Un día atemporal de mi atemporal vida
Un día tranquilo, en apariencia, pero con la misma consistencia que un espejismo. Un día en el que mi concepto del tiempo iba a cambiar. Un día de acercamiento a las teorías de Einstein, a su famosa ‘relatividad’. Un día donde la paciencia alcanza límites desconocidos, en el que se roza la eternidad sin ser consciente de ello. Un día, en definitiva, que te lleva a comprender la mentalidad de más de un asesino en serie. Un día en el que te preguntas si tu vida no es, tal vez, una broma planeada y esperas que, en cualquier momento, suene una musiquilla, te den un ramo de flores y un pin y te dejen irte a casa.
Un sol brillante refulgía en el cielo. El calor, seco, la ausencia de aire y el sueño me mantenían milagrosamente en pie. Y en este estado, medio catatónico, me encontraba cuando entró uno de mis jefes a mi oficina.
—Paco —le tuteé— necesito una calculadora para trabajar. Ahora mismo estoy usando la hoja de cálculo, pero para lo que necesito iría mucho más rápido con la calculadora.
—Bueno, pues ves a la papelería Flora, elige una y que te den un albarán.
—¿A la de Flora? ¿No puede ser a otra? —indagué aterrorizado.
La Flora’s Paper Shop era un establecimiento en el que el tiempo adquiría una dimensión desconocida. Su dueña, Flora Puche, era una persona extraordinariamente simpática o, más bien, extremadamente simpática. Era tal la simpatía que tenía que le rezumaba por cada uno de sus poros. En su intento de agradar al cliente llegaba a resultar insufrible, inaguantable e insoportable —usaría más calificativos pero estoy leyéndome el diccionario y aún voy por la “i”.
—Ves a Flora’s a la hora del almuerzo y así no pierdes tiempo de trabajo —sugirió mi superior.
—¿En el almuerzo? ¡Menudo listillo! —musité mosqueado.
Y llegó el almuerzo. Me metí en mi Córdoba y me abrí a Flora’s. Llegué hasta la puerta. Las piernas me temblaban. Todavía recordaba las cuatro horas que pasé allí para fotocopiar quince folios. Una fría gota de sudor se deslizaba por mi precioso pómulo derecho. Acerqué la mano al tirador de la puerta y abrí lentamente. El sol se colaba por la rendija inundando de luz cada rincón de la tienda.
—Buenos días, ¿hay alguien? —pregunté en tono elevado.
—Síííííí, joven. Ahora mismo salgo.
Esperé con impaciencia apenas veinticuatro minutos. Por fin apareció Flora, mujer de fluido y prolijo verbo. Sonreía como una loca, casi con maldad.
—Hola, joven. Espero no haberte hecho esperar mucho.
—No se preocupe, no pasa nada.
—Bien, sígueme. Es que ahí hay aire acondicionado…
Di el primer paso pero la pierna, dormida por la espera, se me dobló y caí de bruces contra un fajo de revistas MAN.
—¡Caray, joven! Está usted bastante salido.
Mientras me quitaba las tetas de Caprice Bourret de la cara (os juro que no es un sueño) Flora siguió andando con su perenne sonrisa. Por fin me levanté y fui hasta el mostrador.
—Y bien, ¿qué quería? —preguntó tapándose el pecho con una carpeta, aunque a juzgar por el tamaño de los dos “botijos” bien podía haber usado un par de Herald Tribune—. Aquí también tenemos revistas más cochinotas que esas sobre las que se ha lanzado. Tenemos el Pleivoi, el Penjaus, el Afeitaditas, el Cachon…
—Oiga, que se está equivocando. Eso ha sido un accidente. Yo veía a por una calculadora —aclaré con un deje de cabreo.
—¿Una enculadora? ¿Qué clase de pervertido es usted?
—CALCULADORA, lo oye, CALCULADORA —reiteré colérico.
