—. Esto es para asegurarnos que no te quedan dos meses de vida y piensas montártelo a lo bestia a nuestra costa.

Yo me tranquilicé y siguió con su exhaustivo interrogatorio.

—¿Tienes algún tipo de ingresos?

—De vez en cuando reparto publicidad y me saco una pasta gansa. El año pasado me dieron quince billetes, pero eso sí, «tax-free». Además papá me suele dar cien duros los sábados. Si no me los gasto puedo empezar a amortizar el préstamo… en cuestión de días —calculé a ojo.

—Veo que llevas el curriculum. ¿Me dejas verlo?

—Por supuesto, tome.

Leyó a duras penas el folio, pues estaba manchado de aceite y tomate, y empezó a reírse hasta el punto de caerse del butacón.

—Por lo que veo eres todo un «JASP»…

—Sí, ya lo creo. Soy Joven Aunque Sin Pasta —reconocí modestamente.

—No sé si te vamos a poder dejar esa cantidad, a no ser que tengas avales…

—Lo siento, pero no tengo. De hecho, le debo pelas a todos mis colegas, pero yo soy de los que pagan, se lo aseguro.

—Creo que no voy a poder concederte el préstamo —me anunció.

—¿Por qué? ¿Acaso no tienen esa cantidad en la caja? ¿Es por que es de esas programadas que sólo se abren a una hora determinada? —pregunté extrañado.

—En la caja tenemos eso y más y, aunque se abre automáticamente a las once y media, no puedo darte esa cantidad porque no podemos tener la certeza de que nos devolverás los ciento diez millones en el plazo fijado —explicó.

—¿Ciento diez millones? Si yo sólo quiero treinta y cinco…

—Pero entiéndelo. Hay que añadir la comisión de apertura, los gastos de estudio, la comisión de alzamiento de la hipoteca, los corretajes, el seguro de vida, las aportaciones a un plan de pensiones con esta entidad, el seguro de vida, la comisión de…

Le dejé con la palabra en la boca y salí del banco preguntándome si el tipo que aplicaban era demasiado alto o era yo que me había vuelto tacaño. Caminando por la acera pasé por delante de una tienda de lencería y me quedé observando un anuncio de «Marie Claire». Compré un par de pantys con la idea de regalárselos a mi madre para reconciliarme con ella.

Al día siguiente salí de casa poco después de las once, con las medias en la mano y la idea de cambiarlas por otras más baratas en la cabeza. Hacía un frío que pelaba y la gente lucía pasamontañas y chubasqueros. Mis orejas se helaban mientras caminaba, por lo que ni corto ni perezoso me cubrí la cabeza con las medias. Un hombre salió cargado de regalos de una juguetería, y se le cayó un paquete al suelo. Intenté avisarle pero subió a un taxi y salió como una flecha. Desenvolví el paquete y resultó ser un Colt de juguete como el de John Wayne. Era precioso, casi parecía de verdad.

Seguí caminando y pasé por delante del banco donde me habían negado el préstamo. Allí estaba ese empleado vampírico. Entré decidido a decirle que las cosas se habían arreglado con mis padres y que podía meterse su dinero donde la espalda pierde su nombre.

Nada más entrar todos levantaron las manos y tres guardas de PROSEGUR me encañonaron. Hoy, 25 de Septiembre de 1998, aún sigo en la Tercera Galería de Herrera de la Mancha acusado de atraco a mano armada. En principio parece desesperante, pero me he salido con la mía: por fin tengo un cuarto sólo para mí.

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