Capítulo 05

Donde se cuentan más cosas.

 

 

Paco y Rúper fueron conducidos a la celda por varios policías armados hasta los dientes. El

aspecto de los periodistas era el de dos auténticos psicópatas, por lo que no era nada de extrañar que les dejaran un sitio donde sentarse confortablemente en la celda. Resultaba evidente que los demás presos les temían o, al menos, les tenían un profundo respeto.

En la celda reinaba el silencio, pero era un silencio escandaloso, un silencio que podía hacer que los oídos estallasen sin apenas esfuerzo. En el aire flotaba el nerviosismo, la furia, la rabia contenida con un frágil muro de calma, y todos estos factores dándose a la vez en tan exiguo lugar no hacía presagiar nada bueno.

La tranquilidad desapareció de pronto. Un punk sacó una pistola de su bota derecha y señaló a un individuo de aspecto lamentable. Éste se levantó y se acercó al punk con aire desafiante, como diciendo «aquí estoy yo y lo mío». Por si fuera poco se colocó a dos palmos de la cara del punk.

—¿Qué pasa, tío? ¿Me vas a matar aquí, delante de toda esta basca? —preguntó dando por segura la continuidad de su vida.

—Eres un mardito soplón de la bofia. Por tu curpa estamo aquí. Saluda a Belcebú de mi parte, coleguita —dijo el punk antes de volarle la cabeza al chivato.

Un policía hecho un manojo de nervios entró a la celda.

—¿Quién ha sido? ¿Qué ha pasado? ¿Quién se lo ha cargado? ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos?…

—He sío yo. Ha sido sin queré. Le iba a da fuego y confundí la pistola con mi mechero del «Naranjito». Me está bien empleado por sé servicial. ¿Ves como resulta imposible mi integración en este podrido sistema que tenéis montado? Si ya lo dijo mamá, «hijo, tú lo que tienes que hacé e…

—Tranquilo, Chusti. No ha pasado nada. Lo importante es que estéis todos bien. Sólo ha sido un susto sin importancia. Por esta vez voy a olvidar lo que ha pasado pues no es la primera vez —anunció el policía tratando de consolar al punk.

Rúper y Paco habían sido testigos de todo lo sucedido y, cuando el policía preguntó si alguien había visto lo ocurrido, iban a levantarse a contarlo, pero no lo hicieron por prudencia ya que ninguno de los otros veinte testigos movió un dedo por aclarar el asunto. ¿Quién sería ese punk al que todos temían?

Media hora después fueron puestos en libertad todos los detenidos menos uno (un pobre desgraciado que tuvo la osadía de escribir en una pared «el perro del sargento no tiene pedigrí»).

Con los pies en la calle Chusti se acercó a los periodistas con la idea de convencerles para que se incorporasen a su banda. Después de las presentaciones y el intercambio oral de curriculums vitaes, se marcharon los tres juntos por su camino.

De un modo u otro nuestros amigos debían ganarse la confianza del temido punk, y que mejor forma de hacerlo que impresionarle comportándose como auténticos salvajes. Por este motivo los periodistas destrozaron contenedores, farolas, bancos, macetas, hidroaviones, y todo tipo de cosas que se cruzaban en su camino.

Chusti más que sorprendido estaba perplejo. No era fácil encontrar gente así que se preocupara tan poco por los demás y no ocupara un escaño. El punk flipó más aún cuando los periodistas dieron un palo en un «banco» de atunes.

Con las ropas empapadas de agua de mar llegaron a la Plaza Patera. En ella les esperaban la banda de Chusti: los «Arterias». Sin demora ni tardanza Chusti presentó a toda su basca —vaya rima me he currado, ¿eh?—. Paco y Rúper les saludaban sin poder ocultar sus nervios, sobre todo Paco, que se movía más que Jesús Hermida retransmitiendo la final del campeonato mundial de ping-pong.

—Paco, Rúper, éstos son Raúr Travenosa, Juan Talamera, Oscar Denal, mi novia Esther Nocleido +Toideo, Jaime Tadona y Paul Vete.

—Estoy muy contento de conoceros. He oído hablar mucho de vosotros —dijo Paco para quedar bien.

—¿Ah, sííí? ¿y qué es lo qué has oído? —preguntó Oscar Denal sacándose cera de la oreja derecha con una motosierra.

—Pues que sois… o sea… estoo…

—Que sois los más bestias de esta ciudad y que sois una peña guay —dijo Rúper haciéndole un quite a su amigo.

—Dejaos de tonterías y vayamos ar trigo, o sea, ar grano. Tenemos un pisito okupado en esa finca. Si queréis podéis compartirlo con nuestro amigo el «Maradona». ¿Ok? —preguntó Chusti mientras sacaba un Magnum del bolsillo de su chupa.

Ante sus buenos modos y, tal vez, por respeto a su pistolón los periodistas aceptaron la oferta del punk y fueron acompañados a su nuevo hogar. Para su sorpresa y la mía, el «Maradona» no estaba en casa. En el barrio se comentaba que volvería de aquí veinte años y un día, aunque según el «Marca» se había escapado saltándose el muro de la prisión durante su participación en los saltos con pértiga de los Campeonatos Inter-Prisiones de Atletismo.

Paco y Rúper se acostumbraron pronto a su nuevo pisito, el cual contaba solamente con siete cuartos de baño. Se cree que Isabel Preysler creció en él.

Pasadas un par de horas entró en la morada un individuo alto y delgado Era él, Leandro Gata. Tenía mal aspecto y no era para menos: su afición al deporte le había llevado a esprintar varios quilómetros por delante de los coches de la Guardia Civil.

