Polémica, discusión, controversia, son palabras que definen a este personaje a la perfección. Maestro de las palabras, escultor de frases trascendentales, arquitecto de razonamientos y pintor de brocha gorda en sus horas libres. Así era él.
Pero remontémonos a su infancia, pues sólo así es posible conocer la consolidación de la personalidad de este genio.
Frank Debaernsch nació en Manises, como muy bien hace suponer su apellido, en 1935. Su padre, experto catador de ácido lisérgico para una industria farmaceútica local, le inculcó su amor por el pensamiento libre tanto a él como a sus hermanos.
Frank era hijo único pero esto es algo que no asimilaba su progenitor, algo influido por su trabajo, que estaba convencido de tener tres hijos enanos más. Por suerte la madre, ama de casa ludópata y adicta a las berenjenas, le aportó esa dosis de serenidad y lucidez de la que posteriormente Frank Debaernsch careció.
A una edad temprana, más o menos recién cumplidos los 48 años, Frank se dio cuenta de que la vida era algo más que pasear un ladrillo enganchado con una cadena por la calle llamándole Toby, como hacía su padre todas las tardes, o jugarse a los chinos las penitencias con el cura al confesarse, como acostumbraba su madre.
Frank salió de casa decidido a ver mundo una mañana de 1983 y cogió el autobús.
A mitad del viaje hacia ninguna parte el vehículo público se estrelló con un árbol. En el revuelo, en medio del cabreo generalizado, Frank se subió a un asiento y grito «¡Mierda!». ¡Qué frase! ¡Qué prodigio de inspiración! ¡Qué enjundia! El público no pudo menos que aplaudir el sucinto, pero soberbio, discurso. ¡Cuánta razón tiene!, comentaron los presentes emocionados.
Este hecho, esta síntesis del sentir popular, este grito de desesperación ahogado, esa «¡Mierda!» que salpicó a todos, le catapultó hacia la fama. Periódicos, televisiones, radios, gacetas, fanzines anarquistas y prensa del corazón le convirtieron en mito.
Tal fue su relevancia que fue invitado de honor al X Congreso del Fondo Monetario Europeo que trataba de evitar la depreciación de las monedas europeas ante la creciente fuerza del dólar. A mitad de discurso del representante alemán, Frank sintió una imperiosa necesidad de fumar. Con preocupación observó que sólo tenía un billete de mil y que la máquina del pasillo únicamente aceptaba monedas. Ni corto ni perezoso se levantó y preguntó: «¿Alguien tiene cambio?». El público le miró sorprendido. Frank se dio cuenta de que en otro bolsillo llevaba monedas suficientes y dijo: «Bueno, déjenlo».
El aplauso fue monumental. Los expertos y los gurús de la Economía Moderna alucinaban con ese impresionante análisis de la situación económica. ¡Qué elegancia en el análisis de temas como la inflación y la mala situación de la Balanza de Pagos! ¡Qué crítica cruel a las
políticas inflacionistas europeas! Había que remontarse a los tiempos de Keynes para enfrentarse a un personaje de tanta clarividencia.
Obviamente, los gobiernos europeos se enojaron con la feroz crítica encerrada en la breve «perfomance» de Sir Frank Debaernsh (título concedido por el gobierno británico a raíz de esta brillante aportación al progreso económico mundial).
A partir de este momento, ya convertido en heroe, se dedicó a impartir conferencias con no más de seis palabras, sobre las que se escribieron ríos y mares de tinta.
En 1995 en el Congreso Mundial sobre Cultura y Lengua fue invitado de honor. Tras el discurso de apertura del promotor de dicho evento, Sylvester Stallone, un periodista alzó su mano y se dirigió a Sir Frank Debaernsch. Vivamos este emocionante momento.
—¿Cómo relacionaría la ignorancia y la indiferencia?
—Ni lo sé ni me importa —dijo enfafado un segundo antes de morir ahogado por el esfuerzo.
Este instante de emoción, tragedia e inteligencia sin límites ha convertido a este pensador, de parcas pero profundas palabras, en un personaje de culto, adorado y seguido por miles de intelectuales; concretamente, yo y un bote de albondigas con el que discuto todos los días las opiniones de la Gaceta de los Negocios.
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