Pitbul, la nueva estrella (fugaz)
Los días habían pasado casi sin darnos cuenta. Estábamos a pocas horas de uno de los partidos más decisivos que había jugado este equipo en las últimas semanas. Hasta ahora habíamos ganado milagrosamente los encuentros anteriores. Pero si de verdad queríamos, como equipo, aspirar a algo o simplemente, en mi caso, seguir con vida, debíamos ganar una vez más como fuera.
Salí de mi apartamento con bastante prisa pues, para variar, me había dormido, y llegué corriendo al estadio. Al principio iba a coger el autobús, pero decidí ahorrarme unos euros. Un minuto después reflexioné sobre mi tacaña actitud y opté por acudir al partido corriendo detrás de un taxi, ahorrándome así una pasta gansa.
Al llegar me tomé unos instantes para recuperar el aliento mientras supervisaba a mi equipo.
Ahí estaban, la viva estampa del fracaso. Habíamos ganado seis partidos seguidos aunque nadie sabíamos cómo.
Intuía que había algo nuevo. Miré de nuevo pero seguía sin salir de mi desconcierto. Por fin se plantó delante de mí una pareja de guardias civiles con un adolescente atado con cadenas, esposado y con la cabeza cubierta por un casco de hockey.
—Les felicito. Les ha quedado muy a lo Aníbal Lécter. Lástima que para el carnaval falten un montón de meses —les dije en plan simpaticón.
—No sea estúpido, mister. Lo que tenemos aquí es la respuesta a todas sus plegarias. Es Josué, el «Pitbul»…
—Perdone, ¿quién dice que es? —pregunté confundido.
—Josué, el «Pitbul». Es su mejor delantero. Está inscrito en la liga pero no ha podido debutar este año por sanción federativa —explicó uno de los guardias.
—¿Sancionado? Si llevamos siete partidos ya. ¿Qué es lo que hizo?
—Le sacó la lengua a un rival…
—¡Ah, bueno!, eso son cosas de críos —respondí quitándole importancia.
—Bueno, se la sacó de cuajo…
—¡Vaya!, supongo que eso es más grave. De todas formas quítenle las cadenas y el casco y pónganle el uniforme. Faltan un cuarto de hora para empezar el partido.
Poco después entré al vestuario para dar las últimas instrucciones a mi equipo. Había preparado un maravilloso discurso (bueno, lo había copiado letra a letra de «¡Qué bello es vivir!»), pero cuando vi cómo estaban los ánimos comprendí que no era el mejor momento de hablarles de la navidad.
—Equipo, hoy tenemos una nueva oportunidad de demostrar nuestra valía…
El pesimismo, acompañante lógico de mis palabras, aplastó la moral de mis chicos.
—Bueno, digamos que podemos demostrar que valemos más de lo que costamos. O sea, quiero decir, que si ganamos al otro equipo le habremos vencido y que, si conseguimos vencerlo, seremos capaces de ganarlo y el que gana no se ahoga y el que no llora no mama y que, aunque mi mamá me mima… yo mimo a mi mamá. Y eso es lo importante. Y sabiendo esto, nadie nos puede ganar. Y ahora, ¡a GAAAANNNNAAAARRRR! —finalicé emocionado este discurso tan efectivo como absurdo.
—¡A GAAAANNNNAAAARRRR! —replicaron mis jugadores emocionados.
—Señor entrenador, Pitbul se está comiendo las toallas —reveló Pablito.
—Pablito, no me seas chivato. Te lo he dicho muchas veces. Y tú, Pitbul, suelta las toallas inmediatamente o no jugarás —amenacé con autoridad.
Pitbul me obedeció hasta que empezó a morder una de las puertas de las duchas. Bueno, por lo menos así lo mantenía ocupado mientras explicaba la táctica que íbamos a emplear.
