Capítulo 05


Un día musical de mi musical vida.

Pocos días han habido en mí vida como éste al que me refiero. Recuerdo borrosamente que me levanté sobre las doce del mediodía pasadas tres minutos y trece segundos. Aún paseaba por las dominios de Morfeo cuando me metí en la bañera sin advertir la presencia de mi patito de goma. Volví a comprobar, por última vez en mi vida, la dureza del suelo cerámica.

Duchado, con un hematoma de dos centímetros y la cabeza dándome más vueltas que un hijo de puta buscando a su padre. Lo tenía todo para triunfar. ¡Sí señor!

Decidí contactar con el mundo exterior para ver cómo se las había apañado sin mí. Me arrastré hasta la caja tanta y le machaqué donde más le dolía, en el «on». Mis dedos húmedos hicieron de puente para los doscientas veinte voltios que, deseosos de libertad, deambularan por mi cuerpo durante unas interminables instantes. Afortunadamente no me quedó ninguna secuela de este accidente quitando, claro está, el hecho de que se me pegaran al cuerpo los cubiertos y demás objetos metálicos cuando entré en la cocina.

Una vez ordenado todo me embutí en mi camiseta de «Todo por la Patria —si es poco» y me enfundé mis vaqueros. Estaba absorbido por la complicada tarea de ponerme el cinturón cuando sonó el teléfono. Lo trinqué y lo acerqué a mi oído.

—Tío, soy Moi. Esta tarde es el concierto a beneficio de la Asociación de los Amigos de la Hoja del Pino. Actuarán «Simpathy for distorsion», «Las Gomas, «Primera vez» y nosotros, «Fase Terminal». Te recogeré a las seis y media…

—¡De que te cagas! Ya tenía ganas de ir a otro concierto —reconocí mientras recordaba que al último concierto que había asistido debió ser el del debut de Massiel, perdido en la noche de los tiempos.

Subí al cuarta y me puse a empollar un tema de Política Económica, «Agentes Sociales: diversas tipologías y formas de distinguirlos de un caracol okupa». Realmente las explicaciones del profesor Samuelson me parecieron tan interesantes como una carta de ajuste, pero el hambre empezó a manifestarse a gritos por mi estómago. Tenía que acabar con el concierto estomacal, por lo que pillé pelas y me abrí al bar Atillo.

Una vez dentro del garito me pedí un somero piscolabis. Empecé con un plato de paella, otro de ensaladilla rusa, doble ración de bravas y un bocata de chuletas de cordero con ajoaceite y olivas para ir haciendo boca hasta que llegará la comida, o sea, un plato de fideos, con pistachos y no muy grande pues no quería engordar.

Cuando acabé de comer pedí un café del tiempo —me trajeron un Nescafé del 85—, y pedí la cuenta. El dueño del local me la trajo y yo, entre risas y buenos rollos, le pregunté si había mucha que fregar. Él se rió hasta que comprobamos que me faltaban mil cien pesetas.

Noventa minutos y tres botellas de Fairy más tarde, me quité los guantes y el delantal y volví a casa. Encontré un mensaje de mi familia en el fáx. «Volveremos el mes que viene». La sospecha de que huían de mí iba in crescendo.

En fin, no me iba a amargar la tarde por una nimiedad como esa. Así pues, cogí el mando a distancia y busqué algo de diversión en la tele. Durante varias horas estuve viendo un debate sobre el aborto, o eso me pareció, en Canal PLUS. Por fin llamó Moisés al timbre. Pulsé el off. «Algún día me abonaré», pensé mientras veía desvanecerse las rayas del canal privado.

Pillé mi chupa y bajé a la calle. Saludé a mi colega y fuimos hasta donde había aparcado. Al lado del buga estaba Johnny Kotina pegándole patadas a la máquina del tabaco. El artefacto escupió un paquete de Fortuna y mi amigo lo cogió con sumo cuidado.

—»Creo que el vicio te afecta demasiado» —le dije cuando le vi haciéndole carantoñas al «paquete afortunado». A las mentes más calenturientas, les sugiero leerse el párrafo anterior para aclarar posibles malentendidos.

