Un día alegre de mi alegre vida.
Los alarmantes sonidos del despertador cortaron de raíz mi sueño más emocionante en lo que iba de año. En él yo era perseguido por un gigantesco cangrejo radioactivo armado con dos trabucos láser y granadas de hidrógeno. Imagino que todos los lectores habréis soñado alguna vez algo parecido después de un día de playa.
Lavé mi cara en la vetusta pila del cuarto de baño e inicié el proceso de siempre: ducha, peinado, lloros y oraciones por los cabellos perdidos, desayuno, autobús, clase, bar, autobús y, por fin, otra vez en casa.
A la hora de comer intenté emular, con discutible éxito, a Carlos Arguiñano preparando un blanco y negro. Tanta complejidad acabó traduciéndose en una cocina medio quemada y un aspirante a escritor saltando con un sifón en la mano. Cuando mi pulso volvió a su nivel normal recogí las cenizas y me calenté una lata de raviolis en el horno. Al parecer olvidé abrirla, o, tal vez, la calenté demasiado. Lo cierto es que la lata estalló y la cocina se cubrió de salsa de tomate y raviolis. Al principio daba asco, pero luego, una vez acostumbrado, he de reconocer que me gustaba como quedó.
El hambre apretaba y las ganas de cocinar se habían extinguido. Cogí la VISA y me abrí al Bar Atillo, el cual estaba a tres minutos de mi casa andando y a diez corriendo, para degustar los deliciosos guisos de su cocinera. Al llegar me acerqué a la barra y pedí un bocata de blancos con ensaladilla rusa y calamares. Mientras esperaba le presté mi valiosa atención a las Noticias. ¿El tema? El de siempre.
—¡Vaya! ¡Tré millone de paraos! Estos mamone se van a cargá er paí, se lo digo yo. Como la cosa siga asín, amo a acabá tos comiendo mierda —sentenció un albañil leyendo «The Economist».
—Pero… ¿habrá mierda para todos? —pregunté con mi cinismo habitual.
—¡Che, tú! —oí a la vez que una palmada en la espalda me hacía saltar por encima de la barra— ¿ya no saludas a los pobres, figurín?
Me puse en pie y volví a mi taburete. Miré al individuo que me había golpeado.
—¡No puede ser! Tú eres Gómez, el que hizo que el de Física nos demostrara por qué es peligroso volar una cometa durante una tormenta. ¡Cómo nos reíamos!, ¿te acuerdas? Yo lloraba de tanto reírme. A saber qué ha sido de ese profesor. La última vez que lo vi fue ese día y lo estaban metiendo en una urna. Pero en fin, ¿qué es de tu vida? ¿Has visto a alguien de la peña? ¿Al «Buitre», al «Chola», al «Fimosis»? O si no a las tías estas, la «Boni», ¡cómo estaba la «Boni»!, o la «Carly», que también estaba potente, o ésta, ¿cómo se llamaba?, esa tía con la cara llena de granos, se llamaba… se llamaba… ¡ah, sí! Le llamábamos la «Iñigo», ¡menudo mostacho tenía la condenada! —recordé poniéndome senti-mental.
—Se llamaba Paqui y ahora es mi mujer. Me casé con ella de penalty hace un año y medio —reconoció mi amigo apesadumbrado.
—Bueno, no era tan fea. Hay tías a las que no les quedan bien cinco verrugas en la barbilla. Además, cuando se dejo perilla las disimuló muy bien —dije reparando todo el mal que podían haber causado mis palabras anteriores. Mis buenas intenciones no se vieron recompensadas. Mi amiguete parecía que iba a echarse a llorar en cualquier momento. Decidí alegrarle la vida con mi conversación.
—Te voy a invitar para celebrar nuestro reencuentro. A ver, Miguel, ponme dos cervezas y unas olivas. Gómez, ¿pido algo para tu mascota? Yo es que de bichos de éstos no entiendo. Si fuera un perro… pero un chimpancé…
—No es un mono, Juan. Es el hijo de mis entrañas y de la «Iñigo», estooo… de Paqui —explicó tan enfurecido como hundido.