—Atención todos. He estudiado al equipo contrario y he averiguado que su sistema de juego es el… —saqué mi libretilla de tácticas y busqué la página— … a ver, es el 9-0-6, 6-9, 6-9, 6-9…
—Señor entrenador, ese sistema no existe. Eso parece más bien un teléfono guarro de ésos…
—¿Cómo? Ya me he vuelto a equivocar de libreta. Bien, qué más da cómo jueguen ellos. Lo importante es cómo jugamos nosotros. Pues bien, hoy tenemos a nuestra recuperada estrella Pitbul —anuncié señalándole con alegría hasta comprobar que estaba mordiendo los grifos de las duchas—. Bueno, veamos. Julio, Marcos y José, a la defensa; Paquito, Manuelín, Luis Alfredo y Churri, al centro. Y veamos, en la delantera…
Pablito saltaba con los brazos extendidos como pretendiendo alcanzar el cielo.
—A ver, a ver, … Rafa y Lucanor me hacéis un doble pivote, como quien no quiere la cosa y, delante del todo, Pitbul. La táctica a seguir va a ser… recuperamos el balón cuanto antes, a poder ser sin usar la navaja, ¿entendido Paquito?, le pasamos el balón a Manuelín y él se acerca al área con la pelota mientras Luis Alfredo y Churri le abren paso. Si al llegar al área no podemos lanzar un triple se la pasamos a Pitbul para que se deshaga de su marcador y meta golf.
—Mister, yo estoy preparado para jugar —reconoció Pablito, cabizbajo y con cara de pena, mientras todos los presentes entonaban un «ooooooohhhhhh» de lástima.
—Te prometo, Pablito, que el día que te saque jugarás. No antes o después, sino entonces. ¿Entiendes lo que te quiero decir? —pregunté para que me lo explicara, pues yo me había perdido.
Mientras Pablito caminaba lentamente hacia el banquillo, sus compañeros salían al campo para medir sus fuerzas contra el equipo de uno de los institutos más pijos de la ciudad, el San Benito.
Los capitanes se acercaron al centro del campo para sortear los campos. El árbitro lanzó una moneda al aire y recogió una piedra.
—¡Manuelín, devuélvele la moneda, por favor! —pedí a mi capitán.
—Bueno, por esta vez… —contestó retándome con la mirada.
El sorteo no nos fue propicio y empezamos defendiendo. El público empezó a hacerse notar, con palmadas, tracas, disparos al aire, castañuelas e, incluso, haciendo la ola sobre los familiares del equipo visitante.
El árbitro consultó su reloj y se sopló con energía los dedos.
—¡Manuelín, devuélvele inmediatamente el silbato a l’árbitro, por favor! —ordené a mi centrocampista.
Manuelín cumplió mi mandamiento y se inició el partido. Los jugadores contrarios avanzaban con el balón controlado hasta llegar a la altura de Manuelín y Paquito. Un segundo después, el contrario seguía avanzando dándole patadas a un bote de melocotón en almíbar.
—Mire, mister. Tenemos nosotros el balón…
—Es cierto, Pablito. Sabía yo que poner a Manuelín a robar balones era un acierto. ¡Manuelín, corre, corre…! ¡Luis, Churri, venga, abridle paso! ¡Luis Alfredo, corta por el centro! —ordenaba yo totalmente emocionado.
Uno de los contrarios cayó cubierto de sangre.
—¡Luis Alfredo, imbécil, cortar por el centro no es eso! ¡Quiere decir que te metas por el medio! —aclaré a mi jugador mientras lo apresaba la policía.
El juego se detuvo unos minutos mientras atendían al contrario herido. Yo aproveché la pausa para aclarar todo con los agentes y explicarles lo difícil que lo iban a tener para dejar al equipo con un jugador menos y salir con vida. Ellos comprendieron en seguida que tenía razón.
—Está bien, chaval. Sigue jugando pero no te metas en más líos, ¿entendido?
—Gracias, agente. Venga, Luis Alfredo, vuelve a tu posición.
