Donde se cuenta el final de esta gran obra
Con el primer resplandor del gran astro toda la ciudad se puso en marcha. Los somnolientos ciudadanos volvían a su tranquila y estudiada rutina. En el centro de la ciudad el atasco de las ocho y media hacía historia por su longitud y duración. Yo me encontraba también inmerso en la lenta procesión automovilista con mi Simca descapotable. Dos pensamientos se batían, mientras tanto, en mi cerebro intentando acaparar mi atención. De un lado estaba la idea de qué narices pudo inducir a Newton para estudiar Física. Por su culpa tenía esta asignatura «cargá» haste septiembre. El otro pensamiento, que ganó finalmente, era sobre qué hacer con esa despampanante joven de la moto de delante En fin, me emocioné tanto pensando que al final creo que me distraje un poco, pues acabé atropellando a siete peatones y a la joven motorista. Por cierto, en el juicio he sido absuelto tras alegar que no lo hice a propósito pues el alcohol me había bloqueado los sentidos.
Pero no todo el mundo estaba cautivo en la prisión de los nervios. También había gente que se tomaba las cosas con filosofía y tres cucharadas de azúcar. Uno de estos individuos era Chusti Ziero. Había sido detenido al filo de la media noche bajo la acusación de homicidio, prevaricación y barbecho. Trasladémonos como por arte de magia a la comisaría más famosa de este libro.
—Todo apunta a que el asesino eres tú, Chusti.
—Te he dicho cien veces que yo no fui. Estaba tomando una birra con Lucky Strike Walker.
—Él ha dicho lo mismo que tú, lo cual no prueba nada, pues podéis haber sido los dos.
Mientras en el pasillo sucedía esto, en la oficina del inspector Nillo sonaba el teléfono.
—¿Giga?, ¿Guien es? —preguntó masticando siete polvorones de Jijona y dos chicles sabor pimiento con olivas.
—¿Víctor Nillo?, soy Petra Fikante. Necesito protección. Hoy han venido diez vendedores de libros a mi casa y un par de Senadores que regalaban tebeos del PSOE. Estoy muy asustada. Creo que alguien intenta volverme loca.
—Bueno, eso es asunto de la Brigá Psiquiátrica.
—No, porque todo esto empezó cuando me encontré una cartera y una pistola pertenecientes a un policía. Estaban junta al cadáver de Armando Jaleo —explicó Petra con nerviosismo.
Víctor miró en los bolsillos de su pantalón. «No puede ser», pensó. Palpó su camisa. Registró su cazadora. Abrió el paragüas. Miró con un espejo los empastes de la boca. La palabra «MIERDA» le vinó a la mente y se estableció en ella. Volvió a coger el teléfono.
—¿Petra?, estate tranquila y no cuentes nada de esto a nadie. Confía en mi…
—Yo confiaría en usted pero hay algo que me huele mal…
El inspector se sonrojó.
—Lo siento. Se ma escapao. Es que estas fabás enlatás son terribles.
—Más vale que juege limpio porque me ha dejado una peste en la habitación…
—Bueno, calmate y dime dónde estás.
—Estoy en la calle Chiuaua cruce con San Bernardo.
—Ahí nos vemos en menos que alcanza lorgasmo un mosquito. Te llevaré a un lugá seguro. Si quieres, para relajarte, puedes llamar ar 903 l27 867. Cuentan el popular cuento der caracol que era agente inmobiliario y se lió con una jirafa …
—Vale, tronko, pero corta ya que eres mas pesado que jugar al Trivial con José Luis Moreno y el Hermida.
Petra colgó. El inspector siguió su ejemplo y después se arregló el pelo al tiempo que cogía las llaves del coche, se ponía la chaqueta y sacaba, de un estuche forrado con terciopelo, el Magnum-48 que le regaló su padre en su sexto cumpleaños.
Con la pistola cargada y oculta en una manga, salió de la oficina a paso ligero. Al doblar la esquina tropezó con Pierre Dete. Éste iba casi a cuatro pates.
