Capítulo 11

Un día sano de mi sana vida.

Pese a la imagen negativa que quizás he dado en los capítulos anteriores, puedo asegurar que no he llevado una vida tan mala como imaginas, y que soy una persona preocupada por su salud. Palabras que antes no sabía ni que existían se han incorporado a mi rutina diaria: deporte, nutrición, vitaminas, SIN, agua (por lo visto, se bebe…), hidratación…

Ante este cambio de costumbres tan radical no era de extrañar que estuviera esperando este día con ansiedad. Hoy (entonces) teníamos el reconocimiento médico anual en el trabajo. Por fin iba a saber cómo habían afectado a mi organismo todas estas novedades.

Llegué al trabajo ilusionado (cosa muy poco habitual últimamente). Entré a mi oficina. Encendí el aire acondicionado, el ordenador y los altavoces. Real Player y emisora rock sonando.

A los pocos minutos el encargado me advirtió que esperaban mi presencia en el autobús de la mutua. Allí me dirigí con paso firme y decidido. Subí y saludé. Di mis datos y me senté.

—Te vamos a sacar un poco de sangre. ¿Qué brazo prefieres?

—¡Qué decisión más difícil! La verdad es que no prescindiría de ninguno…

—¿Que dónde quieres que te pinche? —preguntó la enfermera con cierto deje de irritación.

—¡Ah, era eso! Perdona. Aquí —señalé.

La enfermera preparo todo. Rodeó mi brazo con una goma para localizar las venas, algo que no le costó mucho. Tomó la jeringulla y cuando la aguja iba a penetrar en mi organismo salió la doctora de su cubículo.

—¿Y cómo te fue con ese enfermero? Parecía un buen chico —inquirió la doctora.

—¿Buen chico? ¡Menudo cabrón! —confesaba la enfermera—. Me dejó tirada a tres kilómetros de casa porque le llamó su ex. ¡Cuando le pille le daré así….!

—¡Aaaaaaaagggggghhhhhhttttt!

—Perdón, no me acordaba de ti. Lo siento. Ahora te damos un puntito —miró el pinchazo—. Bueno, te daremos cinco y en paz.

—Esta lágrima es de emoción, no vayas a pensar que es de dolor —disimulé.

Cosido y con menos sangre de lo previsto. Empezaba bien.

—Bueno, ¿y tu frasco de orina? Lo necesito ya…

—¿No puede beber vino como la gente fina? —pregunté extrañado.

—Es para los análisis, imbéc…, digo, Juan.

—La verdad es que nadie me dijo nada de un frasco —mentí para ocultar mi olvido.

—Bueno, pues bebe agua y me llenas un frasco de estos. Tienes diez minutos.

Cogí el contenedor de mis fluidos y volví a mi ofis. Como no tenía ganas de orinar, pues ya lo había hecho antes de ducharme, tuve que forzar la situación metiéndome, entre pecho y espalda, once botellines de agua. Minutos después estaba en condiciones de llenar el frasco y varias garrafas.

Volví al autobús y les entregué lo que me salió de la poya (suena mal, pero es cierto). La cara de gratitud de la enfermera me hizo dudar si era cierto lo del análisis o le iba a poner un par de cubitos y…

—Aprovéchalo, que aún esta calentito —advertí.

La doctora, que tomaba un café en ese momento, llenó de café medio autobús con un estufido repentino. Yo hice mutis por el foro por si acaso.

Seguí con mi trabajo y una hora y cuarto después me llamaron para pasar los exámenes físicos. Le enfermera, con manchas de café en la bata, no me recibió muy cordialmente.

—Ven aquí y arremángate —ordenó.

Acaté la petición y agarró mi  brazo como si fuera el último vestido en rebajas. A continuación, me colocó el brazalete del tensiómetro y empezó a bombear aire manualmente.

—Oye —le pregunté preocupado—, ¿esto es normal?

A medida que el brazalete me iba oprimiendo el brazo derecho se hinchaba el izquierdo. Ella se quedó alucinada, tanto que se le cayó el estetoscopio (o como se llame) al suelo.

—Debe ser porque soy una persona extremadamente equilibrada —expliqué con naturalidad.

Recuperada de la sorpresa me tomó la tensión y anotó los valores en mi ficha. Todo “normal”, me avisó antes de seguir con la prueba de audición.