—¿Y seguro que no quiere nada? Cacaos, almendras, un platanito; no sé, lo que sea —insistí cortésmente.
—Éste sólo se alimenta del pecho de su madre. ¡Así le va! Hoy me han preguntado seis veces ya si muerde.
—¿Y muerde? No, o sea, quería decir si… Bueno, tampoco es para tanto. El bicho, digo, el chaval no es feo, es…, no sé, original, muy, muy original. Pero hablemos de otra cosa que me está mirando con una cara que me está acojonando. Veamos, ¿cómo te va el curro? ¿Sigues en esa fábrica de agujeros de Donuts? —inquirí buscando un resquicio de felicidad en mi colega.
—Mira esto —me indicó mostrándome un papel—, soy el parado tres millones. La fábrica ardió hace un mes y nos tiraron a todos. ¡También es mala suerte! Me iban a ascender el mes que viene —reconoció entre sollozos.
—¡Por lo menos tienes salud!, aunque, eso sí, te estás quedando más pelado que Koyack —bromeé mientras le daba una palmada en el hombro.
—Es por el tratamiento. Tengo una enfermedad superara y me están usando de conejillo de indias. Si respondo al tratamiento y encuentro antes de un mes un donante de uñas me salvaré.
—¡Seguro que lo encuentras! Tú siempre has sido un tío con suerte —le aseguré mientras frotaba mi boleto de la «Primitiva» con su encorvada espalda.
—Bueno, Juan. Encantado de verte. Necesitaba hablar con alguien —se despidió abrazándome.
—A vivir que son dos días. Dale recuerdos a la foca de tu mujer. Es broma, hombre, ¿cómo te iba a decir que le dieras recuerdos a eso? Bueno, hasta más ver —dije intentando levantarle un poco la moral.
Yo me quedé enormemente satisfecho. Había hecho mi buena acción del día llevando la felicidad y la dicha a alguien que no las conocía —o, por lo menos, lo había intentado—. Sin duda, mi amigo emprendía una nueva vida con enormes ansias de disfrutar todo lo que el destino le había dado.
Al cabo un rato oí un frenazo y vi a la gente amontonarse delante de la puerta del bar. Salí llevado por mi curiosidad y contemplé una espantosa escena: varios individuos sacaban a mi amigo de debajo del autobús.
—Debió tropezar —le dije a una señora—. Yo lo conocía y creo que estaba muy ilusionado con el futuro.
—Yo no lo creo. Lo vi todo: salió del bar, se quedó mirando el autobús como un maníaco y salto en plan kamikaze cuando lo tuvo a un metro. Y si no fuera porque estos bichos son muy ágiles, el mono hubiera acabado igual que él —me explicó la testigo invidente.
El hambre hizo gruñir a mi estómago y decidí entrar al bar de nuevo. el camarero me sirvió unos saladitos y olivas para picar (nunca mejor dicho, pues eran de plástico y picamos siete inocentones). Tras este ligero refrigerio me tomé mi bocata junto a una copa, café y puro (el que me echó el camarero al pillarme haciendo un «sinpa»). Al final, pagué la cuenta más intereses de demora y me marché a casa.
Nada más llegar oí el inconfundible sonido del maldito teléfono. Entré corriendo en el comedor. El contestador automático se acababa de poner en marcha. «Has llamado a Juan, ¡cretino! Espero que tengas un buen motivo para enturbiar la paz de esta morada. Cuando oigas la señal deja tu mensaje», reprodujo el aparato. A continuación sonó un eructo digno de King-Kong (la señal). Oí la voz del que llamaba. Era la de mi buen amigo Johnny Kotina.
—Juan, soy yo, Johnny. Pasaré a recogerte a las siete como habíamos quedado. Ya he llamado a Moisés. Ha quedado con unas chotas de un colegio de curas. Cuelgo ya, que me estoy fumando encima —anunció.