—Pero tío, ¿es qué no te ves?, ¡¡gilipollas!!
—¡Qué te den morsilla, capullo! —contestó Víctor siguiendo su camino.
Pierre se dio cuenta de que iba esposado al tobillo de Jesús Tomás Dado, de ahí lo forzado de su postura.
—Lo siento, Pierre, se me han vuelto a escurrir las esposas. Ya me ha pasado un montón de veces —reconoció el madero.
—Está bien, pero tén más cuidado.
Pierre se quedó de pie con los ojos cerrados.
—¿En qué piensas? ¿En escapar? —pregunté.
—No, Juan, no. La voz del tipo ese me suena un montón y no sé de qué.
—Claro que te suena. Es el tipo atlético, elegante y bien parecido a sí mismo, que te detuvo hace quince años. Lo que pasa es que ya no parece el mismo. Esa pierna de madera, de roble, eso sí, ese ojo de cristal y ese horrible garfio le hacen parecer más viejo —explicó el sub-inspector Jesús Tomás Dado.
—¿Garfio?, ¿no sera de color rojo-aceituna?
—Sí, en efecto. ¿Por qué lo preguntas?
Pierre miró al cielo e hizo memoria.
—Lucky y yo vimos salir a un tipo del patio de Armando. Luego entró a hacer una llamada telefónica a la Tasca Gao. Nos llamó la atención porque se destrozó el pantalón con el garfio al intentar sacar unas monedas de su bolsillo. Por desgracia no le vimos la cara ya que estaba de espaldas, pero oímos su vez cuando salíamos y dijo algo que jamás se me olvidará… «Póngame con ese número o se lo digo a mi primo el de Zumongol» —explicó el punk.
—Si eso es cierto el inspector es…
—En efecto. El inspector es el asesino. Aunque yo creo que el asesino es otro —dijo el tipo detenido por espionaje algunos capítulos atrás.
En menos que canta un gallo «El Barbero de Sevilla» , el sub-inspector Jesús Tomas Dado, Pierre Dete, el espía, el fiscal, dos agentes y siete reporteros gráficos del «Más Allá» salieron disparados para detener al presunto asesino. Éste les llevaba una ventaja de varios minutos pero aún estaba parado en el semáforo de la esquina. No había transcurrido media hora cuando se percató de que su larga espera se debía a que un par de traviesos y rejuvenecidos jubilados habían clavado el tronco de una palmera en el botón del semáforo de «Paso de peatones o personas, en su defecto». Devorado por el odio a la Tercera Edad dedicó un sonoro «¡Qué os jodan, abuelos de mierda!» a los veteranos bromistas. Después arrancó dejando la firma de sus neumáticos cincuenta metros (anoche en la tele dijeron doscientos veinte más). Mientras tanto en la acera de la comisaría…
—Mire, sub-inspector, por ahí va.
—Gracias, agente Rorista. Vamos a seguirle a cierta distancia y con este coche para que no sospeche.
Subieron los doce al vehículo, el cual era un largo descapotable color rojo hielo y que tenía por techo una enorme salchicha de siete metros de larga, dos de alta y metro y medio de ancha. Era el nuevo coche de la policia para misiones en que hiciera falta ir de incógnito sin despertar sospechas ni llamar la atención.
—Voy a pedir refuerzos par si acaso.
—Estás loco, Jesús. Te oirá por la radio de su coche —advirtió Pierre.
—¡Imposible!, es ésta. Se la gané al póker ayer —dijo cogiendo el transmisor—. Aquí coche «Dinkógnito» llamando a todas las unidades de millar disponibles. Perseguimos a un seiscientos descapotable rojo menta. Lleva un enorme alerón detrás y un gigantesto escudo de Mercedes en la calandra. Converjan hacia nuestra posición. Estamos en la A-9, Km. l05, tramo Avila-Pekín. Después de un molesto chirrido, el altavoz despidió varios mensajes procedentes de los otros coches.
—H97. Vamos detrás de usted junto a H2l6, Bl03, Pl02, K207 y U903.
