Un día etílico de mi etílica vida.
Recuerdo este nublado viernes como si fuera ayer. Inicié la jornada sin percances y además, conseguí llegar a clase a tiempo pese a haberme confundido de autobús dos veces.
Entré al aula y me agencié un sitio en la penúltima fila. Seguramente estábamos en esa zona la «cream» de la «cream» de Empresariales. Se veían las huellas del sueño en los pálidos rostros de mis compañeros. La gente bostezaba, fumaba, comía, hacía el pino puente y charlaba distendidamente mientras esperaba la llegada del profesar de «Macroeconomía».
Ocho y cuarto, más o menos. El profesor, defensor a ultranza del Monetarismo, entraba con una hucha del Domund. Sus clases tenían la cualidad de hacerte pensar que el tiempo se había detenido. Duraban hora y media, pero parecían infinitas. Para calmo nos vino con la vieja historia de la clase participativa y empezó a preguntar a todos, y a mí el primero, sobre nuestro punto de vista a cerca de si «¿es aconsejable tratar la alergia primaveral con políticas de demanda expansivas o, por el contrario, es más aconsejable la Política de Rentas cuando los agentes económicos miden más de metro sesenta?». Yo contesté «de que no» y quedé como un rey. Incluso, al acabar la clase, algunos me pidieron explicaciones, pues les había asombrado mis profundos conocimientos de un tema tan delicado como importante.
Yo expliqué mi tesis, pero me faltó tiempo para llegar a formular algunas hipótesis universalmente válidas debido a la entrada de la profesora de Fiscales a la caldeada aula. Pasé una fascinante hora y media aprendiendo nuevas formas de evasión de impuestos. También profundizamos en el espinoso tema de qué pantalones vaqueros negros desgravan en el IRPF y cuáles no. Realmente fue una hora y media muy bien aprovechada.
La siguiente clase, Contabilidad de Costes, no fue juzgada por mis colegas como imprescindible y nos marchamos al bar Copirata. En este garito seguimos con nuestra rutina de universitarios. Ya sabes … bocata de tortilla española, bravas con ajo-aceite y varias partidas de dados. Durante el almuerzo no ocurrió nada anormal; gente charlando, un albañil cayéndose del andamio, una redada policial en los servicios, un alto funcionario recogiendo un maletín que había dejado abandonado un tipo con gabardina y sombrero negros; en fin, lo de siempre.
Miré el peluco. Casi las dos, hora de pirarse. Pillé el autobús y el metro. En el vagón apenas viajaríamos trescientas sudorosas personas. Cuando bajé, mis pies buceaban dentro de los zapatos.,
Anduve hasta casa y llegué arrastrándome bajo el influjo del abrasador sol. Subí al cuarto desnudándome por la escalera y cambié mi ropa de estudiante por unas cómodas bermudas de lana. Bajé a la cocina y me preparé unos complicados fideos de sobre. Mientras hervían leí una carta, recién llegada, de mi familia.
«Juan, cuando íbamos a volver resulta que papá ganó en una rifa otra semana y media de vacaciones. Llegaremos, por tanto, unos días más tarde».
Tiré la carta al cubo de la basura y encendí la tele. Siguiendo las instrucciones del «Arguiñano» me preparé un sándwich de jamón y queso y una lata de fabada asturiana y pasé de los fideos pastosos. Empezaba a pensar que la cocina era, realmente, lo mía y, en este sentido, me marqué unos ambiciosos objetivos como, por ejemplo, aprender a freír un huevo antes de fin de año.
Después del papeo dispuse mí cuerpo de forma horizontal sobre el sofá. La tarde, sí es que la hubo, discurrió lentamente ante mis lasos párpados.
Cuando por fin estaba teniendo un suero en el que al final no me convertía en una hamburguesa en el plato de Pavarotti, sonó el inoportuno teléfono. Era la familia. Llamaban desde Santo Domingo.
—Sí, me ha llegado la carta. ¿Cómo dices? ¿Qué os ha vuelta a tocar otro viaje y volveréis en junio? Sí. Sí. ¿No os estaréis gastando los ochenta millones de la primitiva, verdad? Sí. Vale. O sea, en la despensa hay dinero por sí salgo. Bien, pero no creo que salga. Lo más seguro que me quede a estudiar. Vale. Adiós.
