Capítulo 06

Un día de curre de mi currada vida.

Contrariamente a la opinión que tienen de mi todos los que me conocen bien, incluida mi madre, puedo asegurar que no soy un vago. Tampoco es cierto que nunca tengo ganas de trabajar, pues de hecho, alguna vez las he tenido aunque, gracias a Dios, he sabido reprimirlas.

Precisamente, esta reputación de haragán y ese afán de superación, que en contadas ocasiones también he tenido, me llevaron a entregar en un hipermercado una solicitud de trabajo, con la esperanza de que se perdiera entre miles de papeles en cualquier contenedor. Por desgracia, el espíritu consumista había invadido las mentes del pueblo y esto trajo consigo un aumento espectacular de la demanda, que se tradujo en la necesidad de más mano de obra en las grandes superficies (como les llaman ahora).

Yo, con no pocas aspiraciones, había solicitado el puesto de Director Comercial, por lo que la llamada del Jefe de Personal del centro, para concertar una entrevista, me dejó más helado que la fachada de un iglú.

Pero ahí estaba yo. Diez de la mañana. Con chaqueta de ejecutivo, corbata, varios regalos nunca me sonó bien la palabra «sobornos», un currículum inmaculado y mis zapatos nuevos. El citado Jefe de Personal salió de su despacho y me vio con la cabeza incrustada en una «Interviú», y no en las hojas de Opinión, precisamente y me hizo una señal para que penetrara a su despacho.

Entré, entró, se presentó, me presenté, se sentó, me senté. Le di mi curriculum y empezó a leerlo. A los tres segundos cayó al suelo riéndose como un loco y aporreando las baldosas. Yo empezaba tener dudas sobre la brillantez de mi expediente académico. Por fin se incorporó y se volvió a sentar.

—¡Así es que aspiras al puesto de Director Comercial con esto!. Muy bien. A ver, arremángate. Entiéndelo, mi misión es velar por la salud de los empleados y…

—¡Mire! —le enseñé mis brazos— ¿ve como no me pincho? Por cierto, ¿un cigarrillo? —le acerqué un Farias.

—No, gracias. Tengo prohibido el humo por prescripción médica —se excusó.

—Supongo que un buen whisky no se lo habrá prohibido también. Así pues, ¡tome!. Chivas de doce años, envase de lujo y un condón de regalo —le ofrecí desinteresadamente.

—Siento tener que rechazarlo, pero no quiera tirar por tierra los progresos que he conseguido con mi grupo en Alcohólicos Anónimos. Y en cuanto a lo otro, de momento no lo necesito pues desde que me dejo mi mujer me como menos roscas que el coro de Silos —me explicó.

—Pues si ni bebe ni folla, ¿para qúe vive, jilipollas? —recité inconscientemente—. Lo siento, quería decir que… Bueno, da igual. Mejor hablamos del asunto para el que he venido.

—De acuerdo. Vamos a ver. Solicitas el puesto del anuncio del periódico para Director Comercial. Veamos; ¿tienes experiencia en el ramo?

—¡Ya lo creo!. He trabajado durante los últimos tres veranos en una floristería —improvisé.

—¡Bien!. Como tú sabes este puesto requiere usar mucho el ordenador. ¿Qué tal andas de informática y todas esas cosas?

—Pues hombre, no está en mi ánimo la idea de desanimar a los restantes candidatos, pero tengo una vasta experiencia con ordenadores. Sin duda alguna, estoy más que preparado para el futuro. Trabajé casi dos años en la gestoría de mí tío Paco, el de Murcia, y usé el ordenador constantemente. Imagínese, por ejemplo, que en el Doble Dragon llegaba hasta la décima fase, ya sabe, esa del monstruo verde y amarillo—. Después de comprobar mi dominio de la Informática el tío se quedó flipado.

—¡Asombroso!. Pero dime, ¿te defiendes con la máquina de escribir o regulín-regulán?

