Mira tú por dónde
Cuando desperté al día siguiente la realidad me golpeó la cara. Tenía un nuevo trabajo que sería la envidia de todos cuantos tuvieran uno peor. Si triunfaba conseguiría superar el mayor logro de mi vida, que hasta entonces había sido apagar las velas en mi trigésimo cumpleaños de un soplo. En cambio, si fracasaba mi vida iba a ser más corta que la de una mantis religiosa metida a gigoló.
La solución para todo era la preparación. Yo ya había adquirido una ingente cantidad de conocimientos con mi curso, pero debía prepararme más. Tenía que beber directamente en las fuentes de la sabiduría futbolística: los bares. Tenía unos días para convertirme en un erudito, en una enciclopedia deportiva andante, en el entrenador más docto que había conocido la liga.
Me iba a enfrentar a un reto sin igual. El objetivo era más que ambicioso, pues exigía constancia, saber estar y una capacidad innata para aprender y adaptarse a las circunstancias. Estas eran sólo algunas de las características de las que yo, modestia aparte, carecía por completo.
Bajé al quiosco y compré el Marca, la Gaceta de los Negocios y el Jueves y me fui a la Biblioteca Municipal. Permanecí en este recinto sólo media hora pero no me podía concentrar. ¿Qué estarían tramando toda esta gente? ¿A qué venía ese silencio? ¿Pensarían que, una vez superada mi neurosis, me iban a poder coger desprevenido?
Me abrí a un bar, pues en estos sitios es donde realmente se aprende la esencia del fútbol, rodeado de tertulianos especializados, pues muchos de ellos llevaban más copas que cualquier equipo europeo.
—Póngame un cortado y un botellín de agua.
—¿Quiere el agua Lanjarón, que es buena para el corazón? —me preguntó el camarero con un deje poético.
—No, gracias, póngame Bezoya, que es buena para la….
—Sí, sí, le entiendo —contestó el camarero girándose hacia la cafetera.
Desplegué el diario sobre la barra, me agencié un boli y un papel y me anoté todas las palabras y conceptos sobre los que tenía duda: gol (sin, duda, era la abreviatura larga de “golf”), doble pivote, media punta, fuera de juego, galáctico, caracolear, defensa en zona (aunque no ponía en qué zona), juez de línea (término tomado de otro deporte, el bingo), cero cerismo…
Y se inició la tertulia. El equipo local había vencido y los otros aspirantes al título habían empatado.
—¿Qué, Pepón, qué le ha pasado a tu equipo? —preguntó el camarero mientras ponía unas gotas de café en un vaso de Terry.
—El árbitro ese me dio mala espina nada más verlo. Se comió un penalti claro en la primera parte y con los fueras de juego acabó de rematarnos.
—Pero ¿qué dices? Eso no era penalti. El tío se tiró a la piscina.
—Perdonen, ¿hablan de fútbol? —pregunté confuso—. ¿Es que los jugadores no saben que una cosa es el fútbol y otra el waterpolo?
—¿Y tú quién eres? —preguntó Pepón.
—Yo soy Juan, entrenador internacional y, si no es mucha molestia, me gustaría participar en su coloquio.
—Ya decía yo. Cuando he oído lo del waterpolo me he dicho: “Manolo, este tío sabe mucho”. Yo soy Manolo —explicó uno estrechándome la mano— y, la verdad sea dicha, tiene usted más razón que un santo. ¿A qué viene eso de tirarse? Lo que tienen que hacer los jugadores es meter goles y no dejarse caer cuando pasa otro por al lado. En eso los ingleses nos llevan años…
—Sí, Manolo, lo que tú quieras, pero ¿qué han ganado los ingleses últimamente? ¿Cuántas Champions y cuántos Mundiales? Ná, no se comen un torrao.
—Parece mentira que digas eso, Pepón, pues tampoco nosotros hemos ganado ningún Mundial? ¿Y sabes por qué? ¡Por el seleccionador! Y si no, que se lo digan a nuestro amigo entrenador, ¿verdad?
