Buscando oportunidades
Amanecía y una mezcla de tristeza e inquietud invadía mi mente. ¿Qué me deparaba el futuro? ¿Sería tan positivo como indicaba el anuncio del curso? ¿Volvería a conocer la prosperidad de los tiempos pasados? ¿Saldría adelante sólo con mis conocimientos? La inquietud se convirtió en nerviosismo, el nerviosismo en pánico, el pánico en frustración y la frustración de nuevo en tristeza.
Pero yo siempre me había distinguido por caer desde muy alto y levantarme como si nada, cual personaje de Mortadelo y Filemón. Y esta vez no iba a ser menos, contra la inquietud la acción, contra la tristeza la esperanza, contra la adversidad la valentía. Así era yo. Optimista y siempre mirando hacia delante. A fin de cuentas, esto no era peor que recuperarse de un amor perdido, una conjuntivitis mal curada o una hipoteca a interés variable en Brasil.
Con esta renovación moral salí de mi casa y me dirigí a la ciudad deportiva del equipo local, uno de los grandes de Primera División. Llegué con una carpeta con mi flamante nuevo curriculum y me dirigí a uno que parecía el conserje.
—Buenos días, quería hablar con el Jefe de Personal. Vengo para ofrecerle mis servicios como entrenador —me presenté yendo al grano. Así soy yo, de vez en cuando.
—Buenos días. Deberá usted hablar con el Director Deportivo, el señor Marcial. Entre a ese edificio, suba a la segunda planta y diríjase al despacho del fondo. Le recibirá encantado.
—Muchas gracias, buen hombre.
Por supuesto, todos los nombres que aparecen y aparecerán en este libro son ficticios para mantener el anonimato de los personajes y entidades, como en este caso el del Valencia Club de Fútbol.
Me dirigí, con paso firme, a por mi primer contrato importante. Llamé a la puerta del tal Marcial y entré después de obtener su permiso. Aproveché la confianza y me senté en un cómodo sillón de cuero frente a mi primer entrevistador.
—Buenos días, venía para ofrecer mis servicios como entrenador de su equipo. Como verá en el curriculum que le acabo de entregar, tengo un título que demuestra mi valía y mi sapiencia. Mi objetivo es llevar a su equipo a la final de Wimbledon después de ganar el Mundial. Quiero hacer que el público disfrute y grite emocionado cada vez que hagamos golf en la portería contraria. Quiero que recuperemos las tradiciones, que el “lanzamiento al árbitro” sea, de nuevo, como un ritual.
—Pero, ¡usted está loco! Eso iría contra las normas del Cómite Anti-violencia.
—¿Cómo una tradición puede violar dichas normas? Es que ya no se respeta ni lo más sagrado… Bueno, prescindiré de las tradiciones pues, a fin de cuentas, soy un renovador. Yo vengo a devolver a este equipo sus tiempos de gloria. Conmigo el espectáculo está asegurado…
—¿Esto es una cámara oculta? —preguntó mi entrevistador mirando hacia todas partes con una falsa sonrisa dibujada en la cara.
—No, hombre. Estoy hablando totalmente en serio. Soy una de las promesas más firmes que ha dado la Academia de Entrenadores Internacionales. Le puedo asegurar que yo apunto muy alto —respondí con presteza.
—Perdone, no es culpa suya. Creo que el problema más grave que tiene este club es el de la seguridad. No se inquiete, pero tengo que hacer una llamada…
—Nada, hombre, hágala. Usted como si estuviera en su despacho…
Minutos después, imagino que por un error administrativo, fui escoltado por dos gorilas hasta la puerta de la ciudad deportiva.
Las cosas se habían torcido. Encontrar trabajo, pese a la brillantez de mi currículo, parecía que iba a ser más difícil de lo que pensaba. Yo me había acostumbrado a tenerlo todo con sólo pedirlo, pero como cantó Dylan, “los tiempos están cambiando”. Por suerte contaba con una capacidad de adaptación a las circunstancias comparable a la de un camaleón.
Me hice a la idea de buscar otros equipos, de más o menos prestigio que el de mi ciudad. Y así, los días siguientes viajé a varias ciudades y visité cinco clubs de Primera División. En todos ellos el resultado fue parecido, aunque la experiencia más amarga fue con un director deportivo argentino que, antes de enviarme a los seguratas, me dio su visión sobre el fútbol actual (cuatro horas de visionado). Esta vez fui yo quien pidió a los gorilas que me sacaran de allí.
