Un día estúpido de mi estúpida vida.
Sí, amigos. Los Fallas habían pasado con la misma rapidez con la que le niegan un crédito hipotecario a un estudiante de EGB. Mis colegas y yo nos volvíamos a integrar en la consabida monotonía del típico estudiante universitario.
Se inauguraba mi jornada con un terrible madrugón. Serían las 6.00 a.m. cuando mis pies contactaron con el frío suelo de la bañera. Serían las 6.02 a.m. cuando hizo lo mismo mi cabeza.
Dentro de lo malo esto es lo mejor que me podía haber pasado, ya que el dolor consiguió despertar a mi adormecido ser. Después de la necesaria ducha venía el no menos necesario desayuno. Agua al fuego, cinco minutos y luego al tazón en el cual aguardaba el «capuchino» en polvo. Desgraciadamente, mis trasnochados ojos no me permitieron ver como un chorro del líquido elemento se abría camino entre los filamentos de mi albornoz mohoso. El destino del urente fluido no fue otro que aquella zona en la cual más nos duele una patada a los hombres. ¿Te imaginas cuál? Pues sí, esa misma.
Tras el percance pasé de capuchinos y de leches, ya que tuve bastante con «los huevos pasados por agua». La siguiente operación requería más práctica. No era fácil vestirse y bajar las escaleras a la vez. Mis dientes me terminaron de convencer de ello al acampar en el rellano junto a mi maltrecho cuerpo.
Todavía no entiendo cómo pudo suceder, pero lo cierto es que se me había enganchado la corbata con una hebilla de las botas militares. Ahora que lo pienso, tal vez esto explicara porque iba tan encorvado —y yo que pensaba que era un problema de cervicales—.
El tiempo apremiaba, por lo que no pude perder ni dos segundos en evaluar los daños que la caída me había causado. De todas formas tenía la seguridad de que aparte de un par de brechas en los pómulos, una fisura en la oreja izquierda y siete dientes destrozados, no tenía ninguna herida de importancia. Por eso me levanté, recogí los piños y me los guardé en el bolsillo con la idea de hacerme un collar con ellos algún día.
Sacar los pies a la calle después de todo esto fue casi una hazaña. «Sólo falta que se ponga a llover», pensé cínicamente un segundo antes de que una lluvia torrencial arruinara mi chaquetilla nueva de seda china.
Recuerdo que recité de memoria varias frases que, seguramente, no serían muy del agrado de los inquilinos del Vaticano. A pesar de todas las adversidades me dejé llevar por mi espíritu emprendedor y poco conocedor del desánimo, y seguí adelante con mi idea de llegar pronto a clase para pillar un buen sitio —cosa difícil , ésta última, en la poco masificada carrera de Empresariales—. El éxito de mi misión dependía de encontrar cuanto antes un medio de transporte barato.
Entré de nuevo en casa y abrí la puerta del garaje, apareciendo ante mi un musculoso Porsche 911 Limited Edition. Sin pensarlo dos veces me senté ante el volante y respiré hondo para embriagarme con el olor a nuevo que rezumaban los asientos deportivos de cuero . «¡Guau!,» me dije. Lentamente giré la llave en el contacto cuarenta y cinco grados. El motor despidió un casi imperceptible sonido que se convirtió en un aterrador bramido cuando aceleré a fondo. El coche salió disparado sin que yo, increíblemente sorprendido, pudiera reaccionar. Atravesé la puerta del garaje, crucé la calle y me introduje en la Pajarería «El Pelícano Bocazas». «¡Maldita manía esa de dejar la primera metida!», maldije mientras salía de lo que quedaba del Porsche esquivando una nube de periquitos y canarios.
Como la tienda de mascotas no estaba abierta deje una nota en la cual decía esto:
«Siento las molestias. Luego, si tengo un rato libre, pasaré a limpiarlo todo. Cuídame el coche hasta entonces. Firmado: tu querido vecino Juan».
Firmé la nota y la enganché al limpiaparabrisas trasero del deportivo. Convencido de que nada peor me podía suceder dirigí mis orejas a la parada del autobús. En la calle todo era normal: lluvia, gente corriendo, tráfico denso, un tigre, dos tigres, tres tigres, etc. El tiempo además cambió, pasándose de las finas gotas de agua a las peligrosas piedrecillas heladas.
—Granizo a mí —dije desafiante como si retara a la Madre Naturaleza a un combate al K-O. En cualquier caso ella venció, pues me derribó con un pedrusco helado de tres quilos de peso que me acertó en el centro de la cabeza. Esto me hizo descubrir que el ser humano tiene una tendencia pasmosa a sufrir mareos cuando pierde más de litro y medio de sangre. Puede que basándome en esta enseñanza empírica decida un día estudiar Medicina. Ya veremos…
Tardé media hora en sacar algunos trozos de hielo de mi cerebro. Después continué mi peregrinar hacia la parada del autobús. Estaba ya cerca cuando me detuve ante un paso de cebra encharcado a la espera de que el semáforo me concediera el privilegio de cruzar. Estos instantes de calma fueron aprovechados por cuatro adolescentes motorizado que me obsequiaron con cuatro chopadas pulmoníacas.