Colgué el auricular y medité cinco segundos. Me deben de estar engañando, porque creerse que estando solo no voy a salir es muy fuerte». Cogí el inalámbrico y marqué el número de un colega. Las dificultades entraron en acción. Mi amigo tenía el coche estropeado, a otro no se lo dejaban coger por las notas y el resto de la basca, desde que les tocaron dos bingos en una noche, no salían si no era tirando de taxi.
Por una vez y sin que sirviera de precedente, me supedité a la voluntad de la mayoría. El plan elegido por todos era cenar en la Pizzería Cosa-Nostra y luego, entrar en una disco pasando de descuentos, como la bitiful pipol. El salvaje y despiadado capitalismo volvía a triunfar.
Quedamos a las diez. Aún tenía tiempo para ver la tele, ducharme y escribir alguna que otra palabra de esta maravillosa antibiografía. Pulsé el «on» de la caja tonta y me encontré con un enorme contingente de anuncios y reposiciones. El sentido común, que es el menos común de los sentidos, me hizo apagar el cacharro y meterme de lleno en la elaboración de ésto que leéis.
Hallábame enfrascado en la plasmación al papel de los acontecimientos, cuando me percaté de la posición de las manecillas de mi reloj digital.
«Diez menos cuarto. Otra vez a ducharme deprisa y corriendo», pensé. El agua hirviendo depuró mi piel sudada. Salí de la ducha, resbalé, caí y me golpeé la cabeza contra el suelo. Entonces se me ocurrió el argumento de mi siguiente libra. Lo anoté mientras me vestía y salí de casa como alma que lleva el diablo.
Vestido, duchado y con treinta euros en el bolsillo. La tenía todo para triunfar. «No seas creído, tío bueno», me dije.
En fin. Llegué a la parada de taxis. Mis amigos me miraban mientras golpeaban con un dedo sus relojes. ¿Querían decir algo con eso? ¿Tenía algo que ver con mi media hora de retraso o es que se les había parado a todos el reloj e intentaban ponerlo en marcha de nuevo? Como yo no me consideraba lo suficientemente inteligente para resolver ese oscuro enigma, pasé del tema sin darle importancia y me introduce en uno de los taxis.
Una vez enfundados en los vehículos, partimos hacia Valencia, concretamente hacia la Pizzería Cosa-Nostra, como dictaba el plan.
Llegamos y entramos en el acogedor restaurante italiano. El camarero, con un marcado acento gallego, intentaba en balde pasar por romano, aunque no por falta de entusiasmo. A su favor hay que decir que era un tío simpático, pero estaba más rayado que la libreta de un subnormal.
Este individuo nos acompañó hasta la mesa. Nos sentamos sin armar más que el escándalo necesario para convertirnos en el centro de atención de todos los comensales.
El camarero, boli en mano, nos fue preguntando uno a uno, y saltándose al de siempre, sobre que queríamos engullir. Y todo fue bien hasta que uno pidió una hamburguesa. El camarero cambió su falsa sonrisa de currante por una tez sería y amenazante.
—En lugar de la hamburguesa tráigame un bocata de tellinas con ajo-aceite —pidió mi colega contrariado.
El camarero se mosqueó más aún y le hizo una señal a un tipo que estaba sentado al lado de la entrada. Este iba vestido con chaqueta negra y un sombrero negro con una franja blanca. Me sonaba de haberlo visto en alguna película.
Todos nos quedamos mirando al sospechoso y éste, a su vez, nos miraba sonriendo con malicia. De repente, se metió la mano en la chaqueta. Enseguida pensamos que iba a sacar una pistola. En su lugar sacó un habano y se lo colocó entre sus dientes de oro y porcelana. Sonrió vacilón y movió la cabeza, de lado a ladc3, como sí fuera de guay. Volvió a meter la mano en el interior de su chaqueta y sacó, esta vez sí, una pistola pequeña. Se la colocó frente al pura y apretó el gatillo. A la vez que recorría el local un estruendoso «pum» los sesos del tipo chocaban contra la pared.