Decidí volver a mi ciudad y empezar por la base. Quizás encontrar un puesto en Primera era un objetivo demasiado optimista, habida cuenta de mi falta de experiencia en el mundo deportivo.
Empecé a visitar equipos de pueblos cercanos, pero tuve menos éxito que en mis primeros intentos. Tenía que bajar otro escalón. Estaba a punto de tocar fondo. Visité varios colegios y obtuve varias promesas de contratarme cuando el hombre llegase a Plutón. «Bueno, estamos casi en Marte, ¿qué puede faltar para Plutón? ¿Unos meses? Podré aguantar hasta entonces». Volvía a recuperar mi optimismo.
Decidí ir a celebrarlo con los amigos, por lo que les llamé al móvil. Todos me contestaron que nunca habían sido mis amigos. Alguien les pagaba para que me aguantasen. En verdad, eran actores y me habían usado para conseguir fondos para representar en el teatro «Ben Hur». Ahora, que nadie podía pagarles, mi amistad y sus contratos habían sido finiquitados.
Otra vez estaba de suerte. Al descubrir el pastel me había ahorrado invitar a veinte personas para celebrar el cumplimiento de mis expectativas.
Cogí el autobús y me abrí al Restaurante D’Or para darme un homenaje gastronómico. Subí, me senté y me dispuse a disfrutar del viaje. Cuando llevaba quince minutos deleitándome con las excelencias del transporte público, con esos portentosos frenazos y esos emocionantes arrancadas bruscas e inesperadas, el chófer anunció que teníamos que bajar todos y esperar un nuevo vehículo debido a un pinchazo.
Bajamos los valientes usuarios del autobús y esperamos en la parada. Cuando estaba a punto de ser vencido por el aburrimiento me fijé en un cartel que flameaba al viento frente a mí.
«SE NECESITA ENTRENADOR DE JURGOL, CON ESPIRIENZA Y BALENTIA. HASTENERSE JENTE DE POKA PREPARACION O HINCULTA.»
Sonaba bien. Por fin parecía que había dado con un equipo que sabía lo que quería. Cierto es que aquello no parecía el barrio residencial en que me había criado, pero la gente parecía muy simpática y solidaria ya que, en un momento nos rodearon dispuestos a prestarnos ayuda. Mis compañeros de viaje se dieron cuenta de mi inteligencia y mis dotes relacionales y me eligieron portavoz. Yo me emocioné al verlos esconderse detrás de mí. Sin duda, distinguían a un líder en cuanto lo veían y yo era ese líder.
—Bueno tardes, señores nativos de baja ralea. Hemos sufrido un percance y les agradecemos que hayan acudido en seguida a ofrecernos su ayuda gratuita.
—Pero, ¿qué dice el payo éste? —preguntó el que parecía jefe del grupo sorprendido por mis exquisitos modales—. ¿Te crees que soy imbécil o qué?
—Por favor, no me obligue a responder o será el final de la que podía haber sido una bonita amistad.
—¿Sabe lo qué es esto? —preguntó a modo de concurso.
—No me dé ninguna pista. Esta me la sé. Es una recortada como la que usaban en la película de «Pulp Fiction». ¿A que sí? —contesté satisfecho de mis conocimientos cinematográficos.
—Muy bien, premio para el caballero. Ya pueden vaciarse los bolsillos y darnos todo lo que llevan antes de que me ponga nervioso y empiece a repartir plomo.
—¡Qué generoso es usted, amigo delincuente! Sin embargo, lamento comunicarle que si le doy todo el dinero que llevo, que no es poco, no podré irme a comer a un restaurante de lujo para celebrar mi éxito laboral. De todas formas, le agradezco sus buenas intenciones, pero guarde el plomo para las tuberías, que nunca se sabe…
—Este payo se quiere quedar contigo —indicó un yonqui tembloroso.
—No, ni mucho menos —le corregí—. Yo estoy bien solo, no necesito más compañía. Pero gracias de nuevo.
—¡A este tío me lo cargo! —aseguró el jefe—. ¿Quién se cree que es?
—Soy la respuesta a sus plegarías. Soy el nuevo entrenador. El que buscan con ese cartel —respondí enseñando el papel.
