Donde se cuentan las aventuras y desventuras de Chusti Ziero
Hablar de la vida de un personaje tan polémico como Chusti Ziero no es tarea fácil, sino más bien todo lo contrario. Pero dejando a un lado los laterales y centrándonos en el punto medio de nuestra historia, voy a situar el comienzo de la vida de Chusti en los felices (para las personas dichosas entonces) años sesenta.
Chusti tuvo una infancia realmente dura. Ser el menor de catorce hermanos debía ser difícil, pero, por suerte para él, era hijo único.
Su familia era la típica familia española. Su padre, un famoso químico venido a menos, y que por aquél entonces se dedicaba a vender apartamentos con vistas al mar de Segovia a los guiris despistados, y su puta madre —no lo digo por ofender, sino por dar una visión rápida de su profesión— se esforzaban por salir adelante con el poco dinero que podían ganar en una España hambrienta.
La madre de Chusti, adicta a la heroína y otras sustancias que preparaba su marido, me confesó un día que su marido, Pierre Papen den Ziero, posiblemente no era el auténtico padre de Chusti, pero podría serlo ya que siempre la había protegido —es una forma fina de decir que era su chulo—. Pero sigamos con la vida del cabecilla punk.
El primer punto de referencia sobre Chusti estaba en una sucursal de la Banca Rota, en la cual una mujer embarazada (la madre) y un tetrapléjico (el abuelo) intentaban perpetrar un atraco. La casualidad y los gritos de una mujer histérica, a la cual se le ha metido un hámster entre los senos, quisieron que un policía municipal pasara por allí y viera la situación, ante lo cual decidió rodear la manzana él solo corriendo como un poseso. La atracadora y su cómplice se dieron cuenta de las escasa posibilidades de éxito de su delito y optaron por tomar varios rehenes para empezar. De postre tomaron helado con nueces y café del tiempo (Saimaza del ‘78).
Durante cinco horas permanecieron en la sucursal, hasta que un niño de pecho armado con un bocata de tellinas con alioli les detuvo. Inmediatamente la mujer fue trasladada a una prisión de mujeres, mientras que el hombre fue ingresado en un invernadero.
Era una tarde lluviosa, desapacible y oscura. Las tinieblas cubrían todo hasta que la mujer dio a luz en esa tenebrosa celda, después de catorce horas de parto.
A las 23:58 nació un precioso niño sin dientes. El bambino, como dirían los ingleses, recibió el nombre de Justino. Chusti pues, nació en la cárcel. Por desgracia, su madre no pudo soportar la pérdida de sangre del parto y murió dos minutos después de que él irrumpiera en este mundo con su llanto de protesta contra el sistema. El equipo médico hizo cuanto pudo por salvarla pero sin éxito. No obstante, su esfuerzo no fue en balde, ya que lograron un tercer puesto en la liga de fútbol sala Inter-Prisiones.
Chusti se crió en el ambiente carcelario. Pronto desarrolló un raro interés por los temas humanistas y, así, a los catorce años empezó a impartir conferencias por todas las cárceles a las cuales le trasladaban. Precisamente aún recuerdo su primera intervención ante una audiencia. Fue en el patio de Alcalá-Meco. El tema elegido era ciertamente espinoso («La progresiva sustitución del clic por la grapa de acero según la visión kafkiana»). El alcaide intentó inútilmente que cambiará el tema, pero Chusti estaba decidido a abordarlo.
Las consecuencias de la intervención de Chusti fueron:
*un motín en varias prisiones
*varias huelgas de hambre
*una caída en picado de la Bolsa y un fuerte descenso de la natalidad.
Dos meses después las aguas volvieron a su cauce y Chus volvió a intervenir en un ciclo de conferencias en la Modelo. El tema que eligió era más turbio y trascendental que le primero. Se trataba de «¿Es la oliva del Martini una representación idílica del capitalismo opresor?». Sus palabras levantaron ampollas dentro y fuera de la institución penitenciaria. Las crónicas hablan de un intentó de guerra civil abortado al estar el general Franco jugando al mús.
Poco después, con los diecisiete años recién cumplidos, Chusti salió de la cárcel gracias a su abogado. El túnel que cavó el letrado por debajo de la valla electrificada sigue siendo considerado como un clásico en el mundo de las fugas. Pero, en fin. Chusti ya era un hombre libre con una cabeza a la que habían puesto precio. Pronto la tuvo que vender para vivir.
Con las dos mil pesetas que le dieron por el busto de Napoleón que había sustraído del Taller de Manualidades del talego, alquiló un piso, comió unos meses y amuebló la salita y el cuarto trastero. Y así vivió un tiempo más, ganando un poco de dinero interviniendo en varias conferencias clandestinas. Pero un día todo iba a cambiar.