Pese a albergar en mi ropa más agua que el Titanic en sus bodegas, continué mi camino. No era cuestión de desanimarse por cualquier memez. Así es que me abaniqué con mi carpeta, convertida en una especie de pasta, y anduve los diez metros finales que me separaban de mi destino.
Entre ataques reiterados de tos y estornudos meditaba sobre la conveniencia de dotar al Hombre de branquias y aletas o, simplemente, prohibirle salir de casa en días lluviosos.
Estaba a punto de sacar una conclusión lógica cuando arribó el vehículo de la EMT. Percibí su presencia con mi sensitivo pie izquierdo, que estaba debajo de su rueda delantera derecha. El conductor, muy amable, me dijo que no movería el vehículo hasta que yo no dejara de gritar y se lo pidiera con corrección. Cumplí mi parte del trato y él, todo un caballero, hizo lo mismo.
Renqueante y algo dolorido subí las escaleras. Saqué mi bono-bus, el cual se me deshizo entre los dedos, e intenté introducirlo con poca fortuna en la máquina canceladora. El chófer, un dechado de bondad y cortesía, me lo quitó y lo arrojó por la ventanilla. Como yo llevaba poco dinero tuvimos que negociar y pronto alcanzamos un acuerdo: tuve que entregar mi reloj de oro de ley, valorado en siete dólares cuando la peseta aún estaba fuerte, para que accediera a llevarme a Valencia.
Durante el trayecto me sentí como el personaje de la semana. Todas las miradas estaban puestas en mi. Todos los comentarios y chismes versaban sobre mi persona, mi aspecto y algo referente a un trauma infantil que se daba por supuesto que yo había vivido en mis carnes.
A lo mejor yo era demasiado susceptible. Puede que no hablaran despectivamente. Tal vez hasta me admiraban. He de reconocer que esas gafas Playboy me sentaban de puta madre —hablando claro y sin lengua en los pelos—.
Por fin el autobús llegó a la Avenida Blasco Ibáñez. Me despedí de todos con la promesa firme de volver algún día o, por lo menos, escribirles y bajé las escaleras como un rayo. Quizás me precipité pues las puertas aún no estaban abiertas. Mis gafas intentaron ver que pasaba por dentro de mi cabeza. Las desincrusté con sumo cuidado y miré panorámicamente al resto de viajeros. Todos sin excepción reían mi desgracia. No les culpé porque en el fondo yo sabía que esta falta de solidaridad era la consecuencia lógica de los numerosos reality-shows que empezaban a invadir la pequeña pantalla.
Un minuto más tarde el conductor, un tipo realmente guay, me ayudo a bajar con una suave patada en la espalda y un cariñosísimo «¡pordiosero!» antes de volver a su puesto. Cerró las puertas y arrancó. Yo me sentí arrastrado. Atraído irremediablemente por el autobús. El motivo no era otro que el hecho de que las puertas del vehículo habían atrapado un trozo de mi chaquetilla de seda china al cerrarse. Por suerte el chófer, con un corazón que no sé cómo le cabía en el pecho, se percató de la situación al llegar a la Plaza España y me liberó, aunque eso sí, después de hincharme un ojo e intentarme cobrar el segundo viaje. Le increpé diciéndole que cómo era capaz de actuar así y me hinchó el otro ojo. Como presentí que no íbamos a llegar a ninguna parte y no me quedaban más ojos, pasé de aquel energúmeno y busqué una alternativa al transporte público.
Consulté mi reloj y vi una posibilidad, mínima pero posibilidad a fin de cuentas, de llegar a tiempo a clase andando de prisa. Esto me alivió, pues significaba no perder la esperanza. Y así, más contento que unas Pascuas, me puse en camino hacia Blasco Ibáñez de nuevo.
Cuando estaba a veinte metros de mi Escuela de Empresariales favorita vi a Mariano, un compañero de clase y de interminables partidas de dados. Decidí ser simpático pese a que él siempre me ganaba.
—¿Qué? ¿Pelándotela como siempre? —pregunte refiriéndome, obviamente, a la clase.
—¿Yo? ¿De qué vas, tío? —me respondió con la naturalidad que da el llevar nueve años en una carrera de tres.
—¿Vienes a clase, o no? No me respondas hasta después de la publicidad —contesté imitando a Gloria Fuertes imitando ésta a su vez a Julián Lago.