—¡Joder! ¡Haber empezado por ahí! Bienvenido al barrio, amigo —dijo pomposamente el jefe—. Es un orgullo tenerle aquí. Y, además, ha venido con todo su equipo. ¡Qué profesional!
—¿Mi equipo? ¿Quiénes? —me giré y vi al resto de los pasajeros—. Ellos no son mi equipo. Yo me apaño sólo. Por lo tanto, pueden desplumarles.
Mientras el jefe me acompañaba a visitar las dependencias deportivas sus compinches aligeraban la carga del autobús. Realmente había tenido una suerte increíble. La gente en este barrio era de lo más servicial y mostraba fe ciega en mí. Para que esto no se quedara sólo en palabras prometieron no dispararme hasta el sexto partido de liga. Era margen suficiente para demostrar mi valía.
Después de ver el campo de fútbol y comprobar personalmente que no tenía una red en medio para dividirlo en dos (como yo creía hasta entonces) fuimos a ver al presidente del club.
Por desgracia, el presi y su junta habían tenido que ir a hacer un “negociar la concesión de un préstamo a fondo perdido” a un banco de la ciudad. Cuando volvió, escoltado a distancia por catorce coches de la policía, tenía demasiada prisa para quitarse el pasamontañas e informarme de las condiciones de mi contrato. Por este motivo quedamos en vernos más tarde, cuando acabara el tiroteo.
Mientras los directivos y los agentes intercambiaban algo más que opiniones, yo me atrincheré en un bareto para resguardarme del calor. Pasé casi dos horas privando unas cañitas e inflándome a aceitunas.
Por fin los disparos cesaron, las sirenas se apagaron y el silencio tomó la calle. Pagué y salí hacia el estadio.
Cuando puse el primer pie en la acera me quedé congelado por la sorpresa: medio barrio espera impaciente mi salida del bar. La cerveza, por la emoción, me empezó a subir, pero de no ser por las “eses” que describía mi trayectoria al dirigirme hacia ellos nadie se hubiera dado cuenta.
La visión etílica de mi hinchada me hizo sobrevalorar su número, por lo menos, al doble de los que habían. Muchos portaban además pancartas con mensajes tan entrañables como: “Buena suerte o buena muerte”, “Perder la liga = Perder la vida”, “Vive y gana, pierde y sangra”. Se notaba la pasión en cada letra. Me preguntaba por qué no tenían entrenador. No todos los barrios viven tan entregados a su equipo.
Atravesé el panal de gente y llegué a la puerta del campo. Saludé el Presidente y a varios miembros de la Junta Directiva y observé que dos directivos llevaban el pasamontañas puesto aún. La timidez puede llegar a ser un grave problema si no se trata a tiempo.
—Buenas tardes, amigo. Quiero darle la bienvenida a este club. Estamos orgullosos de contar con usted y confiamos en que dure vivo, perdón, en que su trayectoria sea más larga que la de su antecesor —reconoció el Presidente.
—Me gustaría hablar con él, para conocer cosas del equipo…
—Es una pena, pero no va a ser posible. Murió hace meses de cataratas…
—¿Le operaron?
—No, le empujamos. De todos modos mi junta y yo estamos aquí para ayudarle en lo que necesite. Ya sabe, información sobre nuestros jugadores, sobre otros equipos, un arma y munición, videos de otros partidos, lo que sea…
—Para mí es muy importante contar con su respaldo, sobre todo en estos primeros momentos —reconocí satisfecho.
Nos dimos la mano y el público estalló en aplausos segundos antes de empezar a cantar «Americanooooossss, os recibimos con alegrííííaaaaa»… La escena me recordaba mucho a una película, pero no podía recordar cuál. Hoy ya sé que era «Alien, el regreso».
La gente se dispersó y los directivos y yo entramos al campo. El terreno de juego parecía estar en perfectas condiciones y ofrecía una gran riqueza vegetal: cardos, romero, tomillo, marihuana, agujas y jeringas, un coche sin ruedas, un par de cepos y, en una esquina, incluso algo de césped.
—Esto habrá que despejarlo un poco —dictaminé.
—Eso está hecho. Mañana empezaremos. Además, tenemos previsto pintar el suelo de verde, porque quedan dos semanas para el inicio de la liga y no dará tiempo de que el césped crezca —explicó el delegado de mantenimiento.