Chusti fue el invitado de honor en la inauguración del sex-shop clandestino «Pili la Gorda». Él debía pronunciar unas palabras versando sobre el tema de «La influencia de la literatura erótica en el cambio climático». Su discurso duró tres cuartos de hora y después de recibir una muda (no olvidemos que era un recinto clandestino) pero sentida ovación, se dedicó a pasear por el local dejándose impresionar por los infinitos artilugios que poblaban las estanterías.
Cupido, genial tirador de arco, le clavó sus dardos amorosos sin que nadie lo esperase. El futuro punk, pues entonces aún no lo era, perdió el sentido ante una fenomenal muñeca hinchable de preciosos cabellos naranjas. Hechizado por tan singular belleza, gastó sus últimas seis pesetas en adquirir la que sería el gran amor de su vida.
Como Chusti era nuevo en el juego del amor, pronto cayó en las redes de la astuta masa plástica. Un mes más tarde, enamorado perdidamente de ella, recibió la noticia de sus labios de que estaba embarazada. Él se quedó flipado, pues pensaba que tomaba la píldora con regularidad. No obstante, como persona cabal que era, decidió casarse y darle a su hijo lo que el no había tenido: un auténtico padre que estuviera a su lado cuando jugase su primer partido de fútbol, participase en la primera representación teatral del colegio o se trabajase su primera farmacia.
El párroco local se ofreció voluntario a punta de pistola a oficiar la boda y, en debajo de un cielo preñado de estrellas, Chusti dijo » sí quiero» y ella no dijo nada, ante lo cual el cura recordó que «quien calla, otorga» y les declaró marido y mujer.
Diez meses después la cigüeña hizo acto de presencia en casa de los Ziero. Pese a las complicaciones iniciales —fue necesario poner un par de parches a la «mujer»— nació un precioso globo de color azul como su padre.
Durante dos años la felicidad reinó en el hogar de Chusti y su prole, pero no todo iba a ser días de vino y rosas. De hecho, fue precisamente una de estas flores la que asesinó la felicidad del estrambótico matrimonio. Madein , pues así llamó el punk a su esposa, intentó sorprender a su marido una fría mañana de octubre llevándole a la cama el desayuno y una rosa. Pero nada salió como ella esperaba. Una espina psicópata —según me contó el propio Chusti— le atravesó la piel de látex de su esposa produciéndole una grave hemorragia eólica—. Ésta no pudo ser contrarrestada con los dos parches que le pusieron, ni tampoco con la transfusión que le hicieron de un flotador a ella.
Chusti sintió esta desaparición en lo más hondo de su ser. La desesperación se adueñó de él y tuvo consecuencias nefastas en su persona: dejó de defraudar a Hacienda, se pintó de verde los pelos de la nariz y buscó trabajo.
Su primera experiencia laboral dentro de la ley fue en un autocine del Saler, cerca de Valencia. Allí estuvo cerca de medio año trabajando como acomodador. Pero no era un puesto adecuado para una persona tan inquieta como él y buscó otro empleo. Lo encontró en la Ford, en Almusafes. Durante otro medio año estuvo destinado en la sección de «trenes de rodaje» hinchando ruedas con un abanico y un embudo. Pero el sueño de Chusti no era hinchar las ruedas de los Fiesta; él ambicionaba secretamente llegar a hinchador oficial de Iberia. No obstante, siguió trabajando con alegría en la factoría valenciana hasta que el destino, juez de nuestros actos, le jugó otra mala pasada.
Era una noche oscura de noviembre. El hijo de Chusti, el cual era muy alocado quizás debido a que iba todo el día golpeándose la cabeza con el techo, se metió en la caseta del tío Hervasio (un traficante de poca monta) para catar la tonelada y media de drogas variadas que se había traído de Colombia ocultas en su boina.
Los amigos del globito le pegaron al hachís y al LSD —el globo no quiso probar el ácido porque si no «se quedaba en las nubes» (con graves problemas para bajar luego a causa del viento). Pero no supo decir no inmediatamente a la coca. Tuvo que ser su amigo Zacarías el que le metiera en vereda diciendo aquello de: Pasa de la coca, somos muchos y hay poca.
Eran las doce y media y estaban todos drogados. Todos no. El globito no había probado nada aún, pero su curiosidad adolescente y esos aires que tenía dentro le hicieron cabalgar sobre el filo de la navaja. En un descuido de su panda y del tío Hervasio, el hijo de Chusti cogió un poco de heroína, hizo el ritual de calentarla y se metió su primer y último chute. Ninguno de los presentes podría olvidar jamás en su vida como estalló su amigo azul.