—Vl0. Vamos para allá junto a Dll, T56, Xl89, R023 y LV50l.
—¡Demonios!, no sabía que hubieran tantos coches de policía —confesó Pierre con asombro.
—Bueno, en realidad hay seis coches aparte de éste. Lo que pasa es que cada uno tiene asignados seis nombres clave. Así, si sólo van dos coches a una misión peligrosa, después de identificarse parece que van doce y te da mucha confianza. Es cuestión de psicología —explicó el agente Abel Cacemos.
—Oh, my God! —¡cojones! en inglés— is algo psicológico ¡¡Very typical!! —dijo Joe Kasco, fotógrafo del «Más Allá».
—¡En efecto! De hecho este truco nos lo enseñó un psicólogo del Real Madrid —explicó el agente Rorista.
—¡Ah!, ¿les dio un cursillo?
—No, ¡qué va! Estaba detenido por hacer comer a los jugadores un plato de setas imaginario.
—¿Y por eso le detuvieron?
—Es que resultó que las setas eran venenosas y él no lo sabía, según dijo. El Prochineskim ese, que se tomó dos platos, estuvo a punto de palmarla. Ya tenía al «buitre» rondándole cuando se lo llevaron al hospital —aclaró el poli.
—¡Dios mío!, ¡hay cada loco suelto! —reconocio un individuo que conducía una Vespa disfrazado de Puerta de Alcalá.
—¡Mire!— ha girado a la derecha. Creo que va a la Plaza Patera. ¿Qué irá a hacer un poli solo allí?
Dos calles más abajo el inspector Nillo aparcó de oído su coche y se dirigió hacia un edificio viejo. No sé si fue porque le cayó cuatro veces al suelo, pero me di cuenta enseguida de que llevaba su pistolón debajo del sombrero.
El sub-inspector Jesús Tomás Dado y los demás estacionaron el coche dentro de una carnicería para evitar ser descubiertos. Después informaron de todo a la Central y siguieron al inspector pegando volteretas para no llamar su atención. El sospechoso entró en el edificio ya mencionado, y subió quince tramos de escalera. Por fin llegó al primer piso donde le recibió Petra.
—¿Inspector? Gracias a Dios, si existe, claro está.
—¿Qué has de decirme? —preguntó con voz fría mientras se despojaba de su chaqueta sudada.
—He descubierto al asesino. Lo sé todo.
—¡¡¡Pues toma!!! ¡¡Por sabionda!! —sentenció.
El policía le descargó con su Magnum-48 el suficiente plomo como para hundir un petrolero en el pecho, cabeza y corazón. Petra, sangrando más que una ballena con la regla, repetía constántemente «¿por qué?, ¿por que?». Víctor le pegó tres balazos más en la cabeza, la cual apenas era perceptible porque estaba envuelta con un líquido rojo que ya me estaba mareando.
Petra cayó de rodillas ante el inspector. Parecía suplicar clemencia. En lugar de obtenerla recibió otro pedazo de plomo. Cada latido de su corazón expulsaba más y más sangre de su cuerpo y de su rebosante cabeza a través de los boquetes abiertos por las balas. Tenía mal aspecto. A mí personalmente. lo que más me impresionó fue cuando le estalló el ojo derecho.
Al final se desplomó sobre el mar rojo mientras repetía por última vez «¿por qué?, ¿por qué?». Víctor Nillo le pegó un escupitajo en la espalda, o al menos eso creo. Después guardó su pistolón y se dirigió a la puerta para marcharse a casa. Pero algo fallaba. Había oído voces y pasos de un montón de gente. Poco a poco levantó la mirada.
—¿Sorprendido, inspector? Lo hemos visto todo.
—¿Y cómo lo probarán, sub-inspestó?
—Tenemos fotos y dibujos abstractos del crimen —dijo Jesús señalando a un pintor que daba los últimos retoques a su cuadro antes de desmontar el caballete.