Los tres jinetes del Apocalipsis nos dirigimos adonde se iba a celebrar el mentado evento, el Antroditorium Valencia. Al llegar nos integramos en la cola media hora y después de amochar el talego de rigor entramos. La sala estaba a rebasar de gente y de humo chocolatero.

La basca empezó a silbar debido a la demora en el inicio del espectáculo. El disc-jockey intentó serenar los ánimos del personal con el «Chiquitiítantantan» de Chimo Bayo. Un sector del público manifestó su desagrado lanzando a la cabina un subwoofer de 21 pulgadas. Pasado un cuarto de hora se anunció la actuación de los «Simpathy for distorsion».

El grupo salió a escena. Los cuatro componentes vestían casi igual: vaqueros negros, camisetas de Venom o Napalm Death —según gustos—, botas de cansa alta y largas pelambreras cubriéndoles el rostro. La voz ronca del cantante nos saludó y marcó el inicio de una demoledora, frenética, densa y contundente canción, «Fuck you, bloody whore!» —traducido del italiano: «Lo siento, chica que me pones los cuernos con la sección de cuerda de la Filarmónica de Berlín»—.

Después de los aplausos sonó «Touch my hairy eggs —algo así como «Ven Míchel, que aquí está tu colombiano»— y «Breaking all the fuckin’ laws» —»Pasando la tarde en la cristalería con el tirachinas»—, y otras seis más cuya calidad no alcanzaba a la de las tres primeras.

La actuación del grupo de Death-Metal concluyó, con su tema más salvaje, «Follow me and put it as I saíd you before» cuya traducción me reservo por razones morales.

Y así, mientras nosotros cantábamos lo de «Foyozme», había gente sin pajotera idea de inglés que entonaban un cursi «Foloumí». Esto lo comento porque, de verdad, uno se pone malo cuando comprueba la ignorancia y el poco dominio que tienen de los idiomas internacionales la gente. Imaginaos que hasta unos americanos que estaban.al lado nuestro decían lo de «foloumí»…

Una vez las ocho botas de los «Simpathy» dejaron de pisar el escenario, salieron cuatro tíos y se liaron a montar unos amplificadores y no sé cuantas historias más para los siguientes invitados. La basca se entretenía intentando hacer oes con el humo de los canutos y gritando «este garito la vamos a quemar».

Los técnicos concluyeron su trabajo. Las luces se apagaron. Se oyeron los primeros silbidos, un potente «¡obseso!» y un buen tortazo. En el escenario se intuía la silueta de cuatro individuos de largas cabelleras y brazos curtidos a golpe de mancuerna. El sonido comenzó a subir. De un imperceptible «mi sostenido» se pasó a una contundente versión del «Voodo Chile» del rey (Jímí Hendrix, por supuesto) adaptado al estilo de Pantera.

Siete minutos más tarde todos aplaudíamos como locos. Viendo que nadie le tomaba, en serio y que cinco botellas surcaban el aire buscando su cráneo, abandonó el escenario por la parte del fondo y desapareció junto con los integrantes de «Primera Vez», incluido el lastimado Chencho.

El d.j. pidió calma y anunció al siguiente grupo, «Fase Termínal», que era el de mi colega Moisés Apil. Este nos dio la mano, le deseamos suerte y abandonó el gallinero para subir a la platea. Un individuo le entregó su Gibson y, a continuación, abrieron su actuación con una magnífica interpretación del «Rock & Roll» de los Zeppelin. Las cabezas captaron el ritmo y siguieron con su movimiento cada nota de los instrumentos y alguna que otra camisa femenina «saltona».

La canción llegó a su ocaso en medio de un océano de aplausos. La euforia desbordaba a la gente y más de una perdió el control. Como ejemplo de actitud desquiciada podría citar al individuo que me propinó un codazo cuando yo estaba contando mis aplausos —siempre trato de ser justo—. Me giré y vi al susodicho, o. mejor dichosas dos metros del susodicho, recordé que «la violencia no conduce a nada» y le perdoné la vida. Pero volvamos al escenario.

