Capítulo 01

El día veinticinco de diciembre no era un día normal, era festivo, lo que no es poco. Una mañana sin tener que trabajar era una oportunidad pintiparada para darle descanso a un cerebro resacoso, a unas neuronas ebrias, a unos pulmones negros como la noche, a unos dedos amarillos por la nicotina, a un aliento putrefacto por la mezcla de alcohol y tabaco, y a una nariz blanca como la nieve.

Era el ocaso del guerrero, de la leyenda de las pistas de baile, del terror de las nenas, de la esponja de Valencia. Mitos y leyendas que parecían perderse entre el recuerdo de miles de noches de viciosa vigilia vividas con alevosía y nocturnidad.

Un vaso de tubo descansaba al borde de la mesita, presidiendo un charco pegajoso de dudoso whisky. A escasos centímetros el cenicero rebosante esparcía los restos de lo que en otro tiempo eran cigarrillos.

La luz inundó la habitación. Los altavoces de la calle vomitaban las notas del clásico de Boney M. antes de llamar a Belén a los pastores. El espíritu navideño que invadía las calles luchaba por colarse por las rendijas de las ventanas de madera hinchadas por la humedad. Fuera la alegría, dentro la agonía.

Pepe se levantó precipitadamente de un salto y con una velocidad digna del mejor velocista jamaicano se dirigió al baño para evitar la catástrofe. Como un rey ante Excalibur, pero sin una pizca de la dignidad de aquel, se arrodilló ante el water y expulsó una amarga catarata de líquidos y alimentos mal digeridos.

–¡Malditos calamares! –sentenció mientras un remolino de agua se tragaba los restos que él no fue capaz.

La ducha y el lavado de dientes obraron milagros. El hedor corporal desapareció, no así el de la habitación. Pepe abrió las ventanas para que el aire de la habitación se renovase, cosa que no sucedía a menudo.

El gélido viento navideño entró y elevó a las alturas el contenido del cenicero. Cual nevada en Chernobyl la nube gris se depositó lentamente sobre la cama. La puerta abierta ayudó a que se formara una fuerte corriente que arrastró ingentes cantidades de pelusas salidas de todas partes. El pasillo parecía OK Corral antes del duelo de Wyatt Earp.

Fue en ese momento cuando Pepe comprendió que había descuidado las tareas domésticas más allá de los límites de la salubridad. Durante gran parte de su vida el orden y la higiene habían estado en los dos primeros lugares de su lista de propósitos para el año nuevo. Por desgracia siempre perdía la lista antes de poder memorizarla.

La Navidad era un buen momento para ligar y compartir cama. Pepe recordó la última vez que una mujer entró en su casa, hacía justo un año. Una maniática de la limpieza, ninfómana perdida, pero eso sí, muy limpia. Durante una semana le absorbió toda su energía, galopando sobre él a la vez que limpiaba con un plumero el cabezal de la cama, le fustigaba con el mango y le gritaba “¡No pares, Mr Proper, no pares!

Por desgracia ella pronto se dio cuenta que el único parecido que tenía con Mr Proper era su incipiente calvicie. En cuanto a su afición por la limpieza ambos representaban el Jing y el Jang, el Alfa y el Omega, el Enrique y Ana.

Días después ella se enamoró perdidamente de un abogado que se dedicaba a lavar dinero sucio, algo que ella pensó que era lo más higiénico y rentable que se podía hacer en la vida.

Pepe tardó meses en recuperarse de aquella pérdida. Aborreció con todas sus fuerzas los productos de limpieza. Lanzaba improperios a la televisión cuando aparecía Mr Proper, Don Limpio o aquel chiflado cuya confianza en la sinceridad de un algodón era total.

Su manía contra tales personajes iba in crescendo hasta el punto de publicar un manifiesto denunciando que Mr Proper y Don Limpio eran, en realidad, la misma persona y que, si el televidente se fijaba detenidamente, podría comprobar que, en el peor de los casos, podría tratarse de los gemelos Matamoros.

Afortunadamente a mediados de año Pepe conoció a una joven hippie con la que compartía su afinidad sobre los escasos beneficios del champú. La relación duró relativamente poco tiempo, aproximadamente dos horas y cuarto, pero fue lo suficientemente larga para que olvidara su rencor hacia la industria química.

El verano llegó y Pepe recuperó su alegría pasada, olvidándose de las obsesiones de los últimos meses. La continua contrariedad, que acompañaba a Pepe desde su nacimiento, le llevó a conseguir un empleo en el mes en que el paro había alcanzado un récord histórico. Un importante puesto como informático en las oficinas centrales de una importante cadena de supermercados le proporcionó los ingresos suficientes para vivir desahogado y contratar una asistenta del hogar por horas.

Como informático Pepe era un espécimen extraño: no llevaba gafas. No obstante, era un genio de la programación. Conocía más lenguajes que una intérprete de la ONU y era capaz de desarrollar cualquier aplicación por compleja que fuera.

En el trabajo de Pepe únicamente había una cosa que odiaba profundamente y le sacaba de quicio: los usuarios. Los usuarios eran esos monstruos incapaces de admirar la belleza de un código perfectamente estructurado. Los usuarios podían colgar el programa más robusto al apretar accidentalmente, entre millones de posibilidades, la única combinación de teclas capaz de provocar un error. Los usuarios y Pepe eran enemigos acérrimos, pero ellos no lo sabían.

Al llegar las Navidades Pepe disfrutó de unos días de vacaciones. Tiempo para salir, recuperar el contacto con los amigos y dejarse poseer de nuevo por el espíritu crápula de su juventud.

Y ahí estaba Pepe, con la mirada perdida asomado a la ventana mientras recordaba su última aventura sexual, justo un año después.

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