—Además yo lo he filmado y estoy considerando mandarlo a «Ole tus videos». Es que el viaje a Hollywood tira mucho.
Los hay con suerte. El espía no sólo ganó el viaje días después sino que también se llevó el millón y la azafata.
—O sea, que… ¿estabais ahí desde el prinsipio? —preguntó con asombro Víctor—, ¿y por qué no me parasteis?
—¿Está loco? ¿Sin pruebas? Teníamos que comprobar que en verdad se la iba a cargar —respondió el fiscal del distrito Juan Babuluba Balambambú, más conocido como el «Rockero».
En ese momento, mira por dónde, el ruido de un disparo paralizó la conversación. El inspector sonrió. Una varonil, gruesa y siniestra vez les ordenó tirar las armas a todos. Víctor Nillo se agachó y recogió su Magnum-48. Todos se giraron lentamente para ver al que así hablaba.
—¡Tirad las manos al suelo, levantad los pies y juntad las armas! ¡Y qué no tenga que repetirlo doce mil veces!
—Pero si es Sebas Tardo —intentó murmurar Petra Fikante agonizando.
—¡Tú callate! —contestó el inspector antes de meterle otra ración de plomo en el cuerpo. Después de ésta Petra murió.
—¡Joder, Víctor!, si yo tardase tanto en cargármelos como tu, aún estaría pegándole machetazos a Hassam…
—¡O sea que el asesino del moro eres tú, Sebas!
—Sí, soy yo. Fue fácil. En cambio la muerte de Paul Vete y de mi amigo Armando fueron más complicadas. Pero ahora por fin voy a disfratar del dinero de Aníbal junto a mi amigo el inspector y un par de macizas del TeleCupón.
—¿Dices que tienes el dinero de Aníbal?
—Sí, Pierre. Y no son doce millones y pico como todos creen. Hassam apostó en los caballos con ese dinero e invirtió en varios negocios de drogas en Galicia. Gracias a todo eso ganó más de doscientos ochenta millones —explicó Sebas.
—Sabiendo la fama que tenía; el moro y lo fichado que lo tenía la bofia, ¿cómo es que no te descubrieron?
—De eso me encargaba yo. Cada ves que arguno de mis hombre estaba serca de descubrí argo me encargaba de que lo trasladasen a otra unidax —explicó el inspector sin cortarse un pelo de los pocos que le quedaban.
—¿Quiere eso decir que usted estaba asociado con Hassam, ¿verdad?
—No, señor espía. Él no conosía mis intensiones.
—Entonces…
—Verá, Hassam se fue de copas hase tiempo con Sebas. Estando tó siego empezó a hablar por gestos der dinero y lo que estaba hasiendo con er mismo. Esa misma noche er morito fue arrestao por alquilarle er Acuedusto de Segovia a unos turistas rusos. Yo ví su expediente y conté, hasta que me quedé sin deos, las sentensias que tenía pendientes. El me habló der dinero sin darme nombres, y me dijo que si le sortaba iría a medias conmigo. Yo lo sorté y me intentó engañá. Entonses desidí esperá a que la cuantía del dinero fuera lo sufisientemente grande para í a po él y podé viví er resto de nuestra vidas sin pegar ni gorpe. A los pocos días Sebas Tardo vio a Hassam medio borracho y éste le contó que labían devuerto er dinero unos narcos mas unos pocos millones extras en consepto de benefisios e intereses y que ademá había ganado varios millone má con un palo en el hipódromo —confesó Víctor, que parecía enorgullecerse de cómo había salido todo.
—Entonces os lo cargasteis —sentenció Abel Cacemos.
—Sí. Pero la cosa se puso fea y la alcaldesa, miembro de UNISEF confesa, me presionó para encontrá a lautó daquel crimen rasista. Por eso me puse a pensá en quiénes podía delegá esta responsabilidá para que no descubrieran nada. Al vé a Rupe y Paco en seguida me di cuenta de que tenían menos vista que un topo estreñío. Por eso les encargué a ellos el caso. Y ahí tienen los resultados: han abandonao sin descubrí gran cosa.