—¡Por vacilón! —sentencié.
—Tú lo has dicho. ¿No podía llevar un buen pistolón como todos? Pues no. El tenía que tener dos iguales. Una, mechero y otra pal trabajo y este mes ya las había confundido seis veces. Yo paso ya de este curro. No gano para sustos —explicó el camarero mientras se quitaba el uniforme.
Un hombre, con voz de José Isbert, se acercó a nuestra mesa. Debía venir de una boda pues todos le llamaban «Padrino». Nos contó que el restaurante era suyo y que nos invitaba a cenar la que quisiéramos si no contábamos a nadie lo que habíamos visto. Como nadie nos iba a creer aceptamos y nos pusimos moradas. Cuando salíamos oí a un tipo delgado decirle algo así como «hubiera salido más barato dejar que hablasen con la policía en vez de invitarles. ¡Mamma mía!, ¡qué tragones!».
Después de decidir nuestro siguiente destino, nos pusimos en camino hacia la Plaza Xúquer. Tardamos media hora en llegar, pero por fin, ahí estábamos, en la puerta de Cubalitro rodeados de chatis y de litros de alcohol.
Apalancados entre los coches, le dimos faena extra al hígado. Vodka, tequila, whisky, cerveza, más tequila, sangría, calimocho y, finalmente, más tequila.
Nuestros cuerpos se convirtieron en cocteleras biónicas. Los glóbulos rojos deambulaban todo ciegos por nuestras dilatadas venas. El cerebro se esforzaba por seguir en Xúquer, mientras que el cubalitro, sujetado por un amigo, le invitaba a dar una vuelta por el espacio.
La materia gris, sí es que todavía teníamos algo de ella, nos incitó a hablar sobre el origen de las burbujas de los «capuchinos» y toda esa leyenda negra que hay detrás de este tema. Las opiniones alcanzaran un límite de irracionalidad sólo comparable a los Presupuestos Generales del Estado de Solchaga. Se pasó, en pocos minutos, de un tono bromista al pura surrealismo.
Pero no todos divagábamos en torno a los litros y, así, el más ligón de la pera, Moisés Apil, atacaba a tres representantes del sexo opuesto. Tras soltar algunas frases de las suyas, ya tenía con ellas la suficiente confianza como para presentarles a unos impresentables, al menos bajo el influjo etílico, como nosotros.
Se acercaron. Se inició el ritual de siempre. María, éste es José. José, María. Paco, María. José, Ana. Juan, María. Toni, María, José. Toni, yo, María. El proceso siguió, pero al llegar a este punto, el alcohol ya paseaba a sus anchas por el, cerebro de Moisés.
Los temas de las conversaciones se ampliaron. Ya sabéis, ¿qué estudias?, ¿en qué curso estás?, ¿conoces a una chica con bigote que también está en la Facultad?, ¿y qué me dices de la OTAN? …
La confianza entre las féminas y nosotros se afianzó rápidamente. Las acabábamos de conocer, pero parecía que las conocíamos por lo menos desde hacía dos horas. El buen ambiente que se respiraba obligó a pillar más litros. Cada segundo que pasaba íbamos más tocados.
De repente alguien sugirió ir a la disco. La idea, no podía ser de otro, partió de mi amigo Toni, el cual no había probado ni una gota de alcohol por estar tomando antibióticos, aunque esa sí, le hicimos pagar como a todos.
Nos pusimos en camino. Por comodidad decidimos ir a Woody, pues era la más cercana. El suelo se deslizaba sobre nuestros inseguros pies. Mantener la verticalidad había pasado en unas horas, de ser algo sin importancia a ser una meta en nuestras vidas —siempre hablando a corto plazo, claro.
Uno de mis colegas empezó a susurrar un mocita dame un clavel» que fue in crescendo hasta convertirse en una histérica versión del «clavelitos de mi corazón». Los vecinos, poco conocedores del «canto experimental, manifestaron su desagrado con dos cubos de agua que intercepté con mi entrópica cabeza. A pesar de esto, seguí dándole caña a la sangría y, de vez en cuando, al vodka con limón.
