Primer entrenamiento. Primer enfrentamiento.
Pasé unos días viendo más videos del New Team y definiendo mi futuro sistema de juego siguiendo de cerca un campeonato de futbolín. Todo parecía demasiado fácil, por lo que la ilusión me desbordaba.
Acudí al estadio de mi equipo cuando sentí que tenía la preparación necesaria para solventar la papeleta de ascender al equipo.
Pisé el césped, bueno, el medio metro de césped que había, y me dirigí a mis peloteros (en adelante, les llamaré “jugadores”, que es un término que les incomoda menos).
—Buenas tardes a todos. Soy Juan Benlloch, entrenador internacional por la Caravaning Fúrgol Asosieison. Mi objetivo es llevar este equipo al ascenso y, quién sabe, tal vez incluso a la final de Wimbledon —en este punto algunos rieron—. Sé que os reís porque dudáis sobre vuestra propia capacidad para conseguir estos objetivos, pero yo no estoy aquí para perder el tiempo, porque para perder el tiempo no necesitaría venir hasta aquí. Porque de otra cosa no sabré, pero de perder el tiempo….
Había captado la atención de todos, aunque aún notaba cierta desconfianza en el ambiente. Entonces solté el discurso que me había aprendido años atrás viendo la tele aunque, obviamente, le añadí los ajustes necesarios para adaptarlos a la situación.
—Buscáis la fama, pero la fama cuesta. Y aquí vais a aprender todo lo necesario para que, con vuestro talento y mis enseñanzas, aprendáis a bailar y saquéis lo mejor de cada uno —recité mientras les miraba a las caras y echaba de menos al negrito, al italiano y al abuelo que debía enseñarles a tocar el piano—. Y entre bailecitos y cancioncillas, espero que metáis algún chicharro y cantemos todos juntos eso de “We are the golf, we are the children” —esto último era el mencionado “ajuste de adaptación”.
—Oiga, ¿usted se automedica? —preguntó uno que llevaba un brazalete (seguramente sería un torniquete, ¡vete a saber!).
—Bueno, ya me he presentado. Ahora decirme vuestros nombres, el tiempo que lleváis jugando y de qué jugáis. O sea, si sois delanteros, medios, pivots, sprinters o escaladores. Es para hacerme una idea de cara a ir configurando el equipo.
—Yo soy Manuelín, el capitán del equipo. Últimamente he estado jugando de delantero, pero yo soy medio.
—¿Medio… qué? ¿Medio imbécil? —pregunté intrigado.
—Medio, o sea, centrocampista —aclaró con un cierto tono de mosqueo (incomprensible, ¿verdad?)—. Lo que mejor hago es robar balones.
—Y coches. Si lo viera… no se le resiste uno. Si un día necesita un BMW pídaselo y verá. Je, je. Yo soy Churri y también juego de centrocampista. Mi trabajo es repartir… juego, estopa o lo que se presente.
—Así me gusta, que seáis polivalentes —reconocí viendo que mis jugadores sobrepasaban mis expectativas más optimistas.
—Yo me llamo Lucanor y soy delantero. He sido seis años seguidos el máximo goleador del reformatorio hasta que me escap… o sea, hasta que me dejé aquel equipo y vine a éste.
—Yo soy Alberto. También soy delantero. Lo mío son los remates de cabeza. Tengo una cabeza prodigiosa, se lo aseguro. Soy capaz de meterme dos tripis seguidos sin flipar casi.
—Me llamo Marcos. Soy defensa y mi especialidad es secar a los delanteros contrarios. Vea, vea —añadió dejando seco a Churri de un puñetazo en la barbilla.
—Hasta el primer partido no hará falta las demostraciones. Me fiaré de vuestras palabras, ¿de acuerdo? Y bien, ¿quién es él? —expliqué contento por la buena disposición de los jugadores.
—Él es Pablito, es un jodido empollón. Se cree más listo que los demás porque no ha repetido cuatro cursos —explicó Marcos señalando al gordote con gafas que yacía a sus pies.
—Bueno, yo soy Paquito. Antes jugaba a béisbol hasta que el juez me prohibió volver a coger un bate, por motivos que no vienen al caso. Yo juego de defensa central y mi función consiste en que los contrarios no metan gol y que, por supuesto, parezca un accidente y no recuerden nada… ja, ja —explicó riéndose con maleficencia.
—Yo soy el portero. Me llamó Pepe, pero todos me llaman Camarón….
—Por que pegas cada cantada… Yo soy Josele y soy el libero. Mi trabajo es dirigir la defensa y no dejar que pase ni el aire —explicó un chaval cubierto de tatuajes.
—Yo soy Ricardo y juego en el centro del campo. Mi trabajo es apoyar a Lucas, el cerebro del equipo.
—¿Y quién de vosotros es Lucas? —pregunté esperanzado.
—Bueno, ahora mismo no está aquí. Se puede decir que el Ayuntamiento le está pagando unas vacaciones en San Julián —aclaró Alberto.
—San Julián, ¡qué casualidad! Hay un reformatorio que se llama igual que esa isla paradisíaca —dije.
—¿Y quién ha dicho que esté en un paraíso? Por cierto, yo soy Samuel y juego de media punta.
—Muy bien. ¿Y vosotros tres? —inquirí señalando al último grupo.
—Yo soy Benito, y ellos Carmelo y Facun. Nuestro puesto natural es el banquillo. Llevamos cuatro años en el equipo y no hemos jugado ni un minuto. Los últimos entrenadores no tenían mucha confianza en nuestro juego.