—Eso está muy claro, jefe. Pero ¿y Paul Vete?
—Eso que lo cuente mi compinche.
Sebas sin dejar de apuntar con su arma al personal avanzó dos pasos y habló así:
—Paul estaba conmigo cuando Hassam contó que tenía las pelas de nuevo. Cuando murió el moro, intentó averiguar dónde tenía yo el dinero. Como le dije nada decidió llamar por teléfono para acusarme y poder trincar el dinero mientras yo estuviera detenido. Seguramente no contó con que todas las cabinas que funcionan en esta zona de la ciudad están pinchadas por la policía y que el inspector tenía acceso a todas las cintas grabadas.
—Y yo sólo tuve tenderle la trampa —concluyó Víctor Nillo.
—Además, yo era el único que sabía que teléfonos estaban pinchados. Diez años metido en la heroína hacen que huelas los pinchazos… —aclaró con orgullo.
—A ver si lo entiendo —dijo Jesús Tomás Dado— . Matasteis a Hassam por las pelas. A Paul también, pero Armando…
—Armando vino a mi casa para ir a tomar unas birras, pero cuanado me estaba cambiando se me cayeron del bolsillo de la camisa, cincuenta millones que llevaba para comprar el periódico y algo de tabaco. Después me largó el rollo de si iba a ser tan mierda de no pagarle un par de jarritas de cerveza y claro, ante semejante chantaje no tuve más remedio que trincarle del cuello y…
—¿Y lo mataste? —preguntó Jesús muy interesado.
—No, le invité. Pero al día siguiente insistío en que le volviera a invitar. Y me amenazó con contarle a todos que yo estaba forrado Así es que no pude hacer otra cosa que ir a su casa por la tarde y eliminarlo.
—Pero yo no te ví a ti. Yo vi salir a ese maldito madero de casa de Armando —indicó Pierre señalando a Víctor.
—Yo salí antes de que llegarais a la Tasca Gao. Él sólo fue allí después para borrar las huellas y eliminar otras pruebas que yo hubiera podido dejar —aclaró Sebas Tardo.
—Pero si se supone que tú habías muerto… ¿por qué fue Armando a verte? —preguntó el agente Ramiro Ynoveo.
—Lo de la muerte fue un simulacro. Yo estaba dejando la heroína y Armando me vio en un centro de reparto de metadona en la otra punta de la ciudad. Por eso le mentí y le dije que había fingido mi muerte para no pagar al casero. A él le hizo gracia y colaboró sin darse cuenta de que todo había sido planeado a conciencia. Para mayor seguridad tuve largarme a otro piso, pues Rúper y Paco vivían en el piso de al lado y si me veían podían sospechar algo. Me mudé a casa de los padres del inspector Nillo diciendo que era un hijo que él no quería reconocer, que estaba solo en la vida y que si era cinco años mayor que él era fruto de la casualidad y de los milagros de la genética. Al skin le dije que sólo Armando y el autor de esta impresionante novela sabían esto, aunque el pobre pensaba que yo me había ido a otro piso para vivir con unos tíos míos llegados de Mozambique. La historia de siempre —concluyó Sebas Tardo.
Jesús Tomás Dado se agachó y cogió una pistola sin cargador y una billetera que estaban al lado del cuerpo de Petra Fikante.
—Creo que esto le pertenece —dijo abriendo la cartera—. ¡Joaquín Postor! Y es policía, porque aquí hay una placa. ¿Es otro de sus compinches, inspector?
El aludido rió hasta saltarle las lágrimas.
—¡Ja, je, ji, jo, ju! Si se fija un poco en la foto verá que soy yo. Ese carnés tiene falsificao er nombre, la direxión y la fecha de nasimiento. Lo usaba pa colarme en los bailes de la residendia para la tersera edad que hay serca de mi casa. Siempre me gustaron las mujeres con experiensia. Por sierto, esa pistola también é mía, asinque haga er favó de devorvermela.
El sub-inspector estaba flipado.