Llegamos a Woody. Cívicamente tiramos los cubalitros vacíos a un contenedor en llamas. Nos pusimos en fila, amochamos el billete de la entrada y penetramos al espacio vital de la disco.
La visita al bar fue obligada. Era necesario hacer sitio a nuevos contingentes de alcohol. Meé con la mía y después me pedí un vodka con limón, que me bebí de un trago.
Bebidos y en el punto justo. Había que pasar a la siguiente fase, el ataque. Miramos el percal. La rubia no estaba mal. La morena no veas. Y la otra. Y la otra. Y la otra. O estaban todas de que te cagas o es que íbamos más ciegos de lo que pensábamos.
El primero en atacar, no podía ser otro, fue Moisés Apil. Se acercó a una llamativa morena y le dejó caer en el oído izquierdo su decálogo del amor. La chati, tal vez mosqueado, le marcó los cinco dedos en la cara. Moisés, no acostumbrado a retirarse del combate con el rabo entre las piernas, le increpó con un «eres una estrecha y una ninfómana», combinación de adjetivos que se me antoja harto difíciles de compatibilizar.
Mi colega se acercó a mi flotante persona.
—¿De qué te ríes, mamón?
—De la ostia —contesté educadamente.
—Yo al menos lo he intentado. No como tú, pringao.
—Tú sabes que si yo quiero me la hago —aseguró mi sistema nervioso influido por el último cubata.
—Va un billete a que no —apostó Moisés.
—Vale. Ahora siéntate y aprende, niñato.
Permanecí mirándola un par de minutos. Estaba fraguando mi plan, elaborando las frases con las que romper el hielo. Me acerqué a ella. «¡Dios!, he olvidado las frases», pensé. Tocaba improvisar, como siempre. Me presente a ella con el viejo y archiconocido truco de «¿tú no tienes una hermana estudiando Filología Francesa en Kentucky?». No sé que tenía esta frase pero nunca fallaba.
Ella, la atractiva morena, debió quedarse prendada con mis ojos, mi pelo, mi sonrisa, mi candado, o… ¿yo qué sé?
Bailé un par de canciones con ella y luego nos sentamos en un amplio y cómodo, según para qué, sillón. Mientras tanto, Moisés Apil tiraba fuego por los ojos. Rechazado y perdiendo una apuesta. La vida estaba siendo dura con él. Pero no se deprimió. Al contrario. Se levantó y empezó a tirarle los trastos a todo ser humano con tacones altos que veía. Y lo salió bien, ya que luego le vimos con una belga.
Yo, por mi parte, estaba hablando con Cati, la morena atractiva. Dejamos a un lado las palabras, pues la vida son dos días, y acercamos nuestros labios. Estaban a punto de fusionarse cuando algo me subió súbitamente por la garganta. Me vino justo para apartar la cara y vaciar en el suelo, lo que mi hígado no había podido filtrar. Me limpié la cara con una servilleta de papel y retorné a la posición original.
—¿Por dónde nos habíamos quedado? —pregunté como el que no quiere la cosa.
La respuesta fue clara y contundente. Un perfecto gancho de derecha me confirmó que la magia que existía entre Cati y yo, estaba desapareciendo cual capa de ozono.
Para colmo, los camareros insistieron en que abandonara la discoteca. En la calle, medio bolinga y con un frío del carajo, esperé a mis colegas más sólo que la una y cuarto.
Cuando salieron pillamos dos taxis y volvimos a Paterna. Le pagué a Moisés y me abrí a mi queli. Al llegar noté que mi cabeza aún estaba bajo los efectos de los litros, así es que me metí en la bañera y abrí el grifo.
Al principio notaba el cuerpo como pesado. Esta sensación desapareció cuando cerré el agua y me desnudé. Volví a entrar en la bañera. Mis pies se posaron sobre el frío suelo cerámico. Mi cabeza también. Por pereza, o tal vez comodidad, me estiré en la bañera y empecé a contar ovejitas. Así pues, BUENAS NOCHES a todos menos a uno (él de siempre).