—Hombre, es que tampoco lo tiene fácil el hombre. Tenga en cuenta que cada uno de nosotros haría una selección distinta. Son muchos jugadores para elegir y, a la hora de la verdad, sólo juegan cinco y el portero…
—Lo que pasa es que no hay mentalidad. Vamos sobraos y perdemos o empatamos el primer partido y nos acojonamos. Y lo peor es que, cuando empezamos a jugar bien, nos eliminan.
—La historia de siempre, decimos que España ha de jugar con cabeza y dos días después apelamos a la furia, a que los jugadores han de tener unos cojones como el toro de Osborne…
—¡Ahí le has dado, Manolo! —reconoció Pepón ventilándose la décimo-quinta caña del desayuno.
En la hora y cuarto siguiente yo permanecí callado, para no estropear mi buena imagen, admirando las perlas de sabiduría que repartían mis compañeros y tomando notas en una servilleta.
—Bueno, maestros, tengo que irme. La semana que viene nos enfrentamos a un potente equipo y tengo que estudiar unos videos sobre su juego.
—¡Cómo se nota que es usted todo un cerebro! Me encantaría verle dirigiendo a su equipo. Debe dar gusto analizar la colocación de sus jugadores en el campo.
—Bueno, Manolo, ustedes también saben colocarse muy bien. Sólo hay que verles…
Me despedí y me dirigí al videoclub para incoar la siguiente fase de mi aprendizaje: el estudio audiovisual. Así pues, entré al videoclub que distaba casi cuatro metros del bar y doce de mi apartamento.
—¡Hombre, el dandi! ¿Vienes a alquilar alguna película del ciclo ¡Qué grande es el autocine! como es habitual en ti?
—No, Perico, no. Vengo en plan estudiantil. ¿Te acuerdas cuando preparaba la selectividad viendo “Érase una vez el hombre”? Pues esto es algo parecido. Tengo un trabajo nuevo y necesito información…
—¿Ah, sí? ¿Tú, trabajando en algo nuevo? ¿Otro proyecto de la fábrica de accesorios de baño? Esa empresa es la leche. Creo que es la más grande de su sector —comentó entusiasmado.
—No, aquello me lo dejé. La empresa estaba bien, pero muy mal comunicada. Tenía que patear casi tres minutos desde el metro —dije para disimular—. Bueno, dejémonos de historias, necesito videos de la Liga de Campeones. ¿Tienes algo?
—Sí, aunque no sé si habrá algo libre. Voy a ver… Tienes suerte, al girar a la derecha tengo la prórroga de la semifinal. Juega el New Team contra el Mensaka Enyamaja. Son ocho dvd’s. Yo de ti no me perdería el último gol de Oliver, ¡es increíble!
—¿Oliver? No me suena ese jugador. Aunque claro, yo sólo conozco a los jugadores más famosos, como Corbalán, Sibilio, Agassi, Karpov y Leonardo di Caprio. En fin, me los llevo.
—Cuando me devuelvan los demás te los reservaré. Hay un capítulo sobre una tanda de penaltis, que es impresionante. Son veintiocho deuvedés, pero merece la pena verlo.
Pagué y fui al supermercado a comprar todo lo necesario para sacar el máximo provecho a las horas de estudio que me esperaban. Y así, con ciento doce bolsas de palomitas para microondas, subí al piso.
Entré a la cocina y metí ocho bolsas en el horno, aunque había espacio para veinte más. “Una bolsa tarda en hacerse cuatro minutos. Ocho bolsas tardarán treinta y dos minutos”, calculé con una facilidad que asombraría al mismísimo presidente de la Casio Corporation.
Mientras preparaba la pitanza encendí el dvd, la tele, el mecanismo de masaje del sillón y bajé la luz hasta el nivel más tenue. Introduje el primer disco y un escalofrío me recorrió toda la espalda. “Oliver, Benyi, los reyes del balón. Benyi, Oliver…”. ¡Enrique y Ana! ¡No puede ser! Tras el regreso del “1, 2, 3” no imaginaba nada más aterrador. Pero no, no eran ellos. El sudor frío se secó instantáneamente y me dejé caer en el sillón.