—Me parece que la perdió cuando fue a eliminar pruebas, ¿no? —inquirió.
—En efesto. Tuve que salí disparao pue venía gente. Ar final resultó ser Petra la que entró y se encontró mi pipa y mi documentasión. ¡Y la mú imbesil me llama pa desirme que uno de mi hombre estaba metío en er ajo!
—Todo se va aclarando cual marea negra, auque aún no sé cómo pudisteis montar la muerte de éste para que saliera en la tele y todo.
—Querido Abel, me sorprendes. Debías de sabé que en esta época hasen anuncios de axidentes de tráfico para la campaña de la Direxión Gererar de Tráfico. Él sólo tuvo que í ar casting con una carta de recomendasión mía.
—Pues parecía de verdad. Tanta sangre…
—¿Sangre? ¡Tomate de Buñol!
—A mi lo que me mosqueó es que el accidente tuviera lugar con un Rolls. Jamás pensé que la Dirección General de Tráfico tuviera tanto dinero.
—Bueno, Jesús, ese cochaso era para mi uso particulá. Me lo entregó el dirextor de la Guardia Civir, un tal Roldán, en agradesimento po haberle anulao un par de multas de aparcamiento y arguna cosilla má sin importansia. Lo que pasa es que cuando estábamo llegando al lugá der rodaje me distraje mirando una abuela en bikini y no sempotramos con una farola. Yo salí der coxe y er director der anuncio, Macías Pajas, aprovexo para empesar a rodá mientras Sebas estaba inconxiente. Pero ahora que ya sabís tó es hora de daros matarile y largarnos. ¿Tienes er dinero, Sebas?
—Sí. Lo he metido en el maletero del oche de su padre, junto a los dos billetes para Hawaii. Y para que vea que he pensado en todo he ido a la gasolinera a pillar gasolina sin plomo para prender fuego a estos tíos y eliminar todas las pruebas.
En efecto. Cinco latas de gasolina estaban dispuestas a su lado. Todo había sido fríamente calculado para huir y vivir sin preocupaciones el resto de sus vidas. En un último esfuerzo por salvar el pellejo Jesús Tomás Dado se dirigió a los malos de esta película.
—No tenéis por qué hacerlo. Os prometo que no nos chivaremos, palabrita del niño Jesús. Ya sabe que cumplimos lo que prometemos. Somos gente sana.
—¡Gente sana! ¡Apunta, Tardo!
Los lectores más despiertos se habrán dado cuenta ya de que este soberbio párrafo sirvió de inspiración para un anuncio de Zumosol.. Pero sigamos con la historia. Tiene la palabra el inspector:
—Cuando llegue a tres… disparamo a discrexión. ¡Tento! ¡¡¡Uno, dó y tré!!!
¡PUMB! ¡PUMB! ¡PUMB! ¡PUMB!¡OINK! ¡OINK! ¡OINK! ¡OINK! ¡OINK!
Las bales entraron por la cavidad torácica y se alojaron en la la espina dorsal por un par de noches. La sangre asomó con timidez al principio, para brotar con verdadero entusiasmo después. A los pocos segundos los cuerpos sin vida se desplomaron sobre el humilde suelo de Porcelanosa. Uno de los fotógrafos del »Más Allá» aún tuvo aliento para decir:
—¡Rúper!, ¡Paco!, ¡God Heavens! —cagüen la leche, en francés— vosotras haber salvado la nuestra vida…
Todos se giraron sorprendidos, menos yo que sabía lo que iba a pasar, y contemplaron fijamente los rostros serenos de los periodistas, los cuales aún sujetaban dos revólveres humeantes.
—Lo siento, no hemos podido llegar antes —se justificó Rúper.
—Creí que estábais en Inglaterra cubriendo lo del divorcio de Carlos y Diana —comentó Jesús Tomás Dado.
—Y así era, pero al llegar allí nuestro jefe nos dijo que ya se acordaba de qué conocía al inspector. Era la misma que la del colaborador del Reino Unido. Enseguida lo entendimos y decidimos volver.