—Tal vez sea una manía mía, pero para eso veo más práctica un buen bate de béisbol…

—¡¡Noo, hombre, por Dios!! —miró al techo suspirando—. Me refiero a si sabes mecanografía.

—¡Ah, bueno!. Podía haberlo dicho más claro. Pues sí que sé y además, no es falsa modestia, un montón. El otro día me cronometrarán unos colegas con un reloj de arena y, tachan, tachan, logré veintiséis pulsaciones por minuto. El único problema es que lo que escribí no tenía sentido; es más, ni siquiera se podía leer. Pero bueno, nadie es perfecto. Además, yo creo que el día que aprenda a meter bien el folio, ¡arrasaré!.

—Sigamos. Tú sabes lo restrictivas que son las nuevas normas sobre la prohibición de fumar. La jornada del Director Comercial es de diez horas en un día normal. ¿Crees que estas normas te afectarían en tu trabajo? Dicho más claro. ¿Fumas?

—A veces —me di cuenta de que había metido la pata—, pero nunca los lío yo —arreglé la situación.

—Y vehículo propio, ¿tienes?

—Pues, claro. Y no uno, sino dos. Mi bicicleta de paseo con cestilla para los rebollones o, ¿por qué no?, para los informes confidenciales, y la mula mecánica. Como ve, en este apartado y en los anteriores, cumpla holgadamente con los requisitos formales del candidato idóneo.

—Hobbies, aficiones a algo parecido…

—Pues, la música. Oigo de todo, desde «Las cuatro paradas del metro» de Vivaldi, «Toccata y Fuga» de Juan Sebastián Roldán, hasta la de «y, ¿cómo es él?, ¿a qué dedica el tiempo libre?» del Puma. Como ve, tengo lo que se llama «culturilla musical» —reconocí modestamente.

—Un buen Director Comercial debe tratar con mucha gente y para ello debe tener varias cualidades. ¿Cómo eres tú? O sea, ¿tienes don de gentes, facilidad de palabra, sociabilidad?…

—Hombre, pues sí. Yo soy un tío simpático, guay y también respons… ¿cómo se dice?, estooo, ¿he dicho guay ya? …

—Ya veo. Y desde luego, nada narcisista…

—Ni guerrista, ni felipista. Más bien anarquista, ¿sabe usted?

—¿Y de presencia cómo te ves? ¿Bien, mal, ns/nc?

—Yo creo que tengo buena presencia. y más a partir de mañana que me voy a tatuar un escorpión en la mejilla derecha —le anuncié para que viera que soy una persona adaptable a las circunstancias.

—Por último, debes saber que un Director Comercial a veces se ve obligado a abordar complejos planes de acción y a tomar importantes y trascendentales decisiones para el devenir de la empresa bajo su responsabilidad personal. Por ello se necesita mucha auto-confianza, toneladas de decisión y una gran capacidad de captar todo lo que pasa en su entorno. ¿Son cualidades de las que disfruta tu espíritu?

—Puede repetirlo. Es que estaba pensando que quizás me quedaría mejor un tatuaje de una araña…

—¿ERES UNA PERSONA DECIDIDA Y SEGURA DE SÍ MISMA?

—¡Sí, claro!. Pero no hacía falta gritar. Como le decía, soy un tío con mucha seguridad en sí mismo o, al menos, eso creo. Espere, quizás me he pasado. Soy seguro pero, no sé. Lo que quiero decir es que yo cuando tomo una decisión, la tomo. Si no, no la habría tomado, digo yo. Pero una vez tomada, esa es la que vale, a no ser que la cambie, claro está —le expliqué con claridad meridiana.

—Por lo visto eres casi perfecto. ¿Hay algún defectillo en ti que sea óbice para tu designación como nuevo Director Comercial? ¡Responde!, ¡alguno habrá! —añadió esperanzado mientras intentaba estrangularme.

—¡Si, lo hay! —me soltó el pescuezo—. No sé que me pasa pero cuando oigo «compra-venta» me da un ataque de hipo de no te menees y si me pilla escribiendo tartamudeo, pero no oralmente, sino de escritura —reconocí un poco avergonzado.