El partido prosiguió. El árbitro nos concedió el saque.
—¡Venga!, Paquito juégala con Manuelín… sigue tú… tú solo… uno más… a Pitbul… Pitbul, ¡por tu madre!, sigue… bien… deshazte de tu marcador… corre… ¡coño!, PIIIITTTTBBBUUULLL, ¿QUÉ COJONES ESTÁS HACIENDO?
Pitbul estaba destrozando el marcador electrónico a cabezazos.
—¡EL MARCADORRRR NOOO! —corregí a lo King África— sino ¡TU MARCADORRRRR! O sea, ¡el membrillo ése! —le indiqué señalando al defensa contrario que más cerca tenía.
Pitbul, que cada vez me recordaba al diablo de Tasmania de los dibujos animados, salió corriendo detrás del defensa y ya no les volvimos a ver en toda la tarde.
—Señor mister, si Pitbul no vuelve tendrá que substituirlo. ¿Puedo salir yo?
—Tranquilo, Pablito, que Pitbul volverá en seguida —aseguré manteniendo la calma exteriormente, aunque por dentro estaba muerto de miedo.
Pero los minutos pasaban y nuestra estrella no aparecía. El equipo contrario tenía un jugador más en el campo, pues habían dado al defensa por perdido y lo habían sustituido, pero nosotros manteníamos una defensa numantina basada en nuestra buena organización y el apoyo de nuestra afición (que no dudaba en apedrear a todo rival que se acercara a nuestra portería a menos de treinta metros).
El empate no nos valía. Mi carrera estaba en un momento crítico pues, para pasar a la siguiente fase, necesitábamos ganar y, sin embargo, para seguir vivo necesitaba la victoria.
—Relájate, Juanito. Piensa que la cosa no está en tus manos. Sólo dependes de los chicos —me dije en voz baja para recuperar la esperanza. Por desgracia miré al campo y vi a mis jugadores y toda ilusión se desvaneció.
El equipo contrario presionaba y lanzaba balones hacia nuestra portería, siempre, eso sí, manteniendo la distancia de treinta metros.
—Mister, así no vamos a hacer nada. Yo le sugiero que…
—A ver, Pablito. Dime lo que estás pensando. Seguramente coincidirá con lo que tengo en mente.
—Verá, yo daría a Pitbul por desaparecido y, en su lugar, sacaría a Carmelo. Después atrasaría a Samuel, para que presione en el centro del campo dificultando la salida del contrario y desplazaría a Benito hacia la banda para abrir el campo y crear espacios que permitan a Facun entrar con facilidad.
—¿No es fantástico? Es exactamente lo que tenía en mente —dije sin haber entendido palabra—. Bien, Pablito, dispón todo para seguir el plan.
Dos minutos después el equipo se reorganizó y nuestro juego mejoró notablemente. El partido transcurría con un intenso intercambio de ocasiones hasta que, a cinco minutos del final, un jugador contrario avanzó en solitario hacia nuestra portería. Me temía lo peor. El público enmudeció. Pero, de repente, el suelo desapareció bajo los pies del jugador. En la siguiente jugada colocamos el balón en las postrimerías del área contraria y Facun chutó con todas sus fuerzas. El portero se lanzó pero su estirada se quedó corta. A lo mejor le cogimos desprevenidos o, tal vez, fue porque alguien le había atado una bota al poste contrario. El caso es que el balón entró en la portería.
“GOOOOOOLLLLLFFFF”, gritó la afición fuera de sí. El árbitro se acercó hacia la portería mirando al juez de línea. “Lo va a anular”, musitó Pablito. Un aficionado con traje italiano y sombrero negro se acercó al árbitro y le mostró algo que portaba en el interior de la chaqueta. El árbitro concedió el gol inmediatamente pese a las protestas del equipo contrario.
