Capítulo 02

Un día sorprendente de mi sorprendente vida.

La segunda vez que hice anotaciones en mí varonil diario de Snoopy fue este alucinante lunes. Tal vez muchos no crean lo que voy a contar, pero… ¿qué más da?.

Me desperté a las seis y cuarto tras caer por las escaleras medio sonámbulo. Miré la hora y decidí volver a la cama hasta las siete. Así lo hice. Cuarenta y cinco minutos después volví a despertar al confundir el enchufe con la mesita. Durante quince segundos sufrí un traumático electroshock que acabó por despejar mis aturdidos y somnolientos sentidos y me dejo el cuero cabelludo con el peinado de diseño Son Goku .

Con la cabeza funcionando de nuevo, me estiré sobre la cama hasta oír varios crujidos, incluido uno surgido de debajo del ombligo y que, aún hoy, me tiene preocupado.

Realmente no estaba tan despierto como yo pensaba. Por lo menos esa fue la conclusión que saqué cuando, después de soltar la meada matutina, intenté tirar de la cadena y todo lo que encontré fue la manga de mi suéter pijeras favorito. Durante unos instantes medité sobre mi torpeza, pero luego pensé que no era culpa mía que el armario empotrado se pareciese tanto al cuarto de baño.

Confundido volví a mi habitación. Vestí mi desnudo cuerpo y bajé a la cocina para coger algo que distrajera a mí voraz estómago hasta la hora del almuerzo. El dilema estaba servido de nuevo. ¿Debía pillar un par de manzanas y un sándwich de tellinas o, por el contrario, debía pedir una prórroga por estudios para la mili? No recuerdo que decidí aunque, con toda probabilidad fue lo primero, pues acabo de recibir una carta en la que se me declara prófugo. Pero volvamos al lunes.

Al ver la bolsa de basura recordé que tenía que examinarme del B-l ese mismo día. Realmente yo ya tenía carnet, pero me la quitaron al meterme por meterme en dirección prohibida por un oscuro callejón a toda velocidad e interrumpir la procesión de la Virgen. Seguro que si no hubiera atropellado al alcalde no me lo hubieran quitado… pero en fin, sigamos.

Salí de la cocina. Entré al comedor para coger mis llaves. Me quedé mirando un póster del felicísimo Roy Orbison y susurré un tímido «deséame suerte». Bajé las escaleras como un cohete y puse mis orejas en dirección a la «Autoescuela San Frenando», que distaba cien metros de mi casa. Después de correr diez minutos llegué a la puerta.

La intranquilidad y los nervios flotaban en el aire. Yo, como buen compañero, dejé a los demás desearme suerte aunque yo no hice lo mismo. Sí la suerte existía de verdad, la quería toda para mí.

Uno de los profesores, Pepón, nos mandó entrar a un aula para darnos varios consejos. Ya sabéis, naturalidad, nada de nervios, calma y usar preservativo, por lo menos las noches de luna llena, por lo que pueda pasar. Tras la breve charla partimos en dos coches hacia la Avenida de La Plata, zona del examen.

Pisamos el asfalto a las nueve en punto. Antes de la prueba nos concentramos en el Bar Bazul, en el cual aguardaban el examinador y su sombrero. El hombre leía con máxima atención mí primera novela. «Este tipo es la leche», nos comentó.

Cuando acabó la copa de coñac, se puso en pie y señaló a dos compañeros. Estos, junto a otro profesor de la autoescuela, salieron a la calle y subieron al coche. El examinador subió acto seguido y desaparecieron.

Otro alumno de la autoescuela, Pepón y yo nos quedamos charlando en el bareto sobre el alcohol y la conducción.

—Yo conozco gente que conduce ciega de puta madre —comentaba Pepón mientras pedía su segundo J.B con la mano.

—¿Cómo puedes tragarte dos whiskys a estas horas como si nada? —le pregunté asqueado de la vida.

—Aunque no te lo creas sientan de miedo. Deberías tomarte uno para relajarte. Ya verás, Jacinto, ¡dos más!

—No sé si debo. Es que he desayunado poco y…

—No seas chorra, Juanito. ¿Qué te va a hacer? ¿Es que nunca has bebido, o qué? —preguntó Pepón hiriendo mi orgullo.