El tipo tomó nota de mis palabras y sonrió maliciosamente. Después cogió la botella de Chivas y el Farias que le había ofrecido, se sirvió un lingotazo, se encendió el habano y le pegó tres profundas caladas. Acto seguido, me tiró el humo a la cara y se mamó el whisky.

—¿Cree que me darán el puesto? —pregunté.

—Si los tigres vuelan, el puesto es tuyo —contestó más alegre que un cerdo retozando en el fango.

—No está bien contestar a una pregunta con un acertijo. Y más uno de esos tan difíciles — respondí.

Yo no suelo ser tan estúpido a diario, pero ese día me había levantado a las nueve de la mañana y, de algún modo, esto afectó a mi complicado e histérico sistema nervioso.

El individuo abrió un cajón y sacó dos folios. Me los lanzó ante mi sorpresa y me indicó con la mano que los leyera.

—Eso es un contrato para «Reponedor» de la Sección de Líquidos y Fluidos No Corporales. No está tan bien pagado como el puesto de Director Comercial pero, con todo lo que me has dicho antes, en esta empresa te promocionarás rápidamente y en cinco o quince años, ya serás Jefe de Sección.

Me dio un boli. Leí hasta la letra pequeña y me pareció un contrato más digno de los tiempos de Kunta Kinte que del egregio autor de estas palabras, pero la presión familiar pudo más y decidí firmar.

Así el Bic y lo acerqué al papel. Comencé a trazar mi firma cuando el sujeta pronunció «eres el primer caso humano, que conozco, que tartamudea escribiendo cuando oye compra-venta».

Acabé de firmar y le devolví el contrato. Me dio una copia y se quedó con la vista clavada en el papel.

Has firmado cinco veces y sólo la última firma está acabada de hacer —reconoció en una mezcla de pánico y asombro como si hubiera visto a Jordí Pujol en traje de baño.

—Sí, bueno, se lo he explicado antes. Y volviendo al tema, ¿cuándo empiezo? ¿Tal vez mañana? ¿El mes que viene? ¿Cuándo la Nochevieja caiga en martes y trece?…

—¡No!. Empiezas hoy mismo. Aquí tienes las instrucciones de lo que has de hacer y tu horario. De dos en punto a diez de la noche, con medía hora para merendar productos de la empresa previo pago de su importe —me explicó con un tono que dejaba entrever cierto sadismo mal disimulado.

Desmoralizado, cogí el folleto que me daba, le quité el Farias, recuperé la botella de Chivas, me despedí y me abrí a mi queli para descansar un par de horas antes de mi primera jornada laboral remunerada.

A las dos menos diez volvía al hipermercado. Pregunté por el señor Fernán, como indicaba la hoja de instrucciones, y enseguida, apareció ante mí el que iba a ser mi superior, el mentado señor Fernán. Este era un individuo de unos cuarenta tacos, mediana estatura, más bien frondón y con cara de guardia civil de la época del tío Paquito.

Me acompañó a la sección de vestuario y me dieron un horripilante traje verde, el cual me hizo preguntarme si tenía el mismo sastre que el superagente 777. Viendo como me quedaba, mi encargado me dio licencia para llevar sólo la parte superior y olvidarme del pantalón, que tenía unos camales más largos que una meada cuesta abajo.

Así pues, con una chaquetilla verde y mis vaqueros azules, entré en el almacén de Líquidos y Fluidos No Corporales y fui presentado en sociedad.

«Este es Juan. Juan, José, Paco, Pilar, Juanito, el Rana, Chús, Encarni…».

Después de este emocionante acto, el señor Fernán me dejó a las órdenes de mi compañero Paca y se abrió a su despacho.

—Saca dos cajas de Pinord —me indicó el empleado.

Recorrí el almacén de arriba a abajo seis a siete veces. Y no encontré ni siquiera un microscópico indicio del Pinord de los huevos.

