A lo largo de vuestra vida habréis oído historias más o menos inverosímiles de gente como yo, que se sienten como «gusanos de seda» pues se han pasado la vida haciendo el capullo. Seguramente, ninguna de estas historias os sorprenderá tanto como este bosquejo de mis últimos años:
Yo, con mis dos neuronas justas, era un muchacho tímido, sin mucho éxito con la mujeres. Bueno, en verdad, era un completo fracaso en este campo y en todos los demás.
Mi vida transcurría en una factoría de Almusafes, cuyo nombre no voy a fordmular para no hacer publicidad gratuita. Allí, en la sección de Neumáticos, mi trabajo consistía en hinchar ruedas con un abanico y un embudo. Un trabajo duro sin duda, pero me ahorraba un pastón en gimnasios.
Un día conseguí establecer amistad con una morena de cuerpo epicúreo: 90-60-90 (y la otra pierna igual). Mi amistad con ella duró hasta que se embutió en el bikini y perdí el conocimiento por la impresión. Después de un par de lobotomías volví a ser el que era, aunque un poco más sosegado.
Pero mi obsesión por las féminas iba en aumento. Es por ello que un día decidí profundizar en el misterio femenino y, llevado por mi irrefrenable curiosidad, entré en el sex-shop «Pili la Gorda». Di varias vueltas por el local buscando no sabía el qué y, cuando estaba a punto de salir con la pesada carga de mi ignorancia en mi chepa, mis ojos se quedaron clavados en una bella masa hinchable.
Arranqué con cuidado los globos oculares, volví a colocármelos en la cara y, sin pensármelo ciento doce veces, adquirí aquella preciosa muñequita de látex que me miraba boquiabierta.
Llevé a mi amada a mi hogar y le mostré la casa, para que viera dónde estaba cada cosa y no tuviera que molestarme cada vez que le hiciera falta algo. Ella no mostró mucho interés. Yo diría que se mostraba distante (seguramente, ésta es una de las tácticas femeninas más usadas para volvernos locos).
Como yo era nuevo en el juego del amor pronto caí en las redes de la astuta masa plástica y, a las dos semanas, ya me había rendido ante sus encantos y dotes de seducción, pese a que ella no tenía mucho palique.
Con el tiempo la relación fue a más, hasta que un día me decidí y le propuse mantener relaciones sexuales, ante lo cual ella no dijo nada. «Quien calla… otorga», pensé antes de hacerla mía. Esa misma noche practicamos como locos el sexo oral, que es la única forma de hacer el amor sin decir tonterías.
Hacíamos una pareja estupenda —teníais que habernos visto—. Pero, de repente, mi felicidad estuvo a punto de extinguirse pues un día, al volver de trabajar, me anunció que estaba embarazada. Yo me quedé absolutamente alucinado —imaginaos—, pues pensaba que tomaba la píldora regularmente.
La situación era desesperada y tuve que pedirle consejo a un crupier para que tomase cartas en el asunto. Él me aconsejó que me casara para acallar los rumores de los vecinos.
Yo no le hice caso, pues el matrimonio exige un compromiso por ambas partes y mi muñequita no estaba dispuesta a cargar conmigo toda su vida. No obstante, seguimos viviendo juntos y haciendo vida marital (los días que no había fútbol en la tele, por supuesto).
Al cabo de nueve meses nació nuestro único hijo: un precioso globo de 10 gramos de peso. El nuevo miembro de la familia llenó de dicha nuestro hogar, aunque estaba un poco chalado —yo creo que se debía a los continuos golpes que se daba con el techo en la cabeza pese a no ser muy alto—.
Además, en el plano laboral todo iba viento en popa, ya que cambié mi agotador empleo por el de acomodador de auto-cine.
Pero la desgracia me atrapó de nuevo tres años después. Con motivo del cuarto aniversario de la relación formal de mi muñequita y yo, le regalé una preciosa rosa. Ella la asió y la acercó a su naricilla sin percatarse de que una espina asesina le acababa de traspasar su piel plástica. A pesar de mi esfuerzo por taponar la hemorragia aérea, ella perdió la vida con la misma dignidad con la que había vivido.
El dolor por tal pérdida me llegó a lo más hondo de mi ser. Yo ya no sabía si cortarme las venas o dejármelas largas. No obstante hice de tripas corazón y al día siguiente, después del velatorio, la enterré en el jardín junto a mi flotador del pato Donald (otra gran pérdida, sobre todo, por su dimensión humana).
Viendo la fugacidad de nuestra existencia, acudí al notario para hacer testamento y legarle a mi hijo todos mis bienes, o sea: tres botes de cerveza y mi walkman. El hombre, que debía tener un mal día, me llamó «chalado» y me echó a patadas de su despacho.
Pero la desgracia siguió cebándose conmigo. La gota que hundió al Titanic llegó cuatro años más tarde. Mi hijo y sus amigos, unos críos con pinta más que sospechosa, salieron a jugar al parque.
Mi hijito —como debéis suponer— era el líder del grupo hasta esa tarde en que su curiosidad adolescente le hizo oír la llamada de la droga y, haciendo caso al dicho de «pasa de la coca; somos muchos y hay poca» se decantó por la heroína. Jamás podré olvidar ese treinta de febrero en que mi hijo estalló al meterse un chute (el primero y último de su vida).
Lo primero que pasó por mi mente al enterarme de su fallecimiento fue la idea del suicidio, pero… ¿me devolvería a mi hijo el matar a un suizo? Sin duda alguna, no.
Reflexioné sobre todo esto y acabé refugiándome en el ajedrez hasta que un día, ejecutando un arriesgado «enroque», me disloqué el hombro y me partí la nariz. Mi médico me aconsejó que dejara la práctica de este estresante y arriesgado deporte y así lo hice.
Y bueno, el resto de mi vida no tiene el menor interés. Hoy estoy en tratamiento psiquiátrico sin saber aún el porqué. No obstante, ello no me priva de aprovechar el tiempo al máximo para disfrutar de la vida viendo mis programas favoritos (como Confesiones e Impacto) con los que me río un montón. Además, con la terapia que me han impuesto en pocos meses alcanzaré el nivel intelectual de Bush y, si me aplico, incluso el de Copito de Nieve.
Ahora me despido, pues tengo delante una pelota playera de Nivea que me está guiñando el ojo. Seguro que quiere algo (¡si sabré yo de esto!).