Capítulo 04

Donde se cuenta el proceso de adaptación.

 
 

A las diez sonaron los primeros disparos en casa de los «Carcelén», despertando a todo el vecindario. Esto se debía, fundamentalmente, al individuo conocido como D. Antonio Carcelén. Este sujeto estuvo combatiendo en la guerra del Vietnam en un comando integrado por cinco amiguetes del casino. Según las malas lenguas, su amigo Fernando Asaltos, pisó una mina cuando jugaban a béisbol cerca de las líneas enemigas. Las consecuencias del accidente fueron trágicas ya que, no sólo dejó a su equipo con un jugador menos, sino que también perdió las dos piernas. Desde entonces nadie sabe por dónde anda.

La desaparición de este hombre, le provocó al señor Carcelén la típica crisis nerviosa del veterano de guerra. Por este motivo, siempre se levantaba confundiendo a su familia con jugadores de béisbol vietnamitas y disparándoles con su bayoneta antediluviana.

Paco y Rúper también se despertaron. El primero se levantó lánguidamente de la cama y entró al cuarto de baño con su cepillo de dientes y su gorro de natación. Pocos segundos más tarde estaba bajo la ducha leyendo el periódico del día anterior. Al salir se secó con su toalla del Mundial ’82 y entró a la cocina, donde Paco se preparaba un sandwhich de cacahuetes.

—No te lo puedes ni imaginar lo que he soñado. Imagínate que salíamos con el pelo de colores, unas crestas y unas pintas que no veas. Y, por si fuera poco, teníamos que ir a la comisaría para ir a investigar el caso de Hassam Tander —le dijo mientras se quitaba la escafandra.

—¡Caramba!, yo he soñado lo mismo. Menos mal que todo ha sido un sueño, porque cambiar este peinado a rizos con raya en medio por una cresta —le respondió el fotógrafo quitándose el gorro de Papa Noel que usaba para dormir.

—Paco… tu pelo… es… es… ¡rojo! —constató Rúper con asombro.

—Y el tuyo es… es… ¡azul y verde! —gimió su compañero.

Rúper entró al baño y se colocó frente al espejo de cristal de botella.. Vio lo que vio. Se frotó los ojos. Dudó de la realidad. Volvió a mirar. Se frotó los ojos otra vez antes de enfrentarse por última vez al test del espejo y correr en busca de su amigo.

—Te he de decir algo.

—Lo sé —contestó Paco señalándose la cresta.

La pesadilla se confundía con la realidad. Debían afrontar los hechos y echarle un par de huevos —a la sartén, pues el aceite ya estaba hirviendo—. Sin pensarlo cien veces se vistieron, desayunaron y se dirigieron a la comisaría.

Entraron a las dependencias policiales causando asombro entre los presentes. Fueron cacheados tres veces antes de acceder a la mesa de la secretaria del inspector Nillo. Paco explicó qué hacían allí.

—Queréis ver a ese hijo de pu…

—¿De qué, agente Inés Tremis? —preguntó Víctor Nillo sin que nadie supiera de dónde había salido.

—¿Yooo?, o sea, no quería decir que, bueno, ya sabe que…

El oficial y los periodistas abandonaron el lugar empujados por el mal olor proveniente de la silla de la secretaria.

—Mucho hablá y luego se cagan ante mí —reconoció el tirano con orgullo—. Bien, hagamo como Normadem, vayamo ar grano direstamente. Hoy como saben hay fúrgol. Juega el Patera´s Born Natural Killers contra el Jóvenes Cristiano-Budistas. Quiero que se metan entre los hinchas der Natural Killers y se hagan colegas dellos. El objetivo principal é la banda de Xusti Ziero. Tenemo motivos má que sufisientes pa pensá que arguien de su banda, u er mismo, mató ar moro.

—¿Qué haremos si hay follón? ¿Abandonamos si nuestra vida corre peligro? No me gustaría perder la vida por un partido de fútbol —manifestó Rúper con preocupación.

—¡Ni pensadlo! Antes morí que perdé la vida. Por supuesto que habrá follón. Utede se comportarán como los demá. Recuerden que er éxito de loperasión depende de lo que piensen ellos que son utede. ¿Ma oído, señó Ralado? —preguntó marcándosele las venas del cuello.

El periodista se dedicaba a la grata tarea de la observación. Una prostituta, de cuerpo epicúreo, era el objeto de su estudio hasta que el grito del policía le hizo volver a la realidad más trágica y cercana.