El camarero trajo el pedido. Puso un vaso frente a mí compañero, Julián Fetas, el cual lo rechaza porque se había tomado dieciséis Valiums, y otra frente a mí.

Al principio el sabor no me gustó, pero luego pensé eso de «un día es un día» y me lo ventilé de un trago.

—Ya estoy menos nervioso —reconocí mientras me comía las uñas del otro que se iba a examinar.

—¡Uno más, Jacinto! —solicitó Pepón.

El camarero me sirvió el segundo e hice lo mismo que con el primero. Al final, le cogí gusto a la cosa y me tomé también el de mi amigo.

El examinador reapareció junto a dos apesadumbrados compañeros. Habían tenido suertes muy dispares. Uno había suspendido y el otro, no había aprobado. «Los dos siguientes que vayan al coche. Yo salgo enseguida.», avisó mosqueado.

Abandonamos el bareto y nos metimos en el Kadett de la autoescuela. Julián Fetas, mi colega de examen, se sentó en el puesto de conducción. Yo me acomodé en el asiento de atrás. El funcionario de Tráfico salió del bar Bazul y se sentó de copiloto.

—Vamos a ir los tres solos, ya que Pepón y Amadeo deben rellenar unos papeles urgentes—. Así es que, cuando quiera, puede salir —explicó.

Recorrimos cien metros hasta que Julián se durmió en un semáforo. «¡Despierte, cacho perro!», le gritó el examinador al oído. Mí compañero, sobresaltado, golpeó la palanca de cambio en un acto reflejo y aceleró a fondo. Aún estábamos haciendo papeles con el conductor de un camión de El Águila, cuando Julián Fetas volvió a despertarse y preguntó, tímidamente, si había aprobado. Antes de que nadie dijera nada, ya estaba dormido de nuevo. Por fin acabó el papeleo. Mi hora había llegado.

—Naturalidad. Sé tú mismo. Relájate y piensa que conduces tu propio coche. Y nada de prisas —me aconsejó el copiloto oficial.

Arranqué y avancé cincuenta metros entre el denso tráfico. Después me detuve junto a un parque y dejamos a Julián tumbado en un banco.

Me volví a sentar al volante. Regulé el y me puse el retrovisor. «¡Calma, chaval! ¡Tú puedes!», pensé.

Reemprendí la marcha como sí nada pero el alcohol estaba desembarcando en mi cerebro. «¿Puedo poner una cinta?», pregunté sin darme cuenta. El examinador asintió moviendo la cabeza de izquierda a derecha horizontalmente tres veces.

Saqué la cinta de La Polla Records en directo y le metí caña al loro. El de Tráfico me miró extrañado, pero a los dos minutos cantábamos a dúo «guerra siempre al Estao, guerra hasta que caiga, guerra para destapar su guerra encubierta». De vez en cuando él dejaba de cantar para indicarme algún giro.

—Cuando puedas, tronco, gira a la derecha.

—Ya veremos si puedo, porque voy muy ciego. Ya hago bastante con seguir al limpiaparabrisas —expliqué con mi trastocada dicción.

—Pues haz lo que te salga de los huevos, tío. «Banqueros unos ladrones, políticos estafadores…» —siguió cantando.

Después de dar quince vueltas a la misma rotonda, paramos en el Pub Ybuenosalimentos y nos tomamos un par de cañitas. El examinador se soltó el pelo y me contó toda su historia. Al parecer, había sido un cabecilla de una agrupación anarquista de joven, hasta que vio el percal y se metió a hacer oposiciones para el Estado. Con mi cinta, sin proponérmelo, le había recordado esos tiempos pasados, que no necesariamente tienen porque ser mejores.

Yo alucíné con su historia un buen rato, hasta que fui al baño a bosar. Más tarde seguí alucinando. Pasada casi media hora, Iñaki Sierastu y yo, volvimos al lugar en el que habíamos aparcado el coche. Este había desaparecido dejando, como único rastro, una pegatina amarilla en el suelo.

—¡Vaya, hombre! Había un vado y ni te has dado cuenta hasta ahora. Vamos a la Avenida del Puerto y vemos si la grúa ha llegado con el coche —decidió mi nueva colega.