Me senté y encendí el televisor de una pedrada. «¡Qué bien se siente uno integrado en la monótona soledad del vacío hogar paterno!», pensé poniéndome melancólico.
Realmente tenía tiempo para estar solo, pues mi familia acababa de ganar otro viaje para cuatro personas en un con-curso radiofónico de una emisora pirata.
Tragué tele media hora. Cansado de contemplar tantas imágenes incentivándome a consumir como un loco, me metí en la bañera golpeándome la cabeza contra el suelo (las buenas costumbres nunca se pierden) al pisar una pastilla de jabón. En los segundos que permanecí inconsciente se me ocurrieron un par de argumentos para dos futuros nuevos libros que verán la luz en un futuro próximo. Recuperado del golpe me duché y salí, fresco como una rosa de Chernobil, de la bañera. Subí a mi cuarto y busqué la ropa más elegante que era capaz de ponerse una persona que tomó la Primera Comunión en chándal.
Johnny y Moisés llegaron puntuales, cosa rara, a las siete. Bajé contento pensando en las nuevas oportunidades carnales que se nos iban a presentar en pocos minutos.
—Bonita camisa de lunares. ¿Es nueva? —preguntó Moisés.
—¿Lunares? Si es lisa —dije antes de mirar la camisa y comprobar que estaba llena de manchas de aceite y picotas .
Subí y me la cambié por una camiseta de los Sex Pistols que también me quedaba de miedo —y es que el que vale… vale—.
Nos metimos en el Ford de Moisés y salimos disparados hacia el punto de encuentro., la Plaza de Cánovas (la zona más pija de la ciudad). Al llegar aparcamos y descansamos un rato para recuperar el color de cara habitual, pues Moisés era toda una fiera al volante.
—Os alteráis por nada —dijo—. Ya tenía previsto esquivar la ambulancia, el cartero en bici, el carro de los helados, la moto acuática y el autobús. Además, íbamos a ciento cuarenta que, la verdad sea dicha, no es mucho.
—Necesito un cigarro —reconoció Johnny de mono.
—Pues aquí tienes un puro —contestó presto Moisés apretándose la entrepierna.
—Vámonos antes de que se la mida como siempre —sugerí al verle sacar un cartabón de la guantera.
Salimos del buga y nos trasladamos, vía pies, hacia el Pub La Cebolla Llorosa. Cuando estábamos a cincuenta metros del pub vimos tres impresionantes jóvenes vestidas con pantalones cortos y ceñidos (muy cortos y muy ceñidos, diría yo).
—Esas son —indicó Moisés.
—¿¿Esas?? Tú sí que vales. ¡Qué nivel! —reconocimos Johnny y yo a nuestro sorprendido amigo.
Las tres modelos subieron a una furgoneta de Coca-Cola y se alejaron de la zona. Enfrente de nosotros había un grupo de quinceañeras que nos miraban con cara de decepción.
—Esas son —volvió a indicar Moisés señalándolas.
—¿Y dónde las conociste? ¿En una guardería? ¿En dos? —pregunté pensando aún en las de la Coca-Cola.
—¿Qué más da dónde las conoció? Lo importante es encontrar una máquina de tabaco cuanto antes —dijo Johnny.
—Calma tío, que esto es lo primero. A ver si hay suerte y gasto este condón que lo tengo ya cuatro días —indicó Moisés mostrándonos un profiláctico sabor coco con nueces—. Según Jorge con éstas se pueden hacer grandes cosas. Ya estoy pensando en cepillarme a la alta.
—Y yo en el cigarro que viene después del acto —añadió Johnny.
Nos acercamos a las chatis. Moisés saludó a la más alta y nos la presento, al tiempo que ella nos iba presentando también a sus amigas. Y de repente, sin comerlo ni beberlo, llegó el gran momento. Flora, que llevaba una camisa del concierto de Alejandro Sanz en Woodstock, irrumpió con un esperanzador «¿lleváis gomas?».