—Además Carlos y Diana no llevan idea de divorciarse ya. Así es que pillamos billetes del vuelo de la tres. Pero cuando ibamos a despegar nos han comunicado que había huelga de controladores aéreos y hasta las siete hemos estado dentro del avión oyendo como se colocan los salvavidas en ciento catorce idiomas. Para colmo, cuando ibamos a intentar despegar por segunda vez y ya casi sabíamos ponernos los salvavidas el avión pinchó y hemos tenido que esperar una hora más a que le pusieran un parche a la rueda y la hinchara el mismísimo Suasanaguer con un embudo y un abanico. Cuando ya estaba todo arreglado hemos estado detenidos un momento porque el tren pasa por medio de la pista de despegue y…
—Lo importante es que llegar a tiempo —reconoció el fotógrafo.
—De milagro. Al llegar hemos pillado una manifestación de pescadores que pedían la reflotación del Titanic. Uno de ellos ha tropezado conmigo y me ha llamado besugo, ante lo cual los demás nos han empezado a perseguir desesperados. Pero por fin hemos llegado a la comisaría y nos han informado que varios coches se habían trasladado a esta zona —explicó Rúper.
—Oye, ¿ése no es Sebas Tardo? Creí que estaba muerto. Este es capaz de haber fingido un accidente de tráfico aprovechando, por ejemplo, la campaña de la Dirección General de Tráfico, para así desaparecer de la escena y poder cargarse a todos los que se interpusieran en su camino y en el del inspector, que podría ser su cómplice encargándose de borrar huellas y eliminar pruebas que pudieran descubrir el pastel de fresa y dándole el caso a cualquier imbécil que fuera incapaz de resolverlo a no ser que se le apareciera la Virgen, sonará la flauta y los cerdos volaran —dedujo Paco rascándose los genitales.
—¡No digas tonterias! —ordenó Rúper.
—Ya os lo explicaré. Es una historia muy larga —dijo Abel Cacemos haciendo el pino.
¡¡Corten!! ¡¡Perfecto, chicos, perfecto!!
Petra se levantó del suelo al ver al director dirigirse hacia ella para felicitarle. Una joven de muy buen ver, y que además estaba buenísima, trajo una bandeja cargada de copas de cava y cubatas.
—¡¡¡El guioniista!!!, ¡¡quiero ver al guionista!!
—Juan, el «dire» te quiere ver ahora mismo —me comunicó un actor secundario.
Yo andaba buscando un trozo de papel higiénico para escribir unos retoques para el final de la historia, pero lo dejé todo y acudí ipso-facto a la llamada.
—¡¡Mirenlo!! ¡¡Mirenlo bien!! Delgado, chupado, despistado, gafudo, con chepa incipiente y un cuerpo que no quiere ni la Facultad de Medicina para hacer prácticas. Nadie pensaría jamás que con ese careto y ese aspecto podría ser útil para algo y, sin embargo, ha escrito un guión de haberlo tenido antes no hubiera estado haciendo el chorra con «La naranja mecánica». Ahora puedo por fin retirarme a gusto sabiendo que he realizado la mejor película de mi carrera: «Tres muertos y cuatro cadáveres» —explicó el «dire» a todo el equipo.
—Tiene usted una forma muy extraña de felicitarme pero me ha llegado al corazón. Gracias, pero mi novela no es para tanto —dije en un arrebato de falsa modestia que te cagas.
Después de una ovación de quince minutos (o tal vez más) por parte de los técnicos y actores, el director se volvió a dirigir a mi.
—El lunes estará toda la película montada y veremos un pase en el estudio. Espero que vengas a ver el resultado final y de paso me traigas un borrador para la segunda parte: «Rúper y Paco, detectives a saco», o algo así.
Después de sus palabras me mezclé con los actores y aproveché para saludar al inspector Nillo, o sea, Marlon Brando y al que hacía de Rúper, Dustin Hoffman (me estuvo persiguiendo un mes por todos lados hasta que acepté darle el papel. Yo prefería al Chuck Norris, ¡ése sí que es un actor como la copa de un pino!).
