Un día mágico de mi mágica vida.
Sí, ya sé que ha pasado mucho tiempo desde mi anterior capítulo. Ahora todo ha cambiado: nuevos países, nueva moneda, nueva subida del tabaco y de gasolina… Pero algo permanece constante, pues a riesgo de que me traten de inmaduro, yo soy el mismo que cuando tenía seis años. Bueno, el mismo no.
Mi cuerpo ha experimentado ligeros cambios motivados por el exceso de hormonas masculinas que contengo. Eso se evidencia en mi barba, la cual si no afeitase cada tres meses me cubriría media barbilla. Además, como debéis imaginar las lectoras femeninas más calientes, algo en mí si que ha cambiado (¡y de qué modo!)… Sí, obviamente me refiero a mis pies —con unos callos del tamaño de un melón—.
Ante tanta masculinidad es normal que, tras conseguir un curro de duración superior a los tres cuartos de hora, decidiese emanciparme a la temprana edad de veintiséis primaveras. Y dicho y hecho, me alquilé mi primer picade… perdón, piso de soltero.
Gracias a unos amigos que me ayudaron a transportar y subir los muebles, pues era un cuarto piso sin ascensor, conseguí darle el primer suspiro de vida al inmueble que, Por no sé qué historias de un sacrificio y algún que otro acto de brujería celebrado allí, me había salido bastante barato de alquiler.
A mis colegas les gustó el piso, aunque dejaron de hablarme cuando les invité, en agradecimiento a sus servicios, a un buen vaso de agua y una magdalena, que llevaba en el bolsillo desde la primera comunión.
—Bueno, pandilla de desagradecidos, si no queréis ayudarme a limpiar vosotros os lo perdéis —les a visé antes de que me dejasen tirado por algún motivo egoísta que desconocía.
Cerré la puerta y miré el percal. Ante mí habían paredes llenas de telarañas, cristales ennegrecidos por la suciedad y alguna que otra estantería sin más adornos que unos simpáticos muñequitos con agujas clavadas. Me puse a jugar con uno de ellos y vi como el vecino de enfrente se retorcía de dolor. Son los peligros de una mala alimentación, sin duda.
—¡Ha vuelto!, ¡ha vuelto! —gritaba una vecina mostrándome un crucifijo desde su balcón.
—¡Sí! ¡Soy yo! —contesté con voz de poseso para hacerme el simpático.
Después de tener el gusto de conocer a mis vecinos me fui al cuarto de baño. Llene un cubo, pillé por banda la fregona, me descalcé y fregué la moqueta del comedor. Diez minutos después, cuando me di cuenta de que la moqueta no era tal, sino una capa de mugre de un palmo de espesor, oí algo de barullo en la calle.
Nunca olvidaré ese momento. Mis vecinos, unos cincuenta, golpeaban la puerta de mi patio con un tronco. Casi todos portaban antorchas en las manos. Me emocioné como un chiquillo. ¿Cómo, sin saber que me mudaba por estas fechas, habían podido organizar aquella fiesta sorpresa? Si lo hubiera sabido habría sisado algunas Coca-colas y unas patatillas fritas en el Pryca para celebrarlo.
—¡Amiguitos, apagad vuestras antorchas, que el piso tiene luz! —les grité imitando a la línea del «exorcista».
Nunca una imitación tuvo tanto éxito. «¡Es él! ¡El brujo», decían todos confundiéndome con el popular actor.
Mientras subían mis animados vecinos, un ratón me pasó por al lado. Intenté atraparlo pero escapó por las escaleras hacia el piso de arriba. Salí corriendo detrás gritando «no huyas, rata asquerosa».
—¿Por dónde ha huido?, dínoslo. Es preciso que acabemos con él cuanto antes —me explicó un vecino con cara de cura.
—Yo he visto su cola subiendo por aquí —señalé.
—¿Su cola? ¡Dios mío! Se está convirtiendo ya en el maligno. Démonos prisa —dijo saliendo disparado en pos del roedor.