Las imágenes llenaron la pantalla. Los japoneses con los ojos más grandes que había visto en mi vida llenaban un estadio. Un joven, debía ser el protagonista, miraba, imagino que extasiado de marihuana, al infinito mientras soltaba una parrafada sin sentido. Otro le replicó otras frases aún con menos sentido.
Todo ello me demostró una cosa, que aprender todo lo que hay que saber de fútbol y japonés a la vez eran dos cosas totalmente incompatibles. Cambié el idioma y volví a iniciar la película. Esta vez sí que entendía lo que decían aunque seguía sin encontrarle el sentido, por lo que, para no acabar frustrado, volví a cambiar el idioma.
La cámara hizo una larguísima panorámica del público, casi veinte minutos, y en ella se podía ver a la gente enardecida apoyando al público, con banderas, bufandas y bengalas. ¡Qué realismo! Era lo más sorprendente que había visto en mi vida. Mientras en la pantalla aparecían bengalas el comedor se me llenaba de humo. ¡Lo que inventan los japoneses! ¡Qué tíos! Este nuevo formato de dvd era, sin duda, el invento del siglo, como lo fueron en su día el motor de explosión, las placas solares o los tamagochis.
Mi admiración por la cultura nipona duró lo que tardó en explotar el microondas.
La otrora blanquecina cocina estaba cubierta de residuos medio líquidos de palomitas quemadas. El desastre era de proporciones colosales. Imaginé lo que iba a costar limpiar aquello y, llevado por mi espíritu emprendedor, decidí cambiar de piso.
Volví al sofá y después de abrir las ventanas y expulsar el humo con mi secador de mano, me senté de nuevo en el sillón y le di al “play”.
Conforme iban cayendo, uno a uno, el resto de los discos, me iban viniendo a la cabeza decenas de preguntas: ¿cuánto mide el campo?, ¿cuánto dura un partido?, ¿cómo el portero puede atreverse a decir que no la ha visto venir si la pelota tardó en llegarle treinta y seis minutos desde que el otro chutó? Pero sobre todo, lo que más me inquietaba era saber cómo narices habían conseguido poner una cámara en el balón.
En ese momento empecé a entender lo del doping en el deporte, ¿cómo iba aguantar cualquier ser humano setenta y cuatro horas de partido sin meterse nada en el cuerpo?
La curiosidad me venció y me metí en Internet buscando respuestas. Y las hallé. Un estudio riguroso y científico demostraba que el estadio, en el que jugaban estos chavales, medía ciento ochenta y tres kilómetros, que los lesionados morían mientras esperaban al masajista y que los fuera de juego se señalaban con bengalas. Todo esto me tranquilizó, aunque seguía sin saber lo de la cámara en el balón.
Pero una cosa sí que saqué en claro: mi equipo debía tener una forma física similar al Mensaka Enyamaja si quería llegar a la final. El siguiente paso era informarme sobre qué ejercicios eran los más convenientes para mis jugadores.
A pocos metros de mi piso estaba el “Super-esteroid Palace”, regentado por un antiguo amigo, Arnaldo. El había sido doce años seguidos subcampeón de culturismo del barrio, por lo que se puede decir que tenía experiencia de sobra en el campo de la preparación deportiva.
Entré al “Palace” y encontré a mi colega cabizbajo, con los codos apoyados en la mesa de su despacho.
—Buenas, campeón, ¿cómo estás? —saludé.
—No te burles de mí. Subcampeón, soy subcampeón. ¿Sabías que eso es menos que campeón?
—Claro que lo sabía. ¡Ni que fuera tonto!
—Pues yo no lo sabía. Me he enterado esta mañana. Eso significa que no he ganado nada en mi vida. Soy un fracaso…
—Tú no eres un fracaso. Tú has dado tu vida por este deporte. Eres un tío auténtico…
—Soy una farsa. ¿Auténtico? ¿Te acuerdas de todos los lacasitos que comía a toda hora? Pues no eran lacasitos. Papá me hizo creer que lo eran pero, en verdad, eran pastillas para coger volumen muscular. ¿Te das cuenta? He estado doce años hinchándome a tomar todo tipo de porquerías. Y lo peor es que lo sabía todo el mundo menos yo. Encima el médico me ha dicho que pueden haberme dañado un montón de órganos como el hígado, los riñones e, incluso, el cerebro.