Un minuto más tarde acabó el partido. La gente enloqueció. Me sacaron a hombros del estadio. La suerte empezaba a ser mi amiga. Era, sin duda, el triunfo de la constancia, del trabajo y de la perseverancia. Bueno, en verdad, eso es lo que me decía a mí mismo
para mantenerme ilusionado pero, en el fondo, sabía que sin la ayuda de nuestra salvaje afición las cosas serían muy distintas. No obstante, estos turbios pensamientos no podían ennegrecer este maravilloso día pues, además de haber conseguido una importante victoria, había quedado para cenar con una hermosa damisela de cabellos largos y negros como mi futuro.
La celebración con el equipo no se extendió más allá de diez minutos, ya que tenía que prepararme para el importante encuentro. Es cierto que había logrado la cita con alguna que otra mentirijilla y un par de exageraciones aquí y allí. Pero, como cantaban Los Suaves “;¿quién no dijo alguna vez… mentiras por una mujer?”. Entre la lista de falsedades estaban la de que era un consumado cocinero y la de haber sido doble de Nacho Vidal en las escenas de más riesgo. Nada del otro mundo, como veis.
Mientras pensaba sobre la dudosa moralidad de mis métodos de conquistador innato, subí al autobús, saqué el móvil y puse en marcha mi plan.
—¿Pascual? Sí, he quedado a las nueve con ella. Yo he pensado en algo de pescado, pero tú eres el experto… ¿Cómo? ¿Salmón y merluza con salsa? Sí, me parece bien. Recuerda que te pagaré cuando la cena esté preparada, tal como hablamos. Bueno, hasta luego.
El problema de mi experiencia en la cocina ya estaba resuelto gracias a la ayuda de mi amigo y treinta euros. Ahora sólo faltaba transformar mi frío piso en un hogar romántico a base de velas, incienso y la música apropiada.
Llegué a mi barrio y me dirigí a una tienda para aprovisionarme de los adornos necesarios, pero, ¡oh, sorpresa!, era el día del Corpus Christi y las tiendas estaban cerradas. ¿De dónde podría sacar las velas?, me preguntaba notando un bajón anímico. El tañer de las campanas de la iglesia me hizo ver la luz. “Corpus Christi” significa “procesión” y “procesión” significa “velas en cantidad”. Pidiendo perdón a Dios, por si acaso existía, por lo que iba a hacer, me dirigí a la iglesia.
Subí las escaleras del templo y pregunté a un sacristán con más años que los pergaminos del Mar Muerto.
—¿Dónde pueden darme vela en este entierro? Digo, ¿puede indicarme dónde están las velas?
—Al fondo a la derecha. Por cierto, su cara no me suena. ¿no viene a menudo por aquí, verdad?
—Bueno, digamos que soy un convexo eventual —disimulé—. Por cierto, ¿además de ésta, hay alguna salida lateral? Es para que no me de el sol de frente. Tengo la piel muy sensible —decía mientras me condenaba a los infiernos al mentir en suelo santo.
—Sí, hay una puerta. Justo al lado de las velas.
—¡Vaya! Si Dios es enemigo del pecado no entiendo como lo pone tan a huevo —murmuré.
—¿Cómo dice, joven? —preguntó el sacristán extrañado.
—Nada, nada. Cosas mías.
Me dirigí a las cajas de velas. Miré a izquierda y derecha. “No lo hagas”, me decía mi angelito. “Tranquilo, es por una buena causa”, me decía mi demonio ganando enteros por momentos.
Un instante después estaba en casa con cuatro cajas de velas. Volví a la calle en busca del incienso. Anduve varias manzanas buscando alguna tienda abierta, pero todas estaban cerradas a cal y canto.
Entré hastiado en un bar y me acerqué a la barra para refrescar mi garganta y mi cerebro y elucubrar algún plan nuevo.
—Buenas, póngame una caña fresca. Recuerde que no hay nada peor que una mujer fría y una cerveza caliente.