Entré a la cabina  y me puse los auriculares. Al cabo de dos minutos la enfermera abrió la puerta mosqueada.

—¿Es que estás sordo? —dijo en tono elevado.

—No, lo que pasa es que estos auriculares van mal. No se oye bien la música. Sólo unos pitidos…

—Eso es lo que tienes que oír —aclaró mirando al cielo—. Tienes que apretar ese botón cada vez que empieces a percibir un pitido.

—¡Ah, bueno! Pensaba que el botón era para llevar el ritmo. Bueno, cuando quieras…

Empezó de nuevo el test y esta vez la pasé con nota. La siguiente prueba era de agudeza visual. Me acerqué a una especie de microscopio y me coloqué en posición.

—¿Hasta que fila ves?

—Hasta la última —contesté con una seguridad digna de Hulk.

Un minuto. Dos. Tres. El silencio llenó de suspense el autobús. Por fin despegué mi cabeza del aparato y le miré impaciente.

—¿Y bien? —pregunté intranquilo.

—¡DIME LAS LETRAS QUE VES! —ordenó con un berrido desesperado.

—¡Haberlo dicho, mujer! A-D-W-P-J.

—Correcto —confirmó apesadumbrada.

Continué con las mediciones corporales. De estatura igual que años anteriores —por un momento pensé que mediría diez centímetros menos que el año pasado— y, en cuanto al peso, dos quilos más. Sí, DOS QUILOS. Mis nuevos planes nutricionales, mi duro entrenamiento físico y todos mis sacrificios parecían, por fin, tener recompensa.

La emoción me invadía por momentos hasta que llegó la prueba pulmonar.

—Tienes que meterte esta boquilla en la boca y soplar con todas tus fuerzas —explicó mostrando un aparato con una boquilla de cartón de la anchura de un rollo de papel higiénico.

—¿No creerás que me cabe había eso? Tenía amigas que no tendrían problemas con ello —confesé mientras recibía inolvidables recuerdos de los primeros años del “éxtasis”—. Si yo me meto en la boca éso vais a tener que darme puntos en las comisuras —advertí.

—Todos tus compañeros han podido, así que tú también —dedujo mientras dejaba el aparato en las manos.

El primer intento no fue un completo fracaso porque, al menos, sirvió como mal ejemplo.

—Tienes que coger aire, hinchar los pulmones y soplar con fuerza —explicó relajada.

—Con la boca así de abierta lo único que puedo hacer es echarle el aliento…

Ante una mirada que denotaba escasa comprensión lo intenté. Cogí aire con tanto entusiasmo que una botella vacía que tenía a un metro se espachurró sola. A continuación soplé lo más fuerte que pude. Recuerdo mi cara violeta antes de desmayarme. Al despertar la enfermera de tranquilizó. “No ha estado mal” es todo lo que recibí por mi esfuerzo.

Ya habían acabado todas las pruebas con la enfermera. Ahora le tocaba a la doctora. Quedaba lo más sencillo: medición del ritmo cardiaco y una charla distendida sobre mi pasado clínico.

—Buenos días. Pasa —me indicó la doctora—. Siéntate.

—Buenos días.

Dio un ligero repaso a mis datos del año pasado y confirmé todo. Finalmente, me preguntó sobre enfermedades y bajas de este último año. Se levantó, me levanté y me hizo subirme la camiseta. Midió mi ritmo cardiaco por el pecho y la espalda. “Como un roble”, diagnosticó. Empecé a preocuparme. Si los robles no tienen corazón, ¿qué había querido decir? ¿Insinuaba que yo era un tío despiadado? ¿Tal vez me advertía del riesgo de una eminente parada cardiaca? ¿Y de dos? ¿Tal vez se refería a la posible concomitancia de todo lo anterior?

—Bueno, Juan. Trabajas en oficina, ¿no? Licenciado y Diplomado en Empresariales. Por fin alguien con estudios, para variar. Y bien, ¿qué te pareció el informe del año pasado?

—Si le soy sincero casi no lo miré.

—¿Cómo? ¿Es que no te preocupa tu salud? —preguntó confundida.

—Claro que me preocupa. Pero es que no entendí nada…

—¿Cómo que no entendiste nada? —indagó subiendo el tono.

—Bueno, verá, el informe es precioso. A dos tintas, fuentes True Type, doble espacio, sin errores gramaticales reseñables… técnicamente, perfecto. Sin embargo, el contenido no me pareció muy aclarador —expliqué para tranquilizarla.