—La idea es brillante. Así, cuando nos televisen un partido dará el pego. Parecerá este estadio uno de esos grandes, como el Central Park… —añadí subiéndome a mi arco iris.
—De momento, la televisión no es problema. Las únicas imágenes que nos sacaron fue cuando dinamitamos el autobús del equipo…
—Bueno, tampoco hace falta explicar tanto, señor López. ¿Por qué no empieza a limpiar ya el terreno de juego? ¿Podría quitar los cuerpos del área y proceder como siempre? —sugirió el Presi con un tono suave pero autoritario.
El empleado se fue a hacer su trabajo y, mientras tanto, los demás entramos a la oficina. Me sorprendió un poco ver a un tío amordazado y cubierto de cuerdas en el suelo. Según me explicaron era un bisnieto del famoso Houdini, que había venido a este barrio a entrenarse lejos de las cámaras y las inquietudes de la fama. Me aseguraron que, pese al enorme parecido, no se trataba del individuo secuestrado que ocupaba todas las portadas de los periódicos en aquellas fechas.
—Hasta luego, yo siempre admiré a su bisabuelo —le reconocí cuando le sacaban de la oficina—. Bueno, señor Presidente…
—No, por favor, no me llame señor Presidente. Hay confianza, hombre. Llámeme Excelentísimo Presidente…
—Quería presentarle mi expediente y una fotocopia compulsada de mi título, para que vea que todo lo que pone en mi curriculum es cierto —expliqué antes de entregarle los papeles.
Al finalizar la lectura todos me miraban boquiabiertos. Esperaba sorprenderles pero no tanto.
—¿Está usted de broma, verdad? —preguntó un directivo.
—¿Por qué iba a estarlo? Les aseguro que todo es cierto. Ya sé que no acostumbran a dejarse caer por aquí muchos Entrenadores Internacionales, porque como imaginan, solemos viajar mucho de aquí para allá, cargados de responsabilidades y…
—¡Este tío es un fiambre con patas! ¡No va a durar ni dos partidos! —reconoció el del pasamontañas.
—No nos pongamos nerviosos —pidió su Excelencia Presidencial—. Usted se ha ¿licenciado? en la Academia de un viejo amigo nuestro. Nosotros le hemos contratado y hemos apostado por usted, ¿me sigue? Hemos, como decía, apostado por usted una suma muy importante con gente a la que no conviene defraudar…
—Les agradezco su confianza, de verdad. Intentaré no fallarles…
—Bueno, ahora dígame todo lo que aprendió en la Academia y todo lo que ya sabía sobre fútbol…
—Verá, el fútbol es un deporte que se juega con el pie y los jugadores deber ser alineados como una ensalada para que saluden al oír su nombre y ganen el Wimbledom después de atarse la última bota. Además, aunque esto ya no lo aprendí en la Academia sino investigando por mi cuenta, conviene que la raqueta no pese demasiado para poder hacer golf desde lejos, ya que entonces vale tres puntos cada chicharro. ¿Cómo se les ha quedado el cuerpo? —inquirí repleto de orgullo.
—¡HIJO DE PUTA! —gritó un tío intentando estrangularme.
—Suéltelo, Chony —ordenó el señor de las bestias—. Escuche. Quiero que aprenda estos días todo lo que pueda de fútbol. Cómprese diarios deportivos, vea los resúmenes de la liga, alquílese partidos de la Liga de Campeones, no sé. Haga lo que sea, pero recuerde que al final de la liga nuestro equipo tiene que haber ascendido. ¿Me sigue?
—Claro. No se preocupen por mí. Ahora díganme dónde están mis peloteros. Tengo ganas de conocerlos y empezar a entrenar.
—Bueno, usted estudie dos semanas y cuando empiece la liga los conocerá. Diremos que tenía usted una enfermedad rara que no le ha permitido incorporarse hasta ese momento. Así podremos usar la excusa de no haber podido realizar la pretemporada con el equipo como justificante para los primeros partidos…
—Excelencia Presidencial, está usted en todo —reconoció uno de los presentes con un tono servil, a la vez que falso, que mosquearía a cualquiera.
Volví a casa satisfecho. La Junta Directiva me apoyaba como me merecía. Estaba naciendo una estrella (tal vez dos). La revolución que el deporte rey necesitaba.