—¡Vaya, vaya! Nos visita todo un catedrático —replicó el camarero con mala leche.
—No era mi intención ofender…
—No me ofende. Reconozco un caballero cuando lo veo. No se crea que usted es el único que tiene modales —explicó mientras se hurgaba la nariz a dos manos.
Mientras me deleitaba con el fresco néctar inventado por los egipcios, llegaron a mí los efluvios de una mesa cercana. “No es incienso, pero puede valer”, pensé antes de plantarme ante cuatro desconocidos.
—Buenas tardes, señores macarras y gente de baja ralea —mi buena educación a veces me sorprendía a mí mismo—. Quisiera saber si podrían indicarme dónde puedo adquirir algunas porciones de esa aromática sustancia.
—¿Se puede saber quién eres, pringao? —preguntó el del corazón partido tatuado en el cuello.
—Me llamo Benlloch, Juan Benlloch —¡qué estilo!, ¡qué memorable presentación!, ¿verdad?
—¡Otia! ¿No serás el Juan Benlloch de Antibiografía? —inquirió de nuevo el mismo sujeto.
—Pues sí, yo soy —respondí sorprendido.
—Ese libro cambió mi vida, tronco. Yo cumplía veinte años y un día cuando empecé a leerlo. Lo acabé y sentí mono de más capítulos pero claro, aún me quedaba media condena y los de la prisión dijeron que no iban a traer la segunda parte. Así pues, nos reunimos varios seguidores tuyos y nos fugamos para comprar la segunda parte. Como ves, cambiaste mi vida.
—Lo siento, no era mi intención…
—No pasa nada, tronco. Bueno, me llamo Miguel pero puedes llamarme Willy.
—¿Willy? ¿Por qué?
—Porque me gusta más el polen que a la abeja Maya, ja, ja, ja —reía mientras sostenía un porrillo de la mencionada sustancia.
—Yo venía porque necesito incienso o algo parecido para crear un ambiente romántico en mi piso…
—¿Alguna chavalilla, no? Ná, déjalo en mis manos. Tú eres para mí, sino como Dios, al menos como un Papa. Toma, aquí tengo unos ripios —dijo entregándome una bolsita de plástico.
Intenté pagar pero ni el camarero ni el fugado quisieron cobrarme.
—¿Pagarnos? ¿De qué? Tú nos sacas en el libro, como el Sabina hizo con unos colegas en la de “mucha, mucha policía” y ya está. Acuérdate, somos el Cholo, el Bocas, el Herculano y el Callao.
—Vale, vale. Pos muchas gracias. Nos vemos —me despedí para llegar cuanto antes a casa.
Por fin llegué a mi humilde morada y empecé a preparar todo. Troceé las velas y el polen y procedí al encendido. Poco después el pasillo parecía una pista de aterrizaje en emergencia, con una ligera niebla cubriéndola. Al minuto llegó mi amigo Pascual, con la importante misión de preparar una cena digna del experto cocinero que había fingido ser yo.
—Salmón y merluza fresca. Os voy a preparar una cena que no olvidaréis en la vida —aseguró mi colega mientras se colocaba el delantal.
—Bueno, yo he pensado que es mejor que prepares el salmón pero que la merluza me la dejes a punto, para calentar un poco y listo. Así, cuando ella venga encenderé el fuego y parecerá que todo es cosa mía.
—¡Coño!, estás en todo. Sí, creo que tienes razón, pero siguen siendo treinta euros…
—Claro, claro. Como dicen en mi pueblo: “els diners i els collons son per a les ocasions”.
Durante veinte minutos estuve observando como se desenvolvía mi amigo en la cocina, recinto en el cual yo era tenía un porvenir tan prometedor como un elefante metido a saxofonista. Finalmente el salmón estaba en su punto y la merluza preparada para un último calentamiento.