—Paco, he mirado bien y no encuentro lo que me has pedido —reconocí empezando a sentirme inútil.

—Da igual. Ahora que me acuerdo, se acabó ayer. Pilla un palet de botes de El Aguila y sácalo a la tienda.

El encargo parecía una pastelada. Cogí mi tirapalet y me dirigí a donde estaban apilados los botes de cerveza. Llegué y vi un palet no muy grande de Kronenburg, pasé de largo, otro un poca más grande de San Miguel, seguí mi camino y por fin, topé con uno de El Aguila. Lo observé. ¡Dios mío!, ¿era un palet o una de las pirámides de Keops? Coloqué las patas del tirapalet debajo y las levanté. Ya tenía la tonelada de cerveza en el aire. Lo siguiente era llevarlo, o mejor arrastrarlo, hasta la tienda.

Arribé a la puerta de la tienda de milagro y en posición casi horizontal. La pequeña cuestecilla que había entre el almacén y la tienda, me trajo a la memoria el recuerdo de todos los antepasados, ya fallecidos, de los albañiles que la habían construido.

Sacando fuerzas hasta del cajero automático, logré depositarles palet de cerveza en el sitio adecuado. Torné exhausto al almacén y, antes de que mi corazón volviera a latir a un ritmo cardíaco decente, Paco me encargó sacar un palet de garrafas de agua mineral.

Me temía lo peor. El agua, al igual que la cerveza, estaba depositada al aire libre. Así pues, salí y cargué una montaña de garrafas de agua. Me puse a tirar de ella, cuando me di cuenta de que empezaba a chispear. Seguí a mi rollo y saqué el agua a la tienda.

Cumplido el encargo, retorné al almacén. Paco estaba cargando una de las Fendwich (esas grúas con largas pinzas) y me indicó que esperase unos segundos. Me senté sobre un palet de Don Simón rosado para reposar mientras tanto.

A la décima de segundo entró el señor Fernán. Clavó sus ojos en mí. «Mueva ese culo, ¡ar!. No lleva ni una hora aquí y ya le pillo haciendo el perro», me gritó con su terrible complejo de Fuhrer.

Alguien avisó que parecía que en cualquier momento iba a caer la de Noé. Por prudencia, mi jefe nos mandó cubrir con unos plásticos enormes todas las mercancías que estaban depositadas al aire libre. Paco me indicó que le siguiera.

Salimos al exterior y me explicaron que la tradición era que el nuevo fuera el que se jugase el tipo, andando por encima de los elevados palets, mientras que, los más veteranos, tenían que fijar los plásticos desde el suelo. Aunque no me parecía demasiado justo, acepté pensando que era una tarea baladí y de poco peligro.

Escalé un enorme palet de botes de Coca-Cola y les avisé que ya me podían pasar una de los plásticos. Paco, un tío alto y fuerte, puso demasiado entusiasma y me obligó a hacerme hacia atrás y saltar para empomarlo. Esta experiencia me hizo comprender lo doloroso que es caer, sobre cientos de botes de Sprite, desde una altura de tres metros y de espalda.

Repuesto del porrazo, escalé otra vez la montaña de chapa y la cubrí como mejor pude. Lo mismo hice con las cordilleras de agua mineral, cerveza y refrescos de varios sabores. Esta operación se saldó con otro par de caídas; la primera por calcular mal la distancia de un palet a otro al saltar y la segunda, por tener fe en la existencia de trescientas cajas con agua mineral, que resultaron ser trescientas cajas vacías.

Acabada la faena y cuando ya contemplaba orgulloso el resultado de mi faena, el urente sol, recién aparecido, me obligó a desabrocharme la chaquetilla. «Volved a descubrir todo. Hoy no llueve ni de coña», ordenó el señor Fernán.