—Sí, le he oído —murmuró.

—Pues, ¡hala!. Margasten su tiempo como quieran ahora y, esta tarde a las siete y media, acudan al Chema Tanzas.

Los dos periodistas salieron a la calle y se dirigieron a la catedral a petición de Rúper. Él nunca había sido practicante, ni siquiera ATS, pero la idea del enorme peligro que entrañaba la misión le hizo creer en la existencia de un ser Superior (incluso más que yo) dispuesto a echarles una mano. Creía, sin duda, en el mismo «dios» que el estudiante medio la víspera de un examen.

Entraron al templo y se acercaron a la penúltima fila de bancos. Tomaron asiento junto a unas personas de aspecto serio que miraban absortos a un energúmeno que soltaba chispas en el púlpito.

—Sí, amigos. Nos han robado su vida. Han jugado a ser dioses. Nadie tiene derecho a decidir sobre la vida de un ser humano. Vosotros, familiares de Jaime Tralleta, debéis sentiros orgullosos. Murió en acto de servicio. Protegió a la sociedad como buen policía sin preocuparse por él. Y dio su vida por protegeros de esos saboteadores, de esos gamberros, de esos desalmados, de esos que, si la vista no me falla, ¡son esos! ¡Allí están, en el fondo-sur de la capilla! Ellos deben ser los punkys que se lo cargaron. Han venido a rematarlo. No cabe más crueldad en una mente humana. Yo no soy nadie para decidir sobre la vida de los demás tampoco. ¡Mutilémosles, entonces! —sugirió con un apreciable deje sádico.

Los asistentes a lo que parecía ser un entierro se giraron hacia los periodistas. Minutos más tarde los cuerpos de Paco y Rúper tenían más cardenales que el Vaticano. Por fortuna estaban cerca de la clínica privada de Kevin Ticinco, famoso cirujano estadounidense. «El Matarife de Niu Lló» les cosió todas las heridas y un par de mantelerías finas en un periquete.

Los pseudo-punks volvieron a pisar las calles, y algún que otro excremento de perro, en seguida. Para hacer tiempo decidieron ir paseando hacia la Plaza Patera.

Paco, viendo que llevaba unas monedas sueltas, se detuvo para comprar el periódico en el Quiosco Nozco. Estaba a punto de pagar cuando captó varias frases vomitadas por un «mazas«, que buscaba consuelo en la amistad de un pigmeo cabezón.

—Sí, la muy guarra me ha dejado. Le di mis mejores discos de Elvis Pelvis y le preste mi gomina favorita. Y ella me salió con que el spray se cargaba el ozono. Dos días después le pillé infraganti oyendo a los «Clash», y poniéndome los cuernos con un punk de aspecto lamentable. Ya ves… ¡los Clash! Al próximo punk que vea… —dijo estrujando una farola con la mano.

—Menos boca y más acción, tío. Ahí tienes dos punks y no has movido ni un dedo. Creo que en el fondo, no te ofendas, no eres más que un achantao, un sensibiloide y un perdedor —le consoló el pigmeo como buen amigo.

—¿¿UN ACHANTAO, YO?? ¡Ahora verás! —anunció antes de ponerse de pie. El rócker era un individuo de mediana edad que medía un metro veinte, de hombro a hombro, y casi dos metros si tomamos como referencias el suelo y el tupé.

—Rúper, King-Kong nos está mirando mal. Y el enano ese me da mala espina. Me parece que viene hacía aquí. Rúper, creo que…

—No exageres. Viene a comprar el periódico como tú. Y en cuanto al enano, admito que se parece al «Tiñoso«, pero no creo que nos vaya a causar problemas. Además, paliza mayor de la que nos han dado no nos la dan en la vida —contestó equivocadamente el reportero antes de que el gigante le pillara por el pescuezo.

El King-Kong con patillas se destrozó las manos con sus caras. Les cambio por completo la disposición de los órganos (y totalmente gratis). Y, por si fuera poco, le cortó una oreja a Rúper, por petición del público.

Aún pudieron dar gracias de acabar como acabaron. ¿Os imagináis qué hubiera pasado de dar con un público poco metido en esto de la «fiesta»?: seguramente le hubieran concedido las dos orejas y el rabo.