—Pero tío, ¿vas de ácido, o qué? ¿Cómo voy a pelarme una clase un puto sábado? Es que de verdad tío, cada vez estás más en la parra. El otro día vienes a clase en pijama y hoy ya ves…
A medida que oía a Mariano mi cabeza daba vueltas cual tiovivo. Imaginaba un paisaje cachemir, monos armados con kleenex de colores, dos coliflores bailando «Zorba, el griego» y un sinfín más de fantasías eróticas.
—Sábado… clase… cachemir… cinco bocatas de tellinas para la mesa ocho… wooper con queso… —murmuré antes de caer sin sentido al suelo en medio de un corro de curiosos japoneses, que no cesaban de disparar sus flashes sobre mi pensando que estaba representando la muerte de «Marco Antonio».
Al parecer, esta especie de shock se debió a las huellas habían ido dejando en mi las numerosas desgracias que me habían sucedido. Al menos, eso me explicó un estudiante de primero de Psicología durante mi traslado al Hospital.
En el sucinto tiempo que permanecí en la ambulancia mi delirio fue en aumento. Vi imágenes de palestinos y judíos felicitándose la Navidad, imaginé programas informativos en televisión totalmente objetivos, e incluso tuve imágenes de Jon Idígoras y Luis Roldán siendo condecorados con unos pins de «Inocente, inocente». Después de un par de bache perdí de nuevo el sentido.
Desperté en una habitación del hospital La Fe. Abrí mis miopes ojos, los cuales buscaron ansiosamente mis gafas Playboy. Con las lentes en su sitio ya pude distinguir la cara de una enfermera bigotuda que me ofrecía un zumo de dátiles y un par de pastillas.
Yo, confiado, bebí y digerí lo que esta buena mujer me dio. Estaba a punto de darle las gracias cuando se giró y contemplé, con estupor, la jeringuilla que portaba en su mano. Tuve la visión de que tenía ante mi un caballero de la Tabla Redonda con lanza y todo.
La enfermera se puso a mi izquierda y me preguntó si eran míos esos mil duros que habían en el suelo debajo de la cama. Respondí que si eran redondos eran míos y me incliné hacia el costado derecho para trincarlos. Intentaba localizarlos cuando sentí una especie de flechazo, en el sentido literal (nada que ver con Cupido), en mi glúteo izquierdo. Grité como un poseso y me giré hacia la enfermera. La vi montada a caballo, con su sombrero y su vara. Sin duda estaba flipando. Ella acabó de picarme tres segundos después y salió de mi habitación silbando el «¿Y cómo es él? ¿A qué dedica el tiempo libre?».
Fijé mi vista en el cartel de «NO FUMAR. GRACIAS» y me mantuve así cinco minutos. Me sentía como si le hubiera chocado los cinco a Eduardo Manostijeras. Afortunadamente mi aturdimiento se fue disipando poco a poco hasta su completa extinción.
Un individuo, salido de no se cuál película de terror, entró y se acercó a mi. Se presentó como el doctor Farley y me hizo infinitas preguntas. Le conté todo, o casi todo, lo que me había sucedido. Al concluir mi relato oí unas voces que me resultaban conocidas, por lo que me levanté y me asomé al pasillo. En un sofá estaban sentados Julián Lago, Nieves Herrero y Paco Lobatón. Sus voces cobraban más intensidad conforme pasaban los segundos. En seguida comprendí que discutían sobre mi, aunque no daban pie con bola.
—Se trata de un claro caso de violador arrepentido. Un individuo marginal y marginado con un largo historial sexual sadomasoquista —aseguraba Nieves.
—¿Está loco o se lo hace? Es obvio que estamos ante un «Misterio sin resolver». Por lo tanto, es un caso para mi programa y no para el vuestro que nada tienen que ver con estos casos —explicaba el maquinista de la verdad, Julián Lago, mientras mostraba una foto trucada en la que aparecía yo vestido de gaitero y haciendo el pino.
—Creo que os equivocáis. Mi programa busca a los desaparecidos, a los extraviados, a los perdidos… —explicaba Lobatón.
Me empiltré de nuevo y seguí relatando mi jornada al doctor Farley.
—… cogí el Porsche y salí disparado —expliqué.
—¿Porsche? ¿De qué vas, colega? Tú te quedaste sin carro hace un año. ¿No será ese coche el del amigo de tus viejos? ¿Cómo se llama ese colgao? ¡Ah, sí! ¡JACK, EL CARNICERO! El famoso luchador de Catch que se cargó a Hulk Hogan a salivazos —recordó mi amigo Mariano.
—¡Mierda, es cierto! Seguro que si se entera me machaca el cráneo como si fuera una frágil nuez. Creo que éste ha sido mi último error —lamenté.