Sin mediar palabra ni dinero se acostó en un viejo sofá color verde nieve. Los dos pseudo-punks se miraron sin saber qué hacer o decir. Al final, como no se les ocurrió nada mejor, se pusieron a jugar al «un, dos, tres, pollito inglés» hasta que su nuevo compañero sacó una escopeta de un armario y les obligó a «bailar».

A las diez y media de la noche cenaron. Sin apenas tiempo para reponerse del cansancio del baile, bajaron a la calle para reunirse con los demás en la Tasca Gao. Allí se reunían todos para hacer tres cosas fundamentalmente: beber, beber y… beber (y, a veces, también beber).

Cuando salieron de la Tasca iban más cargados de cerveza que un camión de El Águila. Su sentido del equilibrio había desaparecido. El más mínimo obstáculo a su paso se convertía en una trampa insalvable. Sin duda alguna, la trigesimocuarta cerveza les había sentado como un tiro.

Antes de despedirse de sus colegas que aún quedaban de pie, Chusti tomó la palabra y una última birra:

—Troncos, si mañana nos sobra tiempo deberíamos hablá de la reunión de bandas de la semana que viene. Todavía no hemos decidido qué armas llevaremos. Hay que hablarlo todo. El día de San Guinario vamos a hacé historia…

—Tranqui, colega. Tenemos tiempo de sobra. En menos que Dyango moja la camiseta en un concierto podemos planear todo eso. ¿No te acuerdas del año pasado? —replicó Esther Nocleido +Toideo.

—Calla, tía. Yo no hablo sólo de dá porrazos y recibirlos. Yo estoy hablando de PODÉ. El PODÉ es lo que hace que el mundo se mueva. Nosotros podemos hacernos con el poder de la ciudad, sólo tenemos que planearlo de guay pa eliminá toda la basura que se nos cruce en nuestro camino pantanoso y lleno de cocodrilos. Tenemos que llegá a esa reunión y arrasá cual japoneses en los museos.

—Francamente Chusti, eso é imposible. É má fácil legítimamente encontrá un pajar en unaguja que convencer a todas las bandas de la ciudad para que luchen unidas, por consiguiente. Así pues, chas gracias —le rebatió Felipe González que pasaba por allí.

—Yo no hablo de convencé a todas las bandas. Mi dialéctica va más allá. Propongo que nos carguemos a los que no estén de acuerdo con nuestras propuestas y así los demás sabrán que les conviene seguirnos. Es la única forma de que construyamos un territorio libre en el cual se puedan ejercitá los derechos fundamentales: í en moto sin llevá casco, saltá por el parque en bolas cantando el «Only You» mientras nieva, hacé snowboard en las montañas alpinas con una tabla de planchá mientras vas saludando a la hija de Jesús María José Eduardo Miguel Zapata Cuéllar…

—Desde que ves esos culebrones no hay quien te aguante. Te estás volviendo más hortera que un traje de comunión de Ágata Ruiz de la Prada —añadió una monja subiendo a la Harley del párroco de la Plaza Patera.

—No se pase, hermana. Cada uno tiene sus vicios: unos el tabaco, otros las drogas, los videojuegos, el agua con gas, el pegamento, la música, la puntualidad, etcétera y yo, ya ve, las superproducciones latinoamericanas —respondió para justificar la injustificabilidad de lo injustificable de su justificación— (podría seguir la frase anterior pero no quiero repetirme, ¿entiendes?, no quiero repetirme; ya sabes, no quiero repetirme. Podría repetírtelo, pero no quiero. No quiero ¿qué? Repetirme, ¡cojones!, si te lo he dicho ya).

—No les explique nada de su vida, hijo. Déjelos con su ignorancia. Usted siga enganchado a esas series y verá como aprende más de la vida que viviendo.

—¡Ondia! ¡Si es doña Adelaida, mi presentadora favorita! —dijo Chusti refiriéndose a la autora del último comentario—. Y bien, ¿qué le trae po aquí?

—Un dos caballos de color azul escarlata . En realidad he venido a hablar con mi amiga Conchín Cheta que me escribió desde Toledo pidiéndome que le contará lo qué había pasado con el hijo pequeño de Beatris Alfonsa de la Anunciación, aquél que quería ser piloto pero tenía vértigo y decía que si volaba a ras de suelo no tenía por qué irle las cosas mal, pero, de repente, conoció a Yaqui Onnkyo, la japonesa afincada en Caracas que había tenido un hijo con un mallorquín nacido en Santander y zurdo del pie derecho…

Doña Adelaida cesó su narración del capítulo dos mil ciento seis de «Alberta, la soledad de una madre de catorce chapulines» (culebrón de moda en ese mes de agosto del ´92). A lo mejor los tres metros de cinta aislante con los que la amordazaron le hicieron callar, no sé.

Por lo menos esta amarga experiencia le sirvió a Chusti para comprender cuán peligroso era el mundo en que se estaba metiendo. Así pues Chusti se despidió de sus colegas, subió a su piso y arrojó el televisor por el balcón, cayendo él aparato al mismo contenedor en el que habían metido a la presentadora de televisión.

Por su parte, Rúper y Paco también se subieron a su piso y se piltraron. Su compañero, Leandro Gata, dormía a pierna suelta desde hacía horas bajo una sábana que debió ser blanca hacía mucho tiempo.

Pero en fin, después de improvisar las dos últimas hojas bajo los efluvios de mis zapatillas sudadas, no quisiera seguir adelante con esta historia sin realizar un somero pero profundo análisis psicológico de la figura de Chusti Ziero en el próximo capítulo.

Ahora sólo me queda agradecerle a la chica del «super» la ofertilla del Moskovkaya, el descuentillo en el Bacardí y algunas cosillas más, sin las cuales mi cerebro no hubiera parido esta maravillosa obra, pues como cantaba Extremoduro: «Ya me deben de quedar dos neuronas nada más…»

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