Todo el día oyendo los mismos villancicos y viendo a la gente corretear por los pasillos del supermercado con los carros llenos. Ocho horas de felicidad ajena pasando ante los ojos melancólicos de Pepa, la cajera. Planes de cenas familiares que ella nunca tuvo. Huérfana y solitaria, la cajera más rápida, veía como su vida transcurría monotonamente sin emociones ni sorpresas.
Pepa era una mujer hecha a sí misma, reservada, tímida y con el punto de ironía y mala leche que da la falta de sociabilidad, la ausencia de una pareja y la falta de cariño.
La Navidad no era la mejor época para los solitarios. La fingida emoción y orden cósmico que nos imponemos en esos días no iban con ella. Demasiado auténtica para desearle felices fiestas al cabrón del vecino, demasiado sincera para liarse con un extraño. Pepa no tenía ligues de una noche pues carecía de esa frialdad.
No es que creyera en eso de nada de sexo antes del matrimonio. Un coche es para unos años y es mejor probarlo para no llevarse sorpresas, pero si no te convencen tampoco has de ir probando todos los coches que veas. Lo que de verdad quería Pepa era vivir una vida idílica, con un apuesto marido y unos hijos traviesos, que corrieran por la casa destrozando todo, tal y como ella no pudo hacer nunca en aquel orfanato de rectas costumbres en el que se crió.
Licenciada en Empresariales por la UNED, Pepa aguardaba en la caja el momento en que algún responsable de Recursos Humanos de una gran empresa leyera su currículum y le llamase. Había enviado cientos de cartas de presentación desde que se licenció, pero todo lo que había conseguido era ese puesto que detestaba y apreciaba a la vez con todas sus fuerzas.
–¡Señorita!, ¿va a cobrarme o no? No tengo todo el tiempo del mundo –le gritaba un anciano arrastrado por sus nietos.
Pepa se había quedado en la inopia, imaginando que estaría haciendo en esos momentos en su segunda vida, aquella que protagonizaba en sus sueños.
–Perdone, ahora mismo…
–¡Venga, tía! ¡Qué nos van a dar las uvas aquí! –protestó un rasta.
Pepa estaba harta y ya no podía más.
–Mira, tío. Si estás cansado de hacer cola te vas a la sección de higiene y te coges una garrafa de champú y una escopeta para matar esos piojos como mapaches que debes tener….
Estaba deseando decirlo, pero sólo lo hizo en su imaginación. Dependía de esos ochocientos euros para sobrevivir.
–Sí, perdonen. Son treinta con cuarenta, buen hombre. ¡Qué nietos más monos tiene! Tome su cambio. ¡Feliz Navidad! –dijo con el más mínimo entusiasmo, casi sin vida.
Media hora después el reloj marcó las veinte horas. Fin de la jornada.
Pepa entró al vestuario para cambiar su uniforme y mudarse con su estilo casual. Quería evitar a toda costa a las compañeras, felices por las fiestas y que, a buen seguro, iban a restregarle el tema de la cena familiar, cena de la que ella nunca disfrutó.
Entró intentando hacer el menor ruido, deseando ser invisible, pero sus planes tuvieron menos éxito que la carrera musical de Jesulín de Ubrique. Además, se encontró a la última persona de este planeta a la que hubiera querido ver: Evita, la cajera más lenta del centro pero, a su vez, la que más facturaba.
Las colas en la caja de Evita siempre habían sido espectaculares. Pese a su torpeza Evita atraía a toda la clientela masculina y lésbica. Su naturaleza moldeada a golpe de bisturí, su camisa convenientemente desabrochada hasta la mitad y su lasciva mirada hacían que unos minutos de espera no supusieran una tragedia para los clientes.
Más que una cajera parecía una estrella del porno. Se rumoreaba que había participado unos años atrás en varias películas como ‘Arma rectal’, ‘Semental, querido Watson’ o ‘El Sexorcista’ a las órdenes del singular Francis Ford Copula. Pero todo eran habladurías, aunque su vida sexual era más activa que la de cualquier actriz del género.
-¡Pepita!, ¿qué vas a hacer esta noche? -preguntó Evita deseosa de que la preguntarán a ella lo mismo.