Me despedí de mi colega y encendí las más de cuatrocientas velas que había colocado por toda la casa. Justo cuando la llama de la última emergía sonó el timbre. Abrí y, ¡et voilà!, ahí estaba ella, tan radiante, tan bella, tan espectacular que hubiera ….
—¿Vas a dejarme pasar? —preguntó ella al verme completamente catatónico admirando su belleza.
—¡Eeehhh! ¡Ah sí, claro! Pasa, pasa, bella ragazza —contesté demostrando que la tarde que pase, hace años, estudiando italiano no fue en balde.
—Mercy!, mon cherri —traducido como “gracias, bombón de chocolate”.
—¡Vaya!, veo que dominas el “francés” —¡qué cena más prometedora!, pensé mientras mi mente se iba al “lado oscuro”.
—¿En qué estás pensando? —preguntó ella intrigada al verme sonriendo con los ojos cerrados.
—Nada, nada, tonterías. Pero bueno, ¿qué tal el día? ¿te has retrasado un poco y eso en ti no es habitual?
—No te vas a creer lo que ha pasado. Han robado en la parroquia y han tenido que hacer la procesión con linternas…
—¡Joder!, ¿en la parroquia? ¡Hay cada desaprensivo suelto por ahí!
—Pues sí. Se han llevado todas las velas y han entrado todos a la ferretería a comprar linternas justo cuando iba a fichar para irme. Y, claro, mi jefe me ha pedido que le ayudase.
Ella contemplo el pasillo y vio los cientos de lucecillas que lo iluminaban.
—Sí, desde luego hay que ser cabrón para hacer eso. Yo, por si acaso siempre compró las velas nada más cobrar —expliqué para disimular.
—¿Y por qué tienes tantas? —preguntó ella extrañada.
—¿Eeehhh? Bueno, verássss, te parecerá raro, es por… es por… bueno, te ahorras un pastón en luz, aunque parezca mentira —improvisé.
—Pero, ¿te gastarás mucho más en velas de lo que ahorras en luz, no?
—Puede ser. Tampoco he dicho que sea un plan perfecto. Pero no me negarás que el aspecto del piso es inmejorable…
—Sí, la verdad es que queda muy… halloween. Sobre todo con esas telarañas de pega que has puesto en las esquinas.
—¿Telarañas de pega? —pregunté un segundo antes de darme cuenta de que, últimamente, había descuidado un poco la limpieza—. Sí, quedan bien, ¿eh? Casi parecen de verdad. Pero bueno, imagino que tienes hambre…
Entramos al comedor, que más que un comedor parecía el apartamento de Drácula con tanta vela.
—Voy a por la cena. Enciende mientras el incienso…
—¡Qué incienso más raro! Bueno, yo me ocupo.
Minutos después estábamos cenado en un mar de velas mientras la niebla del polén iba cubriendonos. Cuando serví la merluza los efectos del falso incienso eran más que evidentes.
—¿Qué… haces? —preguntó ella riéndose.
—Cortando… laaa… merluza, pero está un poco dura…
—Te estás cortando… el dedo —dijo ella estallando en risas.
Con tanto polen por el aire estábamos quedándonos zumbados. Además, las dos botellas de Peñascal se vaciaron.
Acabada la cena ella se sentó en el sofá sujetando una copa mientras yo, con paso no demasiado firme, me acerqué con mi copa y la botella de champán.
—Aunque hoy es un día triste en el cielo porque, como pueden comprobar mis ojos, se les ha escapado un ángel, quiero brindar por…. por… —hubiera acabado la frase más bella que habéis leído en vuestras vidas, mis queridos lectores, de no haber pisado una de las botellas de Peñascal.
Quizás el acabar estampado contra las cortinas le quitó romanticismo a la escena o, quizás, le quitó más romanticismo el hecho de que las cortinas cayeron encima de las velas y al empezar a arder extendieron el fuego por la estantería contigua, cargada de libros y apuntes de mi dorada época universitaria.