—¿No habré suspendido por esa tontería, verdad? —pregunté temiéndome lo peor.

—Yo a un amigo no le hago eso. Soy un tío superlegal. ¿No se nota o qué? Además, para una vez que no examino al guaperas, al cachas o al pijillo de turno, sino todo la contrario, un tipo esmirriado como tú…

Vale, Iñaki, no sigas dándome moral —le pedí mientras buscaba en mi interior una viruta de amor propia.

Pillamos un taxi y dos cervezas para el camino y nos dirigimos al rescate del coche. Nada más llegar al garaje apareció la grúa con el coche de la autoescuela. Iñaki habló con el conductor y con tres municipales y volvió con el coche.

«Sube», me dijo. Yo obedece presto. Jamás vi unas chilladas de rueda y unos derrapes ten bestiales como los que hizo el examinador cuando volvíamos a Tráfico.

Al llegar a la Jefatura aparcamos en doble fila en medio de un paso de cebra y salimos del coche.

—Si quieres sube conmigo. Entregó los papeles del examen y me grabo tu cinta. Esta tarde te pasas por la auto—escuela y preguntas si has aprobado, aunque ya sepas que sí. Para disimular, simplemente —explicó antes de romper el casco de una litrona con una patada.

Entramos al edificio y subimos siete tramos de escalera. Me pidió que esperara media hora en una salita mientras él se grababa el concierto de La Polla Records. Pasé el tiempo hojeando varios diarios deportivos y alguna que otra Playboy. Por fin volvió Iñaki con dos cintas, una de ellas la mía. Me hizo una señal y le seguí hasta una estresante oficina.

—Se debe oír de que te cagas, porque la cinta que me he agenciao vale una pasta gansa.

—Probémosla, pues —sugerí manipulando una minicadena.

Dos hombres entraron a la oficina sin ni siquiera mirarnos. Tuve el presentimiento de que un gran marrón sobrevolaba la zona buscando alguien a quien caerle encima. Los dos individuos, uno vestido de policía y otra de folclórica, abrieron un armario y comenzaron a buscar entre los papeles.

—Ha costado dos años obtener esa información. Nos hemos disfrazado de vendedores de helados, jardineros, de macarrones y por fin, con el truco del tablao flamenco, hemos grabado la conversación en la que este tipo reconoce haber pagado dinero negro para obtener la concesión para construir la Autopista Cádiz-Rabat —explicaba el del vestido de lunares.

—Póngame la grabación ipso-facto. Si es verdad lo que dice podemos desmantelar la red de narcotráfico que tanto mal está haciendo a nuestra juventud.

—No se lo va a creer, pero no la veo. ¡La deje aquí! ¡Lo recuerdo perfectamente! —aseguraba el tipo disfrazado mientras pegaba taconazos de rabia al suelo.

—¿No será ésa? —señaló el policía.

El otro se giró y vio la cinta que había encima de la mesa. «Sí, sí que es», contestó aliviado mientras la cogía.

—Tengo que decirles algo —indicó Iñaki.

—Ahora no puede ser. Venga, agente Beltrán, ¡chafe el PLAY! —ordenó el señor madero.

El que iba vestido de folclórica metió la cinta en la minicadena y le dio volumen. Iñaki, mientras tanto, recogía sus objetos personales. Tal vez no esperaba seguir trabajando en Tráfico mucho tiempo.

De los altavoces de la minicadena surgieron miles de aplausos. El policía y el otro se miraron sorprendidos. «¡Dele más volumen!», ordenó el oficial mientras acercaba su oído a una de los altavoces.

Los aplausos cesaron y emergió la voz de Evaristo, el cantante de La Polla Records, que inició el concierto con el grito de «Madero bueno, madero muerto», mientras la gente coreaba lo de «era un hombre y ahora es poli».

Sin apenas tiempo para pestañear, el policía cogió al otro por el cuello y comenzó a estrangularle, a la vez que éste hacía lo mismo con Iñaki Sierastu.

Una hora más tarde se aclaró el follón y me dejaron irme a casa con el coche de la autoescuela. Desgraciadamente, mi cinta se la quedaron para usarla de prueba en el juicio contra mi colega, al cual hoy día le saludo cuando la veo con su carro con el cartón. Pero volvamos a la acción.