Deshicimos lo hecha y tornamos al almacén a cargar la Fendwich con diversos fluidos etílicos. Paco se puso al volante y me ordenó subirme al palet vacío que soportaban las pinzas de la pequeña grúa. Obedecí y comenzó nuestro viaje por la ruta del alcohol. Cada tres metros parábamos, me subía o bajaba según hiciera falta y me recitaba el encargo pertinente: «Pilla dos de Maria Brizar y tres de Terry», «Liga otra caja de Tía María y dos de Gressy», etc. Cuando habíamos cargado más de quince cajas, recordó que había que pillar otra más de Soberano. Nos encaramos a la estantería en la que estaba el cognac buscado. Subió las pinzas al máximo elevándome un poco más arriba de un primer piso. Yo estaba de pie y cogido a una caja de Gressy, al borde del palet. Pillé la caja de Soberano y sólté un «¡ya!». Oída la señal, Paco bajo medio metro las pinzas y retrocedió un poco.

Ni él ni yo, habíamos reparado en que una esquina del palet estaba tocando una de las vigas de las altas estanterías. Esta negligencia se tradujo en que el palet se deslizó rápidamente bajo mis pies y todas las cajas ejecutaron, simultáneamente, un perfecto ejercicio de vuelo sin motor que concluyó en el suelo borracho de alcohol y de cristales rotos.

Yo, por suerte, no caí porque logré colgarme, aún no sé cómo, de una de las pinzas. Me acordé del Soberano, del toro, de la madre que les parió y sobretodo, del disco del Bertín Osborne que mi vecina solía escuchar a todo volumen.

El señor Fernán oyó el ruido del impacto cristalino y se personó ipso-facto ante el cuadro surrealista que formábamos Paco, con cara de catador oficial de ácidos, y un gentil servidor colgando cual camisa en tendedero.

—¡Increíble!. Se carga todas esas cajas y le pillo haciendo el mono. No está aquí para hacer flexiones y estiramientos. ¿Se cree que esto es un gimnasio o qué?…

—No ha sido culpa de él. Más bien ha sido mía…

—Es un gesto que le honra, querido Paco. Pero, por favor, no le proteja. Y en cuanto a usted, sepa que esto se lo descontaremos de su sueldo. ¿Lo ha entendido, novato? —inquirió el tigre Fernán.

Creyéndome casi ser la reencarnación de Pepe Gotera y Otilio, bajé con cuidado y salí a la tienda a ver si surgía alguna faena fácil. Vi a mi compañero Juanito que estaba terminando de reponer el estante de sidra El Gaitero. Me acerqué a él.

—Mira, yo ya he acabado con esto. Voy a llevarme el cartón y a dejar el otro palet. Si quieres, mientras, puedes ir colocando el Martini. Allí tienes el palet preparado. Toma mi pistola y les pones el precio a todas las botellas…

Obviamente, la pistola a la que se refería es a la de marcar los precios, más conocida como Meco. Así pues, la pillé y me acerqué al estante del Martini. Enfrente había un mantón de cajas apiladas. Abrí unas cuantas y fui colocando las botellas en el estante. Cuando tenía treinta dispuestas una al lado de otra, ligaba la Meco y empezaba a disparar como John Wayne en sus buenos tiempos. La verdad es que se me daba bien y, así, a la media hora ya había colocado y marcado más de cuatrocientas botellas.

Nada más concluir mi tarea, estando desmontando las cajas vacías para llevarlas al contenedor del cartón, una nube de consumidores viciosos se lanzó contra la estantería del Martini. Antes de marcharme de allí, habían desaparecido todas las botellas. «Salvaje capitalismo», pensé.

Entré al almacén y salí al patio descubierto para descargar el palet. Cuando volvía una joven cajera entró al almacén con una botella de Martini en la mano. Se la enseñó a la pantera Fernán. Empezaron a caminar hacia mí. Me temía la peor.

—Vamos a ver, joven. ¿Cuándo sale con sus amigos de juerga suelen comprar alguna botella de Martini?

—No, la verdad —respondí.

—¿Por qué? —insistió en su interrogatorio.

—Porque con lo que cuesta eso y las aceitunas, nos sale más barato el vodka, por ejemplo (un vodka repugnante, eso sí) —contesté haciendo cuentas.