Pepa le miró pensando: ¡Hija de puta! La muy zorra me va a contar sus asquerosos planes para hoy, como si a mí me importará lo más mínimo.
-Bueno, me iré a casa y me prepararé una pizza y, como hoy es un día tan especial puede que que me regalé un helado de postre -contestó Pepa con desidia.
-Pues yo cenaré con mi churri, nos daremos un homenaje y como se duerme nada más acabar me iré al Pachá con Fernández y luego al Ritz. Si quieres venirte con nosotros a Fernández no le importará. Es más, él mismo me ha pedido que te invite…
Fernández era el encargado de la sección Frutas y Verduras, un fanático de los gimnasios y la comida sana. Divorciado dos veces, mujeriego empedernido, de cuerpo atlético y cerebro de boxeador. Era vox populi que tenía conocimiento carnal con la gerente del supermercado, algo de lo que él había dado hasta el más mínimo detalle a sus compañeros masculinos.
-No sé, puede que al Pachá os acompañe, pero al hotel…
-¡Qué pena!, lo del hotel me daba un morbo… En fin, luego te recogemos. Te haré una perdida cuando estemos llegando. Hasta luego…
Mientras Evita salía Pepa contemplaba el fondo de su taquilla con la mirada perdida. ¿Cómo he sido tan idiota para quedar con esta zorra y el chulo putas del Fernández? ¡Qué imbécil soy!, pensaba iracunda. Cuando se dio cuenta de que no era el mejor plan, sino el único plan para no pasar la noche de Navidad sola, su enfado se tornó decepción.
Tal y como había anunciado llegó a casa, se dio un baño relajante y se preparó una Cuatro Estaciones a la que le siguió una tarrina de helado de chocolate.
Después de la cena se vistió con un sencillo vestido negro, que estilizaba su figura y que insinuaba unas curvas que con su uniforme habitual pasaban inadvertidas.
Con un maquillaje suave, pero acertado, su aspecto era totalmente distinto al de aquella joven gris de la caja once.
A las doce y media, el móvil le despertó del letargo en el que se había sumido en el sofá bajo los efectos del especial navideño de Raphael.
Bajó a la calle y a los pocos segundos llegaron sus compañeros en el todo terreno de Fernández, regaló de la gerente del súper.
-¡Vaya pibón! Mira la mudita, ¡qué callado te lo tenías! Me dan gas de echarme a un lado y comértelo todo -saludó Fernández con esa sutileza y elegancia tan suyas.
-Yo también me alegró de verte -contestó Pepa con un mohín de asco-. Entonces vamos a Pachá, ¿no?
-Casi que le pueden dar por culo al Pachá y nos vamos al hotel los tres y así veréis lo que es una noche buena, aunque sea con un día de atraso.
-Tranqui, Rocco, que se te va la fuerza por la boca. Vamos al Pachá, que no me he puesto este modelo para que me lo arranques a bocados nada más empezar la noche -indicó Evita masajeándole suavemente la entrepierna.
-Me estoy poniendo más caliente que el culo de una cafetera -respondió él mordiéndose el labio inferior mientras estrujaba el volante con ambas manos.
Pepa se sentía mas fuera de lugar que una monja en Gran Hermano pero sonreía falsamente mientras buscaba inquieta un hueco para aparcar cuanto antes.
Por fin bajaron del vehículo y se acercaron a la entrada de la disco. Entraron por la puerta VIP, sin hacer cola, gracias a las influencias de Fernández entre el personal femenino de la disco.
A los pocos metros se detuvieron ante una ‘importante’ emergencia.
-¡Rápido! Tenéis que abrazarme. Están ahí delante los colegas del gimnasio y tengo una reputación que guardar…
-Tío, eres un enfermo…
-Vamos, Pepa, ¡qué no es para tanto! Le damos un abrazo amoroso y ya se queda feliz. Además, mira que cara de pena pone… ¿no me dirás que no está para comérselo? -dijo Evita antes de darle un lametón en la cara a su amante bandido.
En ese momento Pepa se dio cuenta de lo larga que se le iba a hacer la noche, por lo que decidió seguir la corriente a sus compañeros pero sin lametones.