«El Matarife de Niu Lló» les volvió a remendar como buenamente pudo. Apenas llevaban unas horas de misión y ya habían pasado más por el quirófano que Sara Montiel. Además, la conjunción de Venus con Urano indicaba que iban a recibir más palos que un árbitro, de Tercera Regional, con facilidad para apreciar penaltis fuera de casa, en el último minuto, y con empate en el marcador.

Entre pitos y flautas formamos una orquesta y se hicieron las siete y cinco. Media ciudad se preparaba para el acontecimiento más importante después de mi visita a la ciudad. el partido había despertado gran interés debido a la terrible enemistad que había entre los equipos contrincantes.

El equipo local, Patera’s Bloody Club, estaba compuesto por presos fugados de Carabanchel, La Modelo y Herrera de la Mancha. Su capitán, Andrés Hernández («Dr. Nicho»), toda una leyenda viva, había escapado de las tres, y contaba con un historial más sangriento que Freddy Krugger. Por otra parte, el equipo rival, Jóvenes Cristianos Budistas, estaba compuesto por los doce muchachos que más habían recaudado con la hucha del Domund.

Paco y Rúper acudieron al Chema Tanzas con renovadas fuerzas basadas en la suposición de que, si el campo se llenaba hasta la bandera, no habría jaleos al predominar la gente pacífica sobre la violenta. Por eso se alegraron al comprobar que las colas para entrar eran increíblemente largas.

Cuando los jugadores estaban a punto de saltar al terreno de juego, los periodistas llegaron a sus localidades en el fondo-sur del estadio. Estaban rodeados de punkis y xirleros de baja alcurnia.

A las ocho menos cinco, el primer jugador del Jóvenes Cristianos Budistas pisaba el césped. Una décima después una Harley pisaba la misma porción de césped. El «Motorista Psicópata» volvía a las andadas entre los aplausos del público.

Después de retirar con una aspiradora lo que quedaba del jugador, sus compañeros y el Patera’s salieron por el túnel del vestuario en medio de un estruendo de aplausos, ovaciones, gritos, disparos y estornudos.

Detrás de Rúper y Paco se instalaron un grupo de africanos con pancartas solicitando la liberalización de Nelson Mandela y la legalización, para la población negra, de la respiración en lugares públicos —algo que da una ligera idea de los restrictivas que eran las leyes en Sudáfrica con un sector de la población—. Y justo detrás de este grupo, se instaló un peligroso y bullicioso grupo de skin-heads cargados de símbolos fascistas.

Un señor de negro al que todos insultaban, indicó con un pitido que el inicio del partido. Los seguidores de Nelson y los de Hitler se enzarzaron en una orgía de puñetazos y patadas hasta que un anciano, garrote en mano, puso orden. La paz volvió a reinar cinco minutos —el tiempo que necesitó el «Motorista Psicópata» para ocupar el mismo «tiempo-espacio» con su moto que el árbitro—. Y de nuevo la violencia se apoderó de los espíritus de los asistentes.

Paco y Rúper se apartaron del jaleo, pero al ver que los punkis que les rodeaban se dirigieron a la zona conflictiva con intención de participar, se metieron también. La Policía, con una mínima representación de trescientos veinte agentes, entró a sacó en la zona conflictiva.

—Yo no he hecho nada —decía un tipo con un bate con clavos cuando se lo llevaban los agentes.

—A mí que me registren —añadió un individuo montado en un antiaéreo.

—¿Seguro que creen que yo he hecho algo malo, no? —preguntó retóricamente el de la «recortada» al ser pillado metiendo dos cartuchos.

Prácticamente todos los detenidos intentaban justificar su participación en los hechos, pero de nada les sirvió. Los ciento ochenta y cinco implicados fueron llevados, de diez en diez, a la comisaría más cercana en un Mini Cooper de la Brigada Antivicio.

Rúper y Paco eran tres de los detenidos. Para su sorpresa, y la mía, les ordenaron bajar en fila del coche y desfilar delante de un grupo de policías, encabezados por el inspector Nillo, hasta las celdas. Allí permanecieron por espacio de una hora y cuarto hasta que llegó el oficial escoltado por cuatro agentes. Uno de los agentes abrió la puerta de la celda y Víctor Nillo, adoptando una pose entre Cristóbal Colón y John Travolta, señaló a los periodistas.

—¡Utede dó!, vengan conmigo. ¡Atensión, agentes!, permanescan atentos. A la menó oscila-sión u movimiento disparen sobre esto dó pájaro.