—¡Qué chungo! Deberías hacerte unas pruebas…
—No creo que sea necesario. Me he estado poniendo a prueba y creo que todo está perfecto. Tengo un hígado de acero. Ayer lo comprobé. Hizo falta casi medio tercio de birra para volcarme. Pero lo mejor es que el cerebro está perfecto…
—Menos mal. Es que lo de las pastillas es muy delicado…
—¿Qué pastillas?
—Las que me has dicho…
—Juan, ¿te encuentras bien?
—Claro, campeón, claro…
—No te burles de mí. Subcampeón, soy subcampeón. ¿Sabías que eso es menos que campeón?
—Sí, ya me lo has dicho…
—¿Quién, yo? Deberías cuidar más tu alimentación, Juanito. Si al cerebro le faltan vitaminas…
—Bueno, dejémoslo. Venía a pedirte un favor…
Mi amigo volvió a apoyarse como cuando lo encontré. La tristeza le cubría el rostro.
—El médico me ha dicho que pueden causar daños irreparables al cerebro, similares a los efectos del éxtasis o a la visión de dos galas de “Operación Triunfo” consecutivas. Ya sabes… cambios de humor, trastornos de personalidad, manías persecutorias, lagunas mentales…
—¿Todo eso con las pastillas esas?
—¿Qué pastillas? ¿Te encuentras bien?
—Sí, es que estaba pensando en otra cosa —aduje para disimular al ver que mi amigo estaba más quemado que el mapa de Bonanza—. Bien, vamos al tema. Yo he venido porque necesito que me ayudes a preparar físicamente a un equipo de fútbol.
—Me gustaría poderte ayudar, pero yo no pasé de la EGB y en Física estoy pelado. En cambio en Química estoy muy puesto, como la Jacin, la piva con la que salía, pasaba pastillas…
—Me refiero a que necesito que los pongas en forma o que, por lo menos, me elabores un plan de ejercicios para que el equipo aguante un partido sin problemas.
—Eso es fácil, hombre. Dime, ¿qué esfuerzo tienen que realizar? ¿Qué edad media tienen? ¿A qué dedican el tiempo libre? ¿Quién te ha visto y quién te ve? ¿Qué será, será?…
Antes de que siguiera desvariando le corté y le expliqué cómo eran los partidos, el campo y toda la información que había sacado de mi estudio audiovisual y de mi navegación por Internet.
Veinte minutos después salí del gimnasio con un plan adaptado a las necesidades especificadas. Desde luego podía considerarme afortunado por contar con amigos tan preparados.
Subí de nuevo a mi apartamento y mientras veía otro deuvedé, con la repetición de una jugada del Mensaka Enyamaja, repasé la lista de ejercicios:
Estiramientos musculares.
Setenta y ocho kilómetros de carrera continua.
Cuatro series de doscientas abdominales.
Tres series de cincuenta flexiones con dos manos, con una mano y con dos dedos.
Estiramientos musculares.
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Media hora diaria de visionado de los mejores momentos de Bigote Arrocet en el “Un, dos, tres”.
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Audición del disco de Leticia Sabater y el de Jesulín de Ubrique con progresivas subidas de volumen, hasta alcanzar un estado mental que permita escucharlo de un tirón.
Como detalle de calidad mi amigo incluyó un par de consejos para que mis peloteros consiguieran una fortaleza mental a prueba de bomba:
Sin duda era un plan de entrenamiento durísimo pero que, de cumplirse, podría convertir a mis discípulos en auténticas armas de destrucción masiva en pocos días.
No obstante, yo añadí algunos ejercicios para que mis jugadores pudieran saltar como el Oliver ese del video.
Si las previsiones se cumplían seríamos un equipo imparable, pensaba mientras apretaba mi oreja derecha contra la almohada.