—¿Calculadora? Haberlo dicho. Perdona pero es que llevo el Sonetone flojo de baterías, pero esta misma mañana voy a ir a un bazar que hay aquí cerca y se las cambiaré. Es que si no pasa estas cosas, malentendidos y demás. Y llega alguien respetable como usted, joven, y al oírlo mal le tomo por un guarrete, ¿sabe? Pero que a mi no me importa, si usted tiene sus perversiones es asunto suyo…
—Pero, si yo no…
—Vamos, que no me importa. Si yo le contara, si a mí no me sorprende nada. Mi marido, que en paz descanse, estuvo liado con una gallina cinco años, hasta que un día descubrió que Caponata, así le llamábamos, era un gallo. “¡Mariconazo!, me llamarán todos”, repetía una y otra vez cuando se enteró. Y así, se fue amargando la existencia hasta que del disgusto le salió una almorrana del tamaño de un melón y murió desangrado por una diarrea.Pero eso sí, él cumplía como un hombre todos los días con Caponata y conmigo, porque era raro, como usted, pero muy hombre…
—Usted está desvariando, señora. Yo no soy “raro”. Yo sólo quería una calculadora.
—Síque era hombre. Aún recuerdo sus manos, largas y fuertes, sus brazos, poderosos y bien formados, sus pies, anchos y con unas uñas enormes. Recuerdo que le cortaba las uñas cada dos meses y las vendíamos a un fabricante de gorras para hacer viseras. ¡Qué gran hombre! Aún me acuerdo cuando me daba cariñosos codazos en la boca para que me callara, porque según él, yo hablo mucho; ya ve, joven, que estupidez.Pero, ¿qué es lo qué me había pedido? Es que se me ha ido la bola. Recuerdo cuando íbamos a la playa, mi marido, corto de vista, deportista nato y adicto al mar como si fuera un jabalí…
—¿Un jabalí al mar? <—yo empezaba a flipar.
—él jugaba a los bolos y siempre llevaba su bola con él. Pero ese día, cuando estaba a punto de sumergirse, pues él buceaba a pulmón, joven, pidió que le pasasen su bola y, mira tú por dónde, que le cayó en toda la cabeza. Casi se muere ahogado. Se bebió media mar, por que era muy hombre y a beber nadie le ganaba. Bebedor, eso sí, pero cumplía, ya le digo, como el que más y guarrete, como usted…
—Señooooooooora, no se pase. Y sáqueme ya las calculadoras que voy justo de tiempo.
—¡Ahhh!, el tiempo. Ese que nos juzgará a todos y nos pondrá donde nos corresponda. Ese que es oro. Ese que regulo en el horno. El tiempo, uhhh. El tiempo que mi marido no lo pasaba bebiendo en el bar, pues era un borracho, no le quiero engañar, lo pasaba con fulanas. Porque ya le digo, era… era…
—Muy hombre. Pero, ¿me puede enseñar eso?
—Pero ¡qué guarrillo nos ha salido usted, joven! ¿De verdad quiere que se lo enseñe?
—Pero, oiga, ¿qué hace? Por favor, súbase la falda y enséñeme las calculadoras —supliqué temiendo ser violado por la psicótica vendedora.
—Bueno, vamos a ver, ¿cómo la quiere?
—Científica. —contesté emocionado viendo a la mujer centrarse en el tema por fin.
—¿Científica? ¿Es que va a hacer experimentos con ella? Si le interesa le puedo vender unos hámster que me legó mi marido, porque él fumaba como un carretero, pero le gustaban los animales cosa mala. Y no sólo las gallinas. Teníamos un montón de palomos, todos cojos, ¡qué raro, no?, perros, gatos, cerdos, un criado chino, pollos…
—Bueno, veamos las que tiene y ya elijo.
—Ovejas, cabritillos y una vaca. ¡Qué tiempos! Aún lo recuerdo, cuando llegaba él a casa, apestando a tabaco y perfumes baratos de mujerzuelas, pero cumpliendo, eso sí. Y mira que se metía cosas por la nariz. “Esto es coca”, me decía, “me despeja y me ayuda a pensar”. O cuando se me esnifó un tambor de Skip, “me aclara las ideas”, me reconoció. O si no cuando se revolcaba con la vaca porque le recordaba a mí. ¿Qué romántico era”. “Dime algo con amor”, le pedía yo. “¿Con amor? Amorcillá me la pones”, me decía cogiéndome la mano y colocándola así…
—Pero, ¿qué hace? Suélteme, tía loca…
—Perdón, joven, pero con la emoción del recuerdo me he dejado llevar. Me ha dicho que quería una grapadora, ¿verdad?