¿Y mi fiesta qué? Amiguitos, mi fiesta… Yo… —balbuceé al quedarme solo.
Seguí limpiando mientras oía los lamentos de vecino de arriba y los «¡arrepiéntete, demonio divino!» del sacerdote. Sin duda había tenido suerte de ir a parar a un vecindario tan marchoso. Me dieron ganas de invitarles a todos a tomar café escuchando el «Hell Bells» de AC/DC., pero lo primero era lo primero. Casi una hora después, mientras los bomberos sofocaban la hoguera del piso de arriba (rescatando con vida a mi vecino), acabé de limpiar.
—Da gusto verlo. Ni el capullo ése del algodón podría poner un solo pero —me dijo un muñeco parecido a Chucky mientras me abrazaba apasionadamente.
—No te emociones, que me vas a estrangulaaar —contesté mientras me deshacía de él.
De repente, mientras me hurgaba la nariz, vi como en una de las paredes iba apareciendo, poco a poco y escrita con sangre, la frase «Vas a morir».
Aquello era terrible. Yo empecé a preocuparme por lo que significaba aquello. Sí, significaba que nunca podría tener la casa limpia, por más que me dejase hasta la última molécula de sudor en el empeño. Pero al menos, debía intentarlo. Me acerqué a la pared con un a bayeta húmeda y me dispuse a limpiarla un segundo antes de sonar el timbre. Pase de la frase y abrí la puerta. Ante mí apareció una preciosa niña rubia, con largos cabellos, de siete u ocho años de edad.
—A ver, niña, ¿qué quieres? ¿Buscas a mamá?…
—¡¡¡Ya están aquííííííí! —susurró como si cantara.
—¿Quién? —pregunté mirando hacia atrás.
Cuando me volví la niña había desaparecido. Oí un ruido y me asomé al pasillo. Un niño, también de 6 años, salía de mi cocina montado en su triciclo y se dirigía hacia mí a toda velocidad. De milagro lo esquivé y salió disparado hacia la escalera. Por un momento pensé en ayudarle a recoger todos sus dientes, pero me di cuenta de que los niños son así. «Ellos disfrutan con estas emociones», deduje recordando las palabras de Bernabé Tierno durante su visita al Salón Erótico de Barcelona.
Entré en el salón y vi la colección impresionante de libros del antiguo inquilino. Con curiosidad me acerqué para ver cuántos me había leído.
—»Satán Klaus y los niños», «Lobotomías básicas», «Brujos, brujas y banqueros», «Necronomicón», «Usted puede sangrar su vida» de Luisa Hyde, «Secretos de Papá Pitufo», una copia de «La Biblia» firmada por Gutenberg. ¡Oh, éste sí que es antiguo de verdad!, el Interviu con el desnudo de Sara Montiel —le comentó al monje de la guadaña que me miraba desde el otro lado del salón.
—¡Vengo a por ti! —me dijo con voz oscura.
—¡Coño!, ¿no eres el de los Sisters of Mercy, verdad? Bueno, da igual. Vete y ya quedaremos otro día —le dije empujándole hasta la puerta.
Antes de cerrar se presento como la Paca (o algo así) y me dijo que a ella, pues al parecer era mujer, nunca le rechazaban y que yo lamentaría lo que estaba haciendo.
—Bueno, Paca, lo siento pero hoy estoy muy liado. Alegra esa cara que ya quedaremos otro día y lo pasaremos de muerte. Te lo prometo.
Era sorprendente la cantidad de gente que había conocido ese día. Gente sana y de lo más normal (salvo la pobre Paca que parecía anoréxica). De todos modos yo aún esperaba conocer a alguien distinto, fuera de lo corriente. Alguien digno de una película del Almodóvar (¡y que no fuese Victoria Abril!).