—Pero algo sabréis hacer, ¿no? Si no, no estaríais aquí. A ver, ¿cuáles son vuestras habilidades?
—Yo soy capaz de abrir cualquier cerradura que se me ponga delante y Carmelo y Facun son muy buenos en contabilidad.
—Sí, sí. Son expertos en “ajustes de cuentas”. Ja, ja —concluyó Josele.
—Bien, bien. Ahora que nos conocemos, vamos a entrenar un poco.
Los jugadores se levantaron y empezaron a hacer poses raras. Empezaba a creer que en lugar de un campo de fútbol estaba en la “Love Parade”.
—¿Qué están haciendo? —le pregunté al gafotas gordito.
—Estiramientos. Es para calentar los músculos y no sufrir tirones.
—Muy bien, chaval. Justo lo que pensaba. Pero tú… ¿por qué no haces esas poses como tus compis?
—Es que acabo de comerme un bocata de lentejas y si me muevo mucho me dan gases. Si le parece bien me voy al banquillo para irme acostumbrando —dijo cabizbajo.
—¿Qué te hace pensar que no jugarás? Yo puedo convertirte en una estrella —aseguré tal vez sufriendo una insolación.
—Vamos, míreme. Tengo catorce años, mido metro treinta, peso ochenta y cuatro quilos, llevo ocho dioptrías en cada ojo y ni siquiera me gusta jugar a fútbol.
—¿Y por qué estás aquí?
—Papá me mataría si me dejo el equipo. Además, me encantaría ser entrenador.
—Eso está muy bien, pero que muy bien —dije pensando que Pablito podría ser mi mejor aliado en este viaje.
Cuando acabaron de estirar se quedaron mirándome.
—¿Y bien? ¿Qué estáis mirando?
—Entrenador….
—No, no, por favor, no me llaméis entrenador. La confianza es importante. Mejor llamarme Señor Entrenador.
—¿Qué quiere que hagamos ahora? Yo creo que podíamos tocar el balón —propuso Manuelín.
—¡Qué capricho más raro! ¿No serás un fetichista o un depravado de ésos? En fin. Pablito coge un balón y que tus compañeros lo toquen. Pero no se lo acerques a Manulín, que sólo tenemos uno.
Mi pupilo cogió la pelota y pasó con paso lento entre los jugadores. Uno a uno lo tocaron con sumo cuidado, como si fuera una pieza de Lalique.
—Bueno, bastante por hoy. Estoy empezando a sudar. Mañana trabajaremos en serio. Os quiero ver a las cinco de la tarde aquí. Venir descansados porque entrenaremos por lo menos casi media hora. Hasta luego, nenas —me despedí haciéndome el duro.
Iba caminando hacia la parada del autobús cuando me pusieron una mano en la espalda. Me giré despacio temiéndome lo peor. Pero algo me puso los pelos de punta. Estaba temiéndome lo peor, pero realmente… ¿qué era lo peor? ¿Que un atracador me sacase una navaja? ¿Que quien me había tocado era mi antiguo profesor de Educación Física que acababa de descubrir que le mentía siempre en los tiempos de los mil metros? ¿Que los paparazzi me habían reconocido y estaban iniciando su acoso? ¿Que Ana Obregón protagonizase otra serie de televisión? ¿Qué Jasulín lanzase otro disco?
—Señor entrenador, perdone si le he asustado. Estaba pensando que si quiere puedo encargarme yo de preparar los planes de entrenamiento. Así me preparo para mi futuro como entrenador.
—Bueno, Pablito, yo suelo ser muy escrupuloso con estos temas pero creo que tienes potencial, chaval. Por lo tanto, por mí no hay nada que objetar —contesté en tono condescendiente.
La suerte me sonreía. El empollón iba a sacarme las castañas del fuego en los entrenamientos y, con un poco de suerte, tal vez incluso en los partidos.
Me dirigí hacia la parada del autobús, pero espere media hora en balde.
—¿Usted es el nuevo entrenador, no? La EMT ha retirado el servicio de autobuses del barrio durante un tiempo, pero no se preocupe. Hemos hecho una colecta entre todos los vecinos y le hemos comprado este vehículo —explicó señalando un flamante BMW—. Por desgracia se nos han perdido las llaves pero si viene hacia aquí le explicaré como se pone en marcha.
Una lágrima de emoción brotó de mi ojo izquierdo. Mi propio BMW, sin préstamos ni avales. Es cierto que era un coñazo eso de tener que juntar unos cables para ponerlo en marcha y hasta resultaba un poco raro que en algunas zonas se viera pintura de otro color debajo de la primera capa o que la matricula delantera y la trasera fueran distintas, pero tampoco era cuestión de poner “peros” a un regalo de este calibre.
Cogí el coche y me di una vuelta por el barrio y después por Valencia para acostumbrarme al tacto suave del vehículo. Todo parecía un sueño: mis jugadores eran pata negra (a eso, quizás era a lo que se referían algunos amigos cuando me dijeron que eran unos auténticos cerdos), los habitantes de barrio me querían, el Presidente tenía fe ciega en mí y yo tenía una sobrada preparación futbolera que nos podría llevar a la final de Roland Garros a poco que la suerte nos acompañara.
Era tanta la emoción y el orgullo que inundaba mi cabeza que, durante la obligada siesta, no pude pegar ojo. En mi mente bullían cientos de ideas sobre el juego de mi equipo, el éxito y la gloria.