Los compañeros de gimnasio resultaron ser tan refinados como el propio Fernández. Puede que se tratara de una especie de virus que pululaba por las duchas y que había contagiado a todos los usuarios, mermando alarmantemente el número de neuronas.
-Hombre, Ferni, ¡qué bien acompañado vas! ¡Vaya dos jacas! Si se les estropea algo dímelo y voy con mi herramienta… -saludaba uno de los amigos mirando sin ningún disimulo el escote de las damas.
Evita estaba encantada e, incluso, se inclinaba coquetamente hacia delante, para que los gimnastas no tuvieran que forzar demasiado la imaginación. Pepa, por su parte, deseaba vivamente que el loco de la Matanza de Texas irrumpiera en la pista con la motosierra y cortará de cuajo todas aquellas cabezas vacías que tenía delante.
-Perdona, soy Luis. ¿Cómo estás? -se presentó otro.
-Hola, soy Pepa -contestó feliz al detectar un atisbo de educación.
-Encantado -replicó Luis antes de los dos besos preceptivos-. Te veo muy elegante. Discreta y elegante con una serena belleza…
-Gracias, me voy a poner colorada aunque parezca mentira.
-Y bien, bella Pepa, ¿te puedo hacer una pregunta? Sé que te la habrán hecho mucha gente…
-Tranquilo, Luis. Ya sé que vas a decir que ‘¿qué hace una chica como tú en un sitio como este?’ -canturreó Pepa con alegría.
-No, no era eso. Lo que quería preguntarte es… ¿son operadas?
El joven señaló con los dedos el escote de Pepa. Del buen rollo se pasó a la tensión en segundos.
-No lo son. Son naturales, sin trampa ni cartón -respondió enojada.
-No puede ser verdad. Son operadas, ¡seguro! -aseveró Luis tocándole el seno izquierdo.
Cinco eran los tours que ganó Indurain, cinco los mundiales que ganó Brasil y cinco, y con esos bastaron, los dedos que le plantó Pepa a Luis en la mejilla. Del colosal tortazo Luis cayó de espaldas, llevándose por delante (o mejor dicho, por detrás) a un camarero con una bandeja rebosante de copas y un grupo de pijos.
Antes de que se montara la tangana Fernández y las damas se dirigieron sin hacer ruido hacia la barra opuesta, donde el caballero sufrago unos mojitos.
-Mujer, ¡qué estrecha eres! ¿No ves que es un inocentón que no tiene maldad ninguna? Si yo hiciera lo mismo cada vez que alguno me toca las tetas esto sería el Génesis -le reprendió Evita a sofocada compañera.
-Querrás decir el Apocalipsis -corrigió Pepa.
-Lo que faltaba, ¡encima beata! ¡Qué paciencia tengo que tener contigo! -exclamó Evita con gesto de mártir.
-Hombre, ¿quién está aquí? El bueno de Pepe -interrumpió Fernández saludando a otro amigo.
-¡Cuánto tiempo! ¡Y qué bien acompañado que estas! Son preciosas las dos -reconoció Pepe mirando a las jóvenes.
-Pues son auténticas, ¡gilipollas! No me he operado -espetó Pepa antes de propinarle un bofetón al recién llegado.
Pepe se quedó petrificado. Petrificado y dolorido, con una mano marcada en la mejilla.
-Me refería a vosotras dos -aclaró con voz lastimera señalando a Pepa y Evita.
-Lo siento, pensaba que…, bueno, ha sido un error. Es que acabo de conocer a un payaso y ya se sabe… En fin, que no te puedes fiar. Llega uno en plan amable, te dice algo bonito o te intenta dar pena y antes de que te des cuenta te soba las tetas. ¡Es vomitivo! -se excusó Pepa.
-Y bien, ¿cómo te va con tu chica? ¿Sigues con la fanática de la limpieza? -inquirió Fernández a su amigo.
-Es mejor que no te conteste, después de lo que acabo de oír. No quiero ganarme otro tortazo -contestó Pepe mientras se frotaba la mejilla palpando cualquier signo de hinchazón.