Llegó el lunes. Yo, por primera vez en mi vida, fui o’clock, pero cuando llegué no me encontré lo que esperaba, o no esperaba lo que encontré. En lugar de los estudios de la Universal había algo parecido a los decorados de una película sobre los efectos de la bomba atómica: escombros, cenizas, bomberos y abuelas.
El director de la película se acercó por mi espalda.
—Lo siento. Tú guión era excelente: tenía fuerza, calidad, emoción, ternura… La música era ideal. El vestuario perfecto. El maquillaje de la señorita Pepis genial. Los actores, a pesar de ser lo más flojo de la película, se habían esforzado al máximo. ¡A ver quién le dice a Marlon, Dustin, Paul Newman, la Sarandon y Sharon, De Niro, Nicolas Cage y el Nicholson que la película ha ardido!
Yo estaba hecho polvo. Sólo pude decir…
—Y no podríamos volver a rodarla.
—¿Estás loco? —contestó— ¿tú sabes lo que cuestan estas superproducciones? Te recuerdo que era la segunda película más cara de la historia.
La rabia devoraba mis intestinos. Le miré, me despedí y le dí mi tarjeta. No, no se la di. Ahora que recuerdo… ¿cómo narices iba a tener tarjeta si no tenía tan siquiera un Mercedes? Lo que le di era una multa por estacionar dentro de un McDonalds.
Mi dolor fue transformándose en odio. Odio a los trabajadores de la Universal por su posible negligencia, odio a los productores por no estar dispuestos a arriesgar unos miles de millones más, odio a Dios por jugármela así, odio al odio…
Miré al cielo con tanta rabia que se me fundieron las gafas y acabaron reducidas a una indescriptible masa plástica. Dos minutos después las vendí por quinientas mil pesetas a un japonés que creyó que era una escultura desconocida de Andy Warhol. Cuando me guardaba el dinero para comprarme una cuerda y colgarme con ella oí una música qe me resultaba conocida.
Sí, sí, era la de «Inocente, inocente». Todo era una broma. La película estaba intacta. Aquellos escombros no eran de los Estudios Universal. «Nunca han estado en Cofrentes. ¡Qué tonto he sido! Esto debe ser la Central Nuclear que petó anoche», pensé quedándome más tranquilo mientras me rascaba la segunda cabeza que me estaba saliendo del hombro derecho.
—La película se estrena mañana en Hollywood —me explicó Sharon Stone que era una cachonda, según decía Michael Douglas (el agente Abel Cacemos)—. Hoy partirá en un furgón blindado que la llevará al aeropuerto y desde allí irá en Concorde a los USA.
Me dieron el ramo de flores, me colocó el pin el Stallone (Paul Vete), me pusieron veinticuatro puntos por la herida del puñetero pin y esperé al furgón blindado. A las cuatro llegó conducido por un calvo que me dio mala espina.
El otro vigilante me prometió que todo iba a ir bien y que no me preocupara por nada.
—Cuando veas un bar paras para que mee y me esperas en la puerta, ¿Vale Dioni? —le dijo al conductor antes de salir.
Tres horas más tarde me senté en casa a ver el telediario y me enteré de la tragedia:
«Furgón blindado desaparece con doscientos millones y todo lo que llevaba dentro».
Pensé que era otra broma, pero esta vez no hubo flores, ni pin, ni por lo menos herida. Mi sueño se había esfumado en las manos de un guardia jurado que ansiaba ser cantante y montarselo en plan Casanova en Brasil. Para colmo no habían más copias de la película.
Me costó seis meses superar este trauma, aunque lo logré con una terapia creada por mi que me ha permitido aprender a tocar la bateria con la frente y lograr un equilibrio mental digno de Don Quijote.
Por lo menos siempre podré decir que estuve a punto de ver realizado el sueño de mi vida y que éste valía la pena. Y eso si lo dice Stanley Kubrick….