Veinte minutos después estábamos abrazados en la calle, cubiertos con una manta, viendo como los bomberos intentaban salvar algún objeto de valor de mi piso.
—Señor Benlloch, soy el inspector Meléndez. Hemos investigado los restos y hemos encontrado suficientes evidencias para descubrir lo que ha pasado aquí —me explicó un hombre de estatura media, entre Colombo y Pau Gasol, con expresión seria.
Si bien es cierto que lo primero que me vino a la mente fue “¡estoy perdido!” le miré sin pestañear esperando su explicación. No es que yo fuera más frío que Stallone en una película romántica, sino porque aún me duraba el colocón del polen.
—Verán, esta tarde han robado varias cajas de velas en la parroquia del barrio. Además, en su piso hemos encontrado restos de cera suficientes como para abrir un par de museos. Si a esto le unimos los restos de droga, la conclusión es clara. ¿Me siguen?
—Sí —contestamos a dúo.
—Pues no lo hagan. Soy bastante paranoico. Señor, señorita, me temo que ustedes han sido secuestrados por una secta satánica, que les ha drogado y embriagado para, posteriormente, quemarles vivos. Por desgracia han huido antes de que llegásemos —aseguró con dureza.
—Sí, ahora que lo menciona…
—Lo sabía. Estoy tras la pista de esta secta varios meses, en concreto desde el uno de noviembre, en que los vi con sus calabazas ardiendo por las calles. Y pensar que mis jefes me tomaban por loco. Esto me devolverá la credibilidad en el Cuerpo. Gracias por su colaboración. Pueden marcharse.
—De nada —contestamos mi reina y yo dándonos la vuelta antes de explotar en carcajadas.
Fuimos andando hasta unos metros de su casa. Mi bella donna se marchaba.
—Sé que lo de esta noche no ha sido muy normal, pero creo que una experiencia mítica, por llamarlo de algún modo, como la que hemos vivido juntos puede acabar uniéndonos y, por eso me preguntaba si… bueno, si… ¿podemos quedar otro día?
—No antes de que hayan arrestado a los miembros de esa secta satánica, o a los de cualquier otra secta, o a todos los socios del Círculo de Lectores… —explicó ella.
—¿Eso es un “sí”? —pregunté emocionado.
—Mas bien es un rotundo “no” —confirmó.
—Bueno, a veces las mujeres dicen “no” cuando quieren decir “sí”…
—Pero el resto de veces un “no” es un “no”. Y esta vez es una del resto de veces.
—¿De este resto o del resto anterior? —pregunté notando que el colocón no se me había pasado.
Minutos después deduje que ese “no” era un “no” como una casa, aunque no tenía claro sí era de este resto o del anterior y, sobre todo, de qué restos estaba hablando. Otra cosa que me empezaba a preocupar era el tema del piso. ¿Dónde viviría a partir de entonces?
—Deme todo el dinero que llevé encima —me pidió un yonky apuntándome al ombligo.
—Verá, la cosa está muy mal….
—A mí me lo va a decir, que estoy apuntándole con un plátano —lamentó.
—Me gustaría ayudarle pero no estoy en mi mejor momento. Mi piso acaba de arder y mi novia de toda la vida me acaba de dejar después de una larga relación de casi dos horas….
—¡Leche! Esa voz… ¿Es usted el entrenador Benlloch? ¿El que nos va a hacer campeones provinciales? —preguntó emocionado.
—Bueno, en eso estamos.
—Pues nada, suba a mi coche y le llevaré a su nuevo piso.
Como no tenía ninguna oferta mejor le seguí y aparecí en el barrio, a cien metros del estadio, en un espectacular loft. Con un “es suyo” el yonki me entregó un juego de llaves y se marchó.
Entré en mi nueva morada y después de alucinar con la decoración descubrí el jacuzzi, en el cual me metí para quedarme dormido rodeado de burbujas y espuma. Así pues, buenas noches.