Chusti recibió la noticia como un golpe de Tyson en la mandíbula. Después de un par de meses se marchó de la ciudad y buscó refugió en su nuevo trabajo: camarero en un club de ajedrez. Poco a poco se fue interesando por este juego al que consideraba «una forma fina de cargarse al Estado» y se inscribió en varios campeonatos. Pero ni siquiera en esto tuvo fortuna. Tras llegar a la final frente a un mocoso ruso llamado Karpov, tuvo que abandonar al dislocarse el hombro realizando un dificultoso enroque.
Esto fue usado en su contra por los miembros de su club que empezaron a humillarle constantemente. Harto de ellos volvió a la ciudad y encontró una ganga inmobiliaria: un apartamento, en el cual se habían cargado a doce ancianos durante una misa negra, estaba tirado de precio. Sin pensarlo dos veces, pues sus escasas neuronas sólo daban para una vez, lo compró con el dinero obtenido por el subcampeonato de ajedrez. El apartamento estaba bien para sus cincuenta metros cuadrados: tres baños, cocina, comedor, salita, biblioteca (llena de libros de brujería, esoterismo, etc.) y cuarto para los invitados.
Chusti, que ya entonces contaba con una gran capacidad de liderazgo, encontró trabajo a las pocas horas de instalarse. Aguantó tres meses como camarero en la Tasca Gao hasta que se cometió con él una gran injusticia laboral. Sus meses de duro trabajo e intenso aprendizaje de la profesión de nada le sirvieron después de cometer un error nimio, algo que le podía haber pasado a cualquiera de nosotros. Cosas peores han pasado en hospitales y se han ocultado sin consecuencias para los responsables. Pero en el caso de Chusti, el dueño de la Tasca Gao fue muy severo y le despidió por malinterpretar la orden de un cliente. Por si fuera poco, unos días después se le acuso de malversación de sesenta y cuatro sobres de azúcar y seis terrones.
A todo esto se le unió la falta de ingresos, el acoso del presidente de su escalera, los anuncios de un eminente corte del suministro de agua, una incipiente calvicie, el invento de la alarma anti-robo para automóviles y no sé cuántos problemas más.
Y pasó lo que tenía que pasar. Un día conoció a un tal Leandro Gata y se hicieron colegas. Otro día conocieron a otros individuos más y formaron una banda dedicada a la protesta en todas sus formas. «Los arterias» se hacían llamar. A los pocos minutos de su creación la banda ya era conocida en media ciudad.
Pronto empezaron a lloverles todo tipo de acusaciones: robos, violaciones, secuestros, homicidios, rotura de votos y, lo que quizás más fama les dio, no sé qué de un tal JFK.
A su creciente fama se unió sus nuevos peinados acordes a las últimas tendencias del Reino Unido. Se peinaron unas colosales crestas sobre sus cabezas, las pintaron de los más variados colores y se colgaron un candado del cuello.
Con su nuevo aspecto siguieron haciendo el vándalo por toda la ciudad, hasta que un día se cargaron, por equivocación a un policía que estaba realizando tareas de vigilancia disfrazado de llave inglesa. Con la bofia pisándoles los talones, se separaron y huyeron cada uno por su lado. Chusti robó un 2 CV y huyó a Argentina, donde se hinchó a bailar tangos y dormir en la pampa. Poco después, siguió huyendo, pero está vez de sí mismo. Al final peregrinó a Irán buscando esa paz que tanto ansiaba encontrar.
Un día, con el urente sol flagelando la Tierra desde lo alto, se despertó con el cañón de un tanque iraquí apoyado en su bigote. En seguida entendió que lo mejor que podía hacer era cambiar de aires, por lo que huyó disfrazado de señal de «Ceda el paso».
Después de un año más de penurias y aventuras extrañas, Chusti regresó a Valencia y se reunió con toda su banda de nuevo. Todo seguía igual excepto que, a diferencia de antes, el nuevo líder ya no era Chus, ni siquiera Leandro Gata, sino un punk de unos cuarenta y pico años.
Poco tardó en ser notada la presencia de «las Arterias» en la ciudad. Les temían hasta la policía, lo cual facilitó la metamorfosis de la Plaza Patera (una zona tranquila antaño) hasta llegar a ser el nido de serpientes en que se convirtió con el inexorable paso del tiempo.
Y bien, ¿qué te ha parecido? ¿Crees que Chusti es una víctima del Sistema? ¿Crees que el Sistema es una víctima de Chusti? Si eres mujer, tienes un físico explosivo y un bikini que cabe en la mano de Heidi, llama al (902) 34 45 89 y danos tu opinión al respecto, así como tus medidas y, «por fa» , manda una foto por fax. En cambio, si eres mujer poco agraciada pero simpática, pues bueno, llama y danos tu opinión. Además, en este último caso te puedes ahorrar el mandarnos la foto por fax.
Entre todas las bellas que manden su foto se sorteará una noche de desenfreno conmigo para la que pierda. Como véis, para mi alto grado de divinidad soy más bien modesto (una admirable cualidad).
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