—Pero, ¿y si el Martini estuviera a ciento cinco pesetas? ¿La compraría a no lo compraría?.

—Pues claro. Con los ojos cerrados.

—Pues haría usted lo que acaban de hacer decenas de clientes, comprar Martini al precio de la sidra El Gaitero, que recuerde… Es famosa en el mundo entero.

Me dí cuenta de que había metido la pata. Ya lo decía mi abuelo «cambia el precio de la Meco cuando cambies de artículo». Ni que decir tiene, que las pérdidas me iban a ser descontadas de mi salario.

Por fortuna (o Ducados), las agujas de mi reloj digital formaron una perfecta recta vertical. «Las seis en punto, hora de merendar», me indicó mi atareado ángel de la guarda.

Dejé al señor Fernán clavando un «peazo» de aguja a un munequito con mi cara y cogí una caja de seis donuts, con otros dos de regalo, que pagué en una de las Cajas. Necesitando aire con el que oxigenar mi confundida mente y sintiendo unos extraños pinchazos por todo el cuerpo, salí al parking e incoé la deglución de los aras químicos. Los dos primeros sabían bien, pero el séptimo se hacía un poco pesado. El octavo, harto ya de tanto dulce, ni lo toqué. Para no tirarlo a la basura se lo ofrecí a un crío que pasaba por ahí. Su madre, aficionada al cine a buen seguro, berreó un escandaloso «no lo cojas Albertito, que estará lleno de heroína».

Mi espíritu alucinaba. Torpe, inútil, crucificado injustamente y ahora, sin comerlo ni beberlo, camello. El caso, es que esto no hubiera pasado de ser una estúpida anécdota de no ser porque Albertito, tenía de primer apellido Fernán y una cara de mala uva que no sé a quién me recordaba.

Cuando concluyó mi medía hora de descanso, volví a mi sección y vi a la cinéfila histérica hablando con mi superior. Al pasar por su lado pude captar una denuncia de que «ese es el tipo que ha intentado meterle una sobredosis de caballo a nuestro retoño». La noticia recorrió todo mí sistema nervioso y llegó a mi cerebro. «¿Pero oiga… ¿qué dice? ¿Se ha vuelta loca?», indagué.

Carnicero Fernán me miró con odio profundo. Yo me hice el longuis y dirigí mis náuticos hacia el almacén. Una bondadosa ancianita se cruzó en mi camino.

—Dígame, joven. ¿Dónde puñetas han metido la mierda del azúcar’? ¡Vamos, chaval!, que no tengo todo el día!.

—Veamos. Siga la dirección de mi dedo. ¿Ve aquel cartelito de allá, en lontananza? —pregunté cínicamente separando un descomunal cartel que pendía del techo.

—Gracias, cabroncete. Toma dos pesetas de propina para que invites a tus amigos —ofrecióme de todo corazón.

—Me gustaría aceptarlo, pero no sería ético. Además a mi edad no sabría que hacer con semejante fortuna —le respondí sarcásticamente.

La abuelita siguió con las compras y yo con mi faena (o, al menos, esa era mi idea). Me disponía a volver al almacén cuando se acercó mi superior. Algo así como «¿Sabe lo que me disgusta que le tomen el pelo a mi madre?», me farfulló al oído. Medía hora después, servidor estaba firmando el finiquito sin saberlo (yo pensaba que ese papel era un contrato para hacerme fijo). Así pues, con cuatro mil pesetas libres de impuestos en el bolsillo, una declaración jurada de que no me acercaría a menos de diez kilómetros del hipermercado y un montón de agujetas por todo el cuerpo, retorné al dulce hogar con una idea clara: «El trabajo no está hecho para mí ni yo para el trabajo (y hablo en general)» .

Ya en casa, me di una ducha ligera (es decir, menos de hora y media bajo el chorro) y me transformé en un sándwich con las sábanas. Por lo tanto, BUENAS NOCHES, viejo.

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