—No, quería una calculadora.
—¿Qué pasa? ¿Es que tiene algo en contra de las grapadoras? ¿No será uno de esos?
—¿Usted es real? ¿Existo yo? ¿Es mi vida una comedia ligera que están pasando en algún cine para disfrute de unos seres superiores? —empecé a preguntarme flipando.
—¡Qué tio más raro! —barbotó Flora. Veamos, tenemos está calculadora y esta otra. ¿Qué le parece si nos olvidamos de las dos y le ofrezco una grapadora y diez euros?
—¿Es que se ha transformado en Mayra Gómez Kemp? ¿No aparecerá ahora el Bigote Arrocet, verdad? —interrogué empezando a sudar de pánico.
—Joven, no se me distraiga, que me hace perder el tiempo. Claro, ¡como ustedes nunca tienen prisa! Pues verá, ésta tiene un montón de teclas y…
—Pero si eso es un xilófono de juguete… Mejor me enseña ésa —señalé con desgana.
—Bueno, pues ésta es una CASIO muy completa. Fíjese que tiene hasta el cero, que no vale nada, suma, resta, división, equis…
—Multiplicación, eso es la multiplicación —aclaré.
—Pues eso. Además tiene el tanto por cien, la doble resta…
—Eso es el “igual” —expliqué.
—Pues eso digo, que da igual. Y además tiene un montón de teclas que no sirven para nada pero que la hacen muy bonita, como estas de sin, cos, tan… Ya ve, tiene de todo.
—¿Y las pilas?
—En el interior. Así es más cómodo. Si no se le podrían perder. Es que estos chinos lo tienen todo pensado. Eso es el marketing. Si mi marido, que era muy hombre, ya lo decía: nena, eso es el marketing. ¡Ay, qué recuerdos! Si no hubiera sido tan jugador y pendenciero no le habrían pegado aquella paliza de muerte…
—Sí, sí, muy interesante. ¿Tiene funciones estadísticas? ¿Regresión lineal? ¿Combinaciones y permutaciones?
—No, nada de eso. Estoy sanísima. Se lo puedo asegurar porque la semana pasada me hice un chequeo para un seguro de vida, porque en los tiempos que corren es conveniente tener la vida asegurada, ¿sabe, joven? Es que hoy todos vamos con prisa y claro, eso pasa albarán y factura al cuerpo. Y yo, que soy una persona inquieta, hiperactiva, ya ve usted, que atiendo esta tienda con diligencia y prestancia, corriendo todo el día, ¿qué quiere usted?, esto, pues tome, el siguiente, ¿qué desea?, tome y claro, así todo el día, al final el corazón, los nervios y todo eso…
—Sí, me lo creo, pero volvamos a la calculadora. Pero, ¿las pilas son de botón?
—Vaya pregunta. ¿Es que piensa cosérselas? ¿Es usted un poco caprichoso, no?
—No, me refiero si son de las normales…
—No, son idiotas, ¡vaya cosas que dice! Los jóvenes de hoy día son la monda. Los jóvenes de mi generación somos más centrados. Siempre pensando en el trabajo, sin distraernos con pequeñeces. Sabemos lo que cuesta ganar cada céntimo y por eso vamos a lo que vamos. No sé si le he contado lo de la gallina…
—Sí, me suena. Pero, ¿el manual de instrucciones está en español?
—Sí, claro, ¡no va a estar en japonés! ¡Coño, pues está en japonés! Si quiere, joven, hago un esfuerzo y se lo leo. Yakati arikoka aligator Casio fujimori nagasaqui quitaypon…
—Déjelo, ya me buscaré la vida…
—Espere, joven, que creo que también está en polaco. Si quiere se lo leo. Pavlov straneianka ripodisken robisondian Casio calculatoken renooa ristifant…
—De verdad, no siga. No quiero que me cuente el final y me estropee la sorpresa —rogué.
—Bueno, si es así.