Moisés agradeció el reconocimiento del emporrado público y bramó «esto es Dame amor». El guitarra le dió el mensaje a sus dedos y empezaron a trasladarse frenéticamente por el mástil. El batería, por su parte, puso a caldo a su nueva PecLricon platos Zildian, haciendo innecesarios los micrófonos que le habían colocado a ésta para una mejor audición. ¡No veas qué mascás le arreaba! Y del bajo, ¿qué decir? Con su «modesto» Rickenbacker marcaba, junto al bataca, una sólida base rítmica a la vez que le pegaba tres calás a un peta, se sonaba la nariz, botaba una pelota de golf y hacía un ocho con un yo-yó de competición —y no exagero, ¡creedme!..

Al pegadizo «dame amor» le siguió una versión de un tema de Guns & Roses, el «Night rain», que como sabéis en valenciana quiere decir «no queda uva».

Después llegaron «Janí’s», «Salta ya», «Mientes» y alguna que otra versión Aerosmith, Metallica y Joselito (the litol ruiseñor, que dirían los portugueses).

Cuando parecía que su «perfomance» estaba llegando al final, el batería se marcó un solo de diez minutos, al que se unió el bajo para concluir el invento en una orilginal cancioncilla que fue seguida, por los fanáticos del Metal, con rápidos y secos movimientos de sus cabezas que se de cuero cabelludo para las caras de los que estábamos más cerca.

Mientras aplaudía recibí otro codazo la espalda. Me giré y vi otra vez al tipo de dos metros. Sin darme cuenta le llamé «maldita girafa gilipollas» a la vez que le lanzaba a la cara la consumación del que estaba a mi lado. El cíclope, carente de sentido del humor sin duda, puso sus manazas en mi pechera y alzome tres palmos. Le confesé que mi religión me impedía pegar a alguien que me sacase más de dos palmos de diferencia en altura. Por desgracia, la suya no le prohibía hacer lo mismo con los que midiesen dos palmos menos.

Me dejó en el suelo y lanzó su puro contra mi cara con el objetivo, digo yo, de grabarme el dibujo de su anillo en el pómulo por si algún día quería comprarme uno igual. Yo pisé tierra, pero no firme, ya que resbalé con una piel de plátano. El puño del pino me pasó rozando el bigote y acabó estrellándose en la espalda de un sujeto que debía medir casi metro veinte, pero de hombro a hombro. El king-kong se dio la vuelta y trincó al rascacielos del cuello mientras varios aviones de papel les sobrevolaban. Parecía una escena sacada de alguna película, aunque no recuerda de cual.

La cosa pasó a mayores y el más bajito se destrozó las manos con el alto. Un tipo de Seguridad llegó y vio la situación. En vista de que los dos que se estaban pegando eran demasiados fuertes para pillarlos él solo, trincó al que estaba a mi lado y le sucó varios golpes de porra hasta que los amigos del inocente se percataron. Estos pillaron al de Seguridad y lo lanzaron por el aire. El público, como si se tratara de un cantante famoso en pleno éxtasis concertístico, lo llevó en volandas hasta un balcón, desde el cual averiguaron que el hombre, sin un avión, poco puede volar aunque agite los brazos.

La gota que hundió el Titanic fue la entrada en juego de los amigos del tipo alto y del cachas. Al poco rato ya se había repartido más que en el sorteo de Navidad y, paradojas de la vida, el tipo de dos metros no parecía feliz pese a haberle tocado el gordo.

Yo, mientras tanto, contemplaba desde el borde del escenario el dantesco panorama. Sin quererla reparé en la cara de uno que sí se ganara la vida de modelo para algún pintor, poco le haría forzar la imaginación para retratarlo al estilo de los cubistas.

Moisés siguió cantando hasta que acabó el tema. La gente dejó de agredirse y avacionaron al grupo. Mi colega día las gracias y anunció otra canción, «Search and destroy» —»busca, compara y si encuentras algo mejor, hazlo polvo», más o menos—.

La basca manifestó su conformidad con la elección del tema de Iggy Pop y se reemprendió el combate. De repente, me acordé de que había ido con dos colegas; uno, Moisés, que estaba en el escenario y otro, Johnny, que no sabía dónde narices estaba.

Fui a la barra y pedí una birra. El camarero me la trajo y me tiró todo el humo de su última calada en los ojos. Le pillé del cuello y, sorpresa, ví al otro jinete del Apocalipsis.