 Estas palabras cambiaron el concepto que, sobre Paco y Rúper, tenían sus compañeros de celda. El truco había funcionado. La víctima había mordido el cebo. El plan del inspector había salido como el esperaba.

Nuestros dos protagonistas entraron al despacho del inspector y se quedaron a solas con él. Éste abrió un armario y sacó una antiquísima botella de cristal tallado, que contenía auténtico whisky escocés, y se sirvió una copa. Después se giró y empezó a echar humo por la nariz.

—¡Pero cómo puen sé tan burros? Les dije que se mezclaran con la gente y averiguasen lo que pudiesen. Y, en lugá desto, les detienen con cargos de todo tipo. Uted, Rúper, que paresía una persona cabal, va a ser acusado de alterá lorden público, pegá a un polisía y vomitá en un jardín público. Y de uted, Paco, ¿qué puedo desir? Pegá a un japoné rubio, posesió de arma sin lisensia, conduxió temeraria y bajo lo efecto der arcol en los coxes de xoque, y, por úrtimo, consumo de droga en público.

—Si sólo me tomé un café y un puro —protestó indignado Paco.

—Café y puro. O, lo que es lo mismo, café y tabaco. Dó droga. Po lo tanto, consumió dó droga en público. Y, ensima, está lo der japoné rubio —lamentó el policía.

—¿Cómo se encuentra? Yo ni siquiera le toqué. Él intentó darme una patada, pero me agaché y le reventó las narices al gorila que tenía detrás. El resto se lo puede imaginar…

—Po suerte na muerto, aunque sencuentra en un preocupante estao de coma profundo. De toas formas hay una esperansa entre un billón de que se repondrá totarmente; o sea, podemo sé bastante optimistas ar respecto. Pero sigamo con nuestro plan. Han d’haserse colegas de sus compañero de celda y averigua ánde narises se esconde l’individuo escupidó. Argo me dise que ése é er asesino —dijo el inspector mirándome de reojo.

—Sólo una nimia duda.

—Suelte lo que sea, señor Rúper.

—¿Cómo contactaremos con usted sin que nadie sospeche y nos descubra?

—¡Muy fácil! Como esa gente suele ponerse hastalculo de arcol, sólo tienen caprovechar uno desos momentos pa pasarse pó aquí, u, si quieren, puen llamadme ar 000-111.

—No sé si podré acordarme de ese número, pero lo intentaré.

El inspector se acercó a su mesa de madera de chopo y pulsó un botón de su intercomuni-cador, al tiempo que, con la otra mano, sacaba su petaca con J&B de un bolsillo.

—Agente Inés Tremis, venga a mi despaxo y acompañe a estos sujeto a las seldas —ordenó.

La agente apuró su café y le pidió a tres compañeros que le escoltaran y, de paso, le dejarán algo de dinero para llegar a final de mes. Sus compañeros, que estaban comentando los últimos éxitos de la selección nacional de baloncesto, aceptaron de buen grado la labor de escolta pero no lo segundo —sobre todo Jordi Nero, que recordando que «la pela es la pela» le regló algo para que pudiera comer: la cucharilla de la tarrina de helado que acababa de digerir.

Paco y Rúper fueron conducidos de nuevo a las celdas donde, por cierto, se les recibió con aplausos. Después de saludar, fueron introducidos de una patada en el trasero en una celda con un grupo de punkis.

Sé que, quizás, en estos momentos muchos lectores no podrán dormir por no dejar de leer esta apasionante novela. A otros, la textura y suavidad del papel con que está impresa, les habrá librado de más de un compromiso al recibir visitas en casa y no haber contado con la suficiente provisión de papel higiénico. Seguramente, este último tipo de lectores pensará que esta novela es el producto de una mente enferma. Nada más alejado de la realidad, puesto que el lunes pasado me dieron el alta. ¿O no? ¡Demonios!, ahora que lo pienso bien creo que me escapé. Bueno, ¡qué más da? Lo realmente importante es que, esta maravillosa historia, avalada por los mejores criadores de cerdos ha llegado a vuestras manos. Ahora perdonadme, pero están llamando a la puerta.

¡¡Oh, no!! Puede que sea el doctor Lester, la enfermera bigotuda y sus tres gorilas blancos. A lo mejor han descubierto mi escondite. Como diría la niña de PostersGays: Ya están aquíííí.

 

 

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