Los tres presentadores habían escuchado el final de la conversación desde el umbral de la puerta de la habitación. Al percatarse de que había notado su presencia, salieron al pasillo para seguir su discusión. Gritaban tanto que no fue demasiado difícil escuchar lo que decían.
—Ahora está claro que es un caso para mi programa. Este tipo está perdido. Mira que estrellar el cochazo de Jack Vísceras explicaba Lobatón haciendo la ola con el mostacho.
—Bien, Paco. Esta vez ganas tú, pero prométeme que si averiguas algo sucio, de este trozo de carnaza, dejarás que sea yo quien lo sirva a la audiencia. Pero promételo de verdad, de verdad, de verdad —insistía Nieves mientras buscaba restos de sangre en un florero.
Mientras estos dos discutían afanosamente, Julian Lago se acercaba a los quirófanos en busca de nuevas y maquiavélicas máquinas para hurgar en las interioridades de los invitados de su reality—show.
Yo seguía tendido en mi cama relatando mis obras y milagros a mi colega y al doctor Farley cuando oí el rugido de una mole de dos metros y medio de alta y casi metro y medio de ancha —a lo mejor he exagerado un poco, no lo sé—. El rugido, o tal vez trueno, se transformó en un «¿dónde está ese hijoputa?» que me puso de punta hasta los pelos del ombligo.
Jack entró en la habitación como un fantasma: atravesando la pared. El doctor Farley se enfadó y le recriminó que no usara la puerta. Segundos después el médico atravesaba medio hospital volando cual grácil buitre impulsado por los brazos del luchador.
Los presentadores de televisión entendieron que la vida del doctor era mucho más interesante que la mía y se curraron su amistad mientras lo recomponían en el departamento de «Prótesis y Postizos». Ya no les volví a ver a ninguno de los cuatro, aunque me consta que el médico ejerce de maniquí en una prestigiosa boutique de Alaska.
Pero volvamos a la habitación.
—Te has cargao mi coche. Para mi era como un hijo: le zurraba, le pisaba y me respondía. Y ahora está en una pollería completamente destrozao. Pero esto no va a quedar así. Voy a hacerme un tanga, puesto que no me da para más, con tu piel y una pulsera con tus ojos —juró Jack algo mosqueado.
—No exageres, tío, que sólo es un coche. Además, si me matas no volveré a dirigirte la palabra. Es más; no te dejaré mis libros, y te advierto que el de «Antibiografía» está de cojones —dije inconscientemente.
—Tampoco es para ponerse así. Una cosa es que te arranque los ojos y te mosquees por eso, pero…
—¡Ni peros ni peras! Vienes gritando, te cargas la pared, conviertes a mi médico en jabalina olímpica, me amenazas y me pones en ridículo y todo por una mierda de coche de veinte millones. ¡Es que la cosa tiene huevos! —afirmé después de echar un vistazo bajo mi pijama.
El luchador ya no amenazaba. Estaba hecho polvo por haberme enfadado. En el fondo era un trozo de pan y yo lo sabía. Por eso no me sorprendió en absoluto cuando se arrodilló ante mi catre, hizo un mohín de pena penita pena y me pidió disculpas. Yo no estaba demasiado satisfecho y le pedí que me demostrara que estaba efectivamente arrepentido. «Pídeme lo que quieras», me dijo. A continuación yo inicié la lectura de la lista.
—Quiero: un goffre de vainilla y mejillones, una cinta virgen de sesenta y un balón bueno de rugby, no como aquel que me regalaste que parecía un melón.
Jack aceptó de buen grado mis peticiones y se marchó a casa pegando saltitos y cantando aquello de «los amigos de mis amigas son mis amigos». Muchos pensaréis que este tipo debía ser más simple que una viruta. Y tenéis razón. Además, yo lo manejaba como quería ya que, unos años atrás, había trabajado de preparador de discursos del párroco local y por tanto, conocía al dedillo los puntos débiles que había que tocarle a la basca para que aflojara unos duros.
Minutos después de irse mi reencontrado amigo, me dieron el alta —cosa que me jodió bastante pues la bajita estaba más buena— y volví a casa. Tardé casi dos horas en llegar y piltrame. Mi madre me dio dos besos, un tortazo, que me debía de hacía un mes aunque no recordaba por qué, y un tazón de caldo reconstituyente. Éste no olía mal pero tenía un extraño color verde sangre y unas burbujitas que no me acababan de convencer. Mi gato «Roberspierre» se ventiló el tazón de golpe y a los dos minutos empezó a saltar por todo el dormitorio hasta que atravesó la ventana y desapareció. Lo último que supe de él es que fue visto haciendo dedo en la Ruta del Vakalao (con «v» de Valencia). Esta fue la culminación de un estúpido día, ya que lo siguiente que recuerdo es un largo paseo por los territorios de Morfeo. Así pues, Buenas Noches, colega.