—Pero, Johnny, ¿qué haces ahí dentro?…

—Ná, tía; flípando un poco. ¿No ves que san largao tó el mundo a la pista pa detené la bulla? Toi aquí má solo que la una y cuarta y mes toi papíendo má ciego quel José Feliciano —reveló tambaleándose.

—Colega, eso no está bien. Te pueden trincar y caerte una gorda. Será mejor que salgas. Bueno, antes píllame un par de «Coronitas» con su corteza de limón y ponme, si puedes, un vodka con limón.

—Pues toma tus dos birras y tu voska con limón. Y pá mí ligaré esta botella de J&B, este cartonsillo de Marboro, y un par de vasos —anunciaba a la vez que sus actos eran consecuentes con sus palabras.

Nos fuimos a una mesa a conversar tranquilamente, mientras el resto de la gente seguía emperada en demostrar quién era el más fuerte. Nos sentamos, me tomé el vodka y exprimí el limón. Le metí un trago a la primera «Coronitas» y le pregunté a mi colega, que intentaba encenderse un cigarro con una gamba, si había vista algo igual antes.

—En la vida. Y lo peó es que seguro que tó este follón sa mantao por algún capullo. Yo me venío a la barra a comprá tabaco y cuando me gírao sestaban dando dotias tol público.

—Si es que ya no se puede salir de casa. A la mínima se montan unos jaleos de miedo —afírmé sacudiéndome cualquier mota de culpabilidad que hubiera en mí.

Cuando nos encontrábamos en el punto a partir del cual se empieza a arreglar el país, llegó Moisés, pilló una birra y se sentó.

—Dos meses ensayando a saco y mira para qué. Todos pasando de nosotros. Ya estaba hasta los huevos de cantar para vosotros dos solamente —reconoció con amargura.

—¡Otia!, ¿pero aún estabas cantando? Yo pensaba cabíais terminao hace media hora —manifestó Johnny echando sal en la herida.

Mi amigo cantante recibió estas palabras con dolor, ya que la mitad de su público fiel le había abandonado. Por si todo esto fuera poco, un grupo de los antidisturbios cargó contra la peña. Nosotros salimos tranquilamente del local, cerveza en mano, mientras nuevos contingentes policiales penetraban al recinto. Cuando llegamos al coche nos encontramos con el resto de los componentes de «Fase Terminal». El batería nos informó de que había oído a uno cuando salía que iban a distribuir fotos por toda la ciudad con la cara del maldito gafudo que había iniciado la gresca.

—Pues tiene huevos la cosa. Monta todo el jaleo y luego le han visto tomándose una birra tranquilamente. A ese había que caparlo —sentenció el bajo.

—Caparlo es poco. Yo le metía en un armario y aspiraba el aire por la cerradura con una pajita. Si le veo no sé que soy capaz de hacerle. Pero, en fin; vámonos a casa. Johnny, Juan, subid al buga ya…

Obedecimos a Moisés y nos pusimos en marcha. Cuando llegamos a un semáforo me pidió que no bebiera en el coche pues la tapicería era nueva. Acaté su nueva orden y lancé mi birra al mundo exterior sin reparar en la presencia de un grupo de skins a tres metros del coche y claro, como dos objetos no pueden ocupar a la vez el mismo espacio…

Salimos sin esperar a que se pusiera verde para que no nos pusieran morados. Al final no nos pillaron, ¡menos mal!

Media hora después me despedía de mis colegas y entraba en el hogar paterno. Subía a mi cuarto, me ponía mi pijama, trincaba al osito de peluche, le lavaba los dientes y me acostaba intentando recordar algún hecho emocionante, atípico, extraordinario o anormal que hubiera tenido lugar en este día musical. Fui incapaz de descubrir al menos uno, por lo que llegué a la conclusión de que habían pasado bajo mi cuello otras aburridas veinticuatro horas, casi un día, de mi vida.

Así pues, con el balance de emociones con saldo nulo, me metí en el sobre y me coloqué la almohada cervical en los pies. Acto seguido, apagué la luz al tiempo que le decía a mi osito aquello de BUENAS NOCHES, tío…

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