—¿Estás insinuando que no sé hacer mi trabajo? —inquirió exprimiendo un BIC.

—No, mujer. No es eso. Yo sólo digo que tal como está hecho no queda muy claro. Al final del informe pone que estoy sano, pero no pone “lo sano que estoy”. No sé si me explico…

La doctora tiraba fuego por los ojos. Empezaba a temer que me tumbaría sobre la mesa y me extirparía el apéndice sin anestesia ni nada.

—Verá, en el informe todo son datos numéricos referidos a un intervalo. Por ejemplo, Leucocitos, de diez millones a ciento veinte. Pero, ¿qué pasa si yo tengo once millones o ciento diecinueve o cualquier valor cercano a los límites? ¿Debo preocuparme? ¿Puedo hacer planes para agosto o no llegaré? Y, ¿para qué narices sirve un leucocito? ¿Cuánto tiempo vive? ¿Cuál es su periodo de gestación?…

—Eso deberías saberlo tú, que has estudiado —respondió indignada y dando por supuesto que, en Empresariales, el leucocito y su evolución es el tema central de la carrera.

—No estaría de más que lo explicara, aunque fuera sucinta y someramente…

—¿ESTÁS DICIENDO QUE MI TRABAJO ES UNA MIERDAAAA? —me gritó desesperada. Seguramente le acababa de dar un subidón de azúcar.

—Digo que a nivel informativo es incompleto. Ya está. Por lo demás, perfecto.

—Para eso vas al médico de cabecera y que te lo explique.

Imagino que la doctora suponía que todos vamos al médico de diez a veinte veces de media por año. Pero no. Hay gente como yo, que van cuando no queda más remedio, cuando el esguince no les deja ni apoyar el pie, cuando la fiebre no se ha pasado en dos meses, cuando haciendo fuerza en el baño revienta una vena del cuello y la perdida de sangre ronda los cuatro litros. En definitiva, una vez por década.

La mujer aspiró aire y se tranquilizó. Dejamos el tema aparcado de mutuo acuerdo. Miró al monitor y consultó mis datos personales.

—Y bien, Juan Batuta…

—Perdone, es Juan Bautista —corregí.

—Aquí pone Juan Batuta —justificó.

—Ya lo veo, pero es Juan Bautista.

—Es Juan Batuta. Si no, ¿por qué lo iba a poner aquí?

—No lo sé. Se habrán equivocado.

—ELLOS —miró hacia el cielo e hizo un breve silencio— no se equivocan nunca.

—Pues es JUAN BAUTISTA —respondí empezando a perder los nervios.

—¡JUAN BATUTA!

—¡JUAN BAUTISTA!

—¡JUAN BATUTA!

—¡JUAN BATUTA!

—¡JUAN BAUTISTA!

—¿Ve? He ganado yo. Cámbielo y ya está —sentencié.

Despegamos las caras y cambió los datos. Mi astucia, esa arma que uso a menudo, unas tres veces por siglo, me había permitido poder seguir llamándome como me llamo.

Poco después me despedí y salí seguido de la doctora.

—El siguiente… —pidió aún con tono alterado.

Tres compañeros que aguardaban su turno se miraron. Al parecer oyeron los gritos, aunque no distinguían qué decían. “Pasa tú mismo”. “No, hombre, tú primero”. “No, no faltaba más, entra tú. Yo esperaré”. ¡Qué compañerismo, ni los siete enanitos!, pensé feliz.

—¡QUE PASE UNO CUALQUIERA! —ordenó la doctora con una firmeza que hubiera hecho temblar al mismísimo Vladimir Putin.

Los tres se abalanzaron contra la puerta de la consulta de forma que, por el violento choque, derribaron el panel que separaba la consulta de la sala de análisis.

Yo, como no había tenido nada que ver con en incidente, volví a mi oficina antes de que alguien me quisiera cargar la culpa. Y bueno, días después el informe confirmaba que estoy fuerte como una pluma, ligero como una roca y más dinámico que las manos de un jugador de póker con Parkinson.

Y bueno, eso es todo. Cuidaos, pues como dice mi tío el forense, cada vez la gente tiene peor color de cara. Abrazos para todos, achuchones para todas. Ta luego,

Juan Benlloch

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