Volví al salón y cogí un libro del suelo. «Conjuros maléficos». Sonaba bien. ¿De qué trataría?, me preguntaba abriéndolo con curiosidad. Primera decepción: está lleno de refranes en latín. Esta lengua para mí no representaba obstáculo alguno, ya que tuve un profesor nativo en el colegio. En memoria de aquel profesor, Rómulo Nautae López, empecé a leer la primera página.
—¡Tinieblae et mogollum de lluviam caigae en populis! —recité con solemnidad.
Un segundo después oí un gran trueno y encendí las luces, pues había oscurecido de repente al empezar a llover torrencialmente.
—¡Qué tiempo más loco! A ver éste. «Sole de cojonum aprietatis» —canté con alegría.
Cesó la lluvia y volvió el gran astro con más fuerza que nunca. Las farolas se derretían y los coches ardían en los semáforos.
—¡Qué calor! «Humanum puercorum convertit» —leí medio fundido.
Me asomé a la calle y vi un montón de coches, conducidos por cerdos, estrellándose unos contra otros.
—¡Qué barbaridad! Hoy dan el carnet a cualquiera. A ver éste… «Puercae humanum sunt de nuevum, menus caloris en la via et mentes viciosus maximus tartamudis convertit«…
El calor cesó pero yo ya estaba agobiado, por lo que dejé el libro en la estantería. «¡Vaya decepción de libro! Sin argumento, sin mensaje, sin trascendencia, sin tensión ni clímax…. ¡coño!, parece escrito por mí», pensé admirando la portada.
Mi mente había saciado su apetito de conocimientos, pero mi estómago seguí vació. Pero tenía todo resuelto. Sólo debía bajar a la calle y hacerme con un cerdo para cenar. En un plis ya estaba en la calle, cruzándome con el cura inquisidor.
—Hola, ¿cómo va eso? —pregunté para causar buena impresión fingiendo que me importaba.
—Ho… ho… ho… ho… hoo..laa. ¿Qu… qu… qu.. qu.. qué ta… ta.. taaaall, amigo? —me respondió mientras entraba, con ánimo evangelizador, a un burdel.
Seguí con la búsqueda del manjar suino, pero… ¿y los cerdos?, ¿dónde estaban los malditos cerdos?
Me acerqué a un señor entrado en carnes (usease, gordo), que descansaba al lado de un coche aparcado dentro de una farmacia.
—Perdone, he visto que este coche se ha estrellado aquí y me preguntaba si, por un casual, ha visto usted al pedazo de guarro que conducía este coche…
Lo siguiente que dije antes de que llegase la policía fue «si no lo ha visto diga no y basta. No hace falta que me estrangule».
Cuando volví a mi pisito me dirigí a la nevera, la abrí y descubrí que hacía eco. Por suerte me quedaba una magdalena, que mangué de la sala de maternidad cuando nací, y un bote de ketchup. Con estos exquisitos ingredientes, un poco de agua y una pastilla de avecrem me preparé una sopa deliciosa, que degusté frente a la caja tonta.
—A ver si echan algo decente, para variar —musité esperanzado.
En el primer canal hacían un programa de Jiménez del Oso, sobre fenómenos sobrenaturales, OVNIS y constructores honrados. Varios contertulios contaban sus experiencias ante mi creciente envidia.
—A mí nunca me pasan esas cosas. No he sufrido nunca un postergay de ésos, ni he visto un marciano y, en cuanto al tercer tema… ¿para qué hablar? ¡Mi vida es tan aburrida! —le comenté al reloj de pared que estaba bailando a lo «Zorba» en el pasillo.
Cambié de canal. «¡Vaya par de trillizas!» de Lina Morgan. Apagué la tele aterrorizado, intentando recuperarme del shock. Era una experiencia muy fuerte para alguien tan impresionable como yo. Mi corazón, no acostumbrado a estos esfuerzos, me indicó que lo mejor era irse a dormir y así lo hice. Buenas noches, amigo/a. Saca la basura; lávate los dientes; fúmate el último cigarro; tómate un batido de chocolate e intenta dormir un poco. Tu neurona (a estas alturas del libro sólo te quedará una) te lo agradecerá.