—Me hace un albarán a nombre de Cristales La Luna…
—Eso es fácil. Mira qué programa tenemos. La Biblioteca Nacional tiene el mismo. Tiene una base de datos de diez mil artículos y es muy fácil de manejar. Ya verá como en una hora se hace con él. Vea, para entrar pincha aquí, ¿qué curioso, verdad?, eso de pinchar me refiero. Mi marido también se pinchaba y me decía que estaba trabajando con un animal. “Estoy todo el día con el pico y el mono”, aseguraba el muy granuja, pero yo sé que los ojitos que traía no eran de trabajar. Si no le conociera diría que iba como drogado, pero eso sí, era…
—Muy hombre, lo sé —completé con amargura.
—¿Es que usted lo conocía? Haber empezado por ahí. Y dígame, ¿cómo y dónde se conocieron? ¿En algún burdel? Cuente, cuente…
—Señora, usted está delirando. Si su marido era un cerdo…
—¿Cómo se atreve a hablar así de mi marido? Sepa que era muy honrado y muy limpio. ¡Habrase visto semejante capullo! Faltarle así a la memoria de mi Agustín…
—Bueno, deme también el Expansión.
—No sé si queda alguno —se acercó a la estantería—. Tiene suerte, queda uno.
Al intentar coger el periódico la portada se engancho en una revista, produciéndose un desgarro en varias páginas del diario.
—¡Huy, qué mala suerte! Tendré que pegarlo…
—No, me lo llevo así. Yo siempre rompo la portada y las primeras páginas. Así da más sensación de habérselo leído —mentí desesperado.
—Tranquilo, joven que esto lo arreglo en un periquete. Le pongo un poco de cinta adhesiva y, en veinte minutos, listo.
—No, de verdad, no hace falta. Se lo juro por lo más sagrado…
—Ahora que lo dice, fíjese. Una encuadernación de la Biblia en paspartú auténtico. Es un poco voluminosa, pero observe la calidad de los dibujos. Estaba tiempo sin leer los textos sagrados. Si le parece le voy a leer las cartas de San Pablo…
—Ni se le ocurra. Sería una violación de su correspondencia y eso es un delito —aclaré.
—Está bien. Entonces, ¿le pongo cuatro de éstas?
—No, póngame la calculadora y ya está.
Entonces entró un albañil con una taza de water cargada en el hombro y se dirigió amenazador a la tendera.
—Señora —bramó—, el culo se lo enseñé ayer, el water es éste y el papel que quiero es aquel —explicó enojado señalando unos rollos de Scottex.
—¡Sí, señor! ¡Y qué culo! Me recordaba el de mi Braulio que era…
—¡MUY HOMBRE! —gritamos el albañil, dos lectores, tú y yo presos de la impaciencia.
Poco después, apenas una hora y cuarto más tarde, salí con la calculadora en la mano, dando gracias por seguir completamente cuerdo. Cogí el coche y volví al trabajo.
—Hombre, Juan, sí que has tardado. ¿No te habrás ido de parranda? —inquirió mi jefe.
—No, es que la tía empieza a hablar y…
—Bueno, menos excusas. Te lo descontaremos de tu sueldo. Dame la garantía que la guarde.
—¿Garantía? No me la ha cuñado aún por que dice que es mejor que la probemos un día, porque su marido, que era muy hombre, tuvo una y se le rompió apostando a los caballos son el dinero que le había quitado a uno del Domund y…
—Vuelve inmediatamente y que te cuñe la garantía. Y dale recuerdos para su marido.
—Pero si ha muerto…
—No murió, se voló los tímpanos con dinamita y nadie sabe por qué. Ahora está ingresado en La Paz por una operación de cataratas –aclaró mi jefe.
No pienso volver —mantuvé firmemente. Y efectivamente, mi postura impresionó al jefe y así, a los cinco minutos, ya estaba de nuevo entrando a la tienda.
Hoy día, han pasado tres meses, aún sigo allí, dando detalles sobre el tipo de sacapuntas que tengo que comprar. Espero lograr salir algún día, aunque mi vista y mi olfato han mejorado notablemente en detrimento del oído, el cual ya está totalmente insensibilizado sin motivo aparente.
Gracias por escucharme. Abrazos para todos y besazos para todas.
Juan Benlloch