Volví a casa y conté casi todo la que me había pasado esa mañana. Me salté detalles sin importancia como lo del alcohol a la chapada a la ancianita que cruzaba por al lado de un charco.

Comí como si fuera la primera vez y me abrí para la autoescuela. Me enseñaron el certificado de mi examen. No es que había aprobado sino que tenía un NOTABLE. Por lo visto el alcohol le afectó a Iñaki más que a mí.

Regresé a casa y pillé un par de temas de Economía Aplicada, que consiguieron dormirme en diecisiete minutos. Era la cuarta vez que bajaba mí marca personal en lo que iba de mes.

Sobre las siete y pica desperté y, tras lavarme la cara, cogí mí boleto de la «primitiva» para comprobar como la suerte se había portado conmigo. Tres minutos más tarde mi cuerpo estaba situado frente al tablón de sorteos de «El infeliz afortunado».

—Siete. Bien. Catorce. Bien. Veinte. También. Treinta y tres. Ok. Cuarenta. Sí. Cuarenta y dos. También. A ver, total de aciertos, uno, dos, tres, uuh, cinco y seis. Sólo seis. ¿¿SEIS?? ¿¿HE DICHO SEIS?? ¡¡SOY RICO!! —grité como un tenor pidiendo un taxi.

Durante diez minutos la gente asistió a una demostración de alegría, o puede que locura, desbordada. Saltos, volteretas, patadas y gritos indescifrables, fueron proferidos por mí con infinita generosidad.

La dueña de «El infeliz afortunado» se acercó a mí llena de curiosidad —y supongo también, que de envidia—. Le enseñé el boleta sin dejar de dar saltos.

—!Felicidades, amigo! No todos los días nos llega alguien, ve los números del sorteo de hace un mes y descubre que es multimillonario —reconoció la muy guarra.

—¿De hace un mes? ¿De qué me habla?…

—Esa hoja del tablón es del mes de febrero y tu boleto es de marzo —sentenció.

Debí haber llevado una cámara para retratar la cara de tonto que se me quedó cuando descubrí la verdad. De todas formas, la que más me dolía no era el hecho de no ser millonario, sino que mi espectáculo lo habían visto en directo más de treinta personas y además, gratis.

—Trae que compruebe tu suerte —dijo la lotera arrancándome el boleto de las manos—. A ver, nada, nada, total, has acertado el siete. ¡Ay, perdón! Tienes devolución por el reintegro. Toma, una monedilla. ¿Te los doy o te los ingresó en tu cuenta de Suiza? —preguntó la ingeniosa vendedora haciéndome un harakiri psicológico.

Cogí mí euro y me largué a casa, no sin antes mirar con asco y odio a todos los presentes. En ese momento hubiera dado mi moneda por una metralleta. Iba por la calle jugando con la moneda y preguntándome que sentido tenía mi vida cuando sentí que la tierra me tragaba. «¡Al infierno! Voy directo al infierno», pensé. No eran los terrenos del diablo lo que iba a visitar, sino el más terrenal. alcantarillado de Paterna.

—He perdido un euro, pero al menos, no vuelvo de vacío a casa —me dije mientras sacaba un sapo del bolsillo de mi irreconocible pantalón.

Llegué a casa. Entré. Me arranqué la ropa y me metí en la bañera. Mis pies tocaron el impoluto suelo de la bañera casi a la vez que mi cabeza. Estuve sumergido bajo el agua caliente, sin exagerar, hora y medía. Al llegar el instante en que mi cuerpo no se podía arrugar más, decidí salir del agua. Encendí la radio y descubrí lo magnífico conductor de la electricidad que es el cuerpo humano.

A la hora de cenar estaba tan disgustado que decidí no abrir la boca para nada. Tal vez por eso media hora después estaba hambriento. Entre el hambre, mi torpeza y mi suerte sólo me quedaba una salida para escapar de este atormentador mundo, aunque ésta no era definitiva. Me refiero a dormir y soñar y, aunque los sueños tienen el estúpido don de no cumplirse jamás, decidí tomar esta salida. Así pues… BUENAS NOCHES, AMIGO.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s