Nos quedamos flipados. Acabábamos de conocernos, casi no habíamos intimado, y no habíamos bebido ni fumado ninguna sustancia prohibida y parecía que ya había «bacalao». «Así debían ser todas: lanzadas, directas y que no se corten. ¡Carpe diem!, ¡sí señor!», pensamos los tres.
—¿Pero lleváis gomas o no? Es que me quiero recoger el pelo —aclaró demoliendo nuestras fantasías.
—¿Qué es lo que ibas a sacar del bolsillo? —le preguntó Susi, la más alta, a Moisés.
—Nada, un pañuelo —contestó mi amigo guardándose la «goma».
—Ahora sí que necesito fumar —gruñó Johnny.
—Fumar perjudica gravemente la salud. Provoca en-fermedades pulmonares y gastrointestinales. Cuando sea mayor no pienso fumar; al menos, tabaco o porros —recitó de carrerilla Paz, que hasta ese momento aparentaba tener veinti pocos años.
Mi amigo la miró con auténtico odio y se dirigió a la máquina expendedora. Moisés, mientras tanto, sugirió ir a privar a algún sitio. Flora, la de la camisa de Alejandro Sanz, sugirió ir a un garito «donde ponen música muy potente y destructora» (algo inimaginable en la zona de Cánovas).
Llegamos al antro. Notas de «Mecano» surcaban el aire. A continuación sonó una canción de «Amistades Peligrosas» y, por si esto fuera poco, el D.J. destapó el tarro de las esencias con Alejandro Sanz y, en medio del fervor de un público totalmente entregado, Jesús Vázquez nos regaló los oídos con un par de canciones de su disco de debut (caña de la buena, como veis) .
—¡Qué bien, Jesús Vázquez! —dijimos mis amigos y yo mientras aplaudíamos con fingida emoción.
—¿Veis? Puro rock and roll del bueno —sentenció Flora.
Después de musitar Moisés un «tú si que sabes de música», tocamos el tema de la priva.
—¿Os referís a alcohol? O sea, ¿vodka, tequila y todo eso? —preguntó Paz con un mohín de asco.
—Claro; no vamos a beber cicuta —contesté asombrado. Las tres se reunieron formando un corro. Le hice a Moisés un expresivo gesto de «largarnos», y él me contestó con un «espera, que esto va por buen camino». Johnny se encendió un cigarro y puso su cara de tenerlo todo en la vida y ser consciente de ello.
—Esto sí que es vida —manifestó tras dar una profunda calada—. La mejor creación del ser humano después del fuego: el tabaco —añadió.
—Perdona, no he podido dejar de oír tu último comentario y no estoy de acuerdo en absoluto. La mejor creación son los porros. Eso sí que son auténticas obras de arte —dijo un individuo con la cara llena de cicatrices mientras sujetaba una «Giocconda» humeante.
—¿Cómo te atreves a decirme eso a mí, Johnny Kotina?..
—Mira el tabaco, digas lo que digas, no puede compararse a esto —contestó mostrándole un paquete de Marlboro lleno de petas—. Pilla uno, colega, y después me lo discutes —le ofreció
—Te voy a coger uno de prueba, pero sigo pensando que…
Antes de que mi amigo estirase el brazo un policía pilló al de los porros y lo aplastó contra la pared. En dos segundos lo tenía esposado. El sujeto se sacó un teléfono móvil e hizo una llamada. A los dos segundos un individuo apareció y se llevó al detenido. El policía se dirigió hacia nosotros y, más concretamente, hacia Johnny.
—Por fin lo hemos pillado. Se llama Josep Porres, alías «Medellín», y traficaba con hachís. Lo llevamos siguiendo medio año. Si queréis presentar denuncia pasaros por…
—Bueno, no creo que sea necesario. A fin de cuentas sólo me preguntó la hora —contestó mi amigo pensando que, posiblemente, antes de cuarenta y ocho horas soltarían al camello.
El poli se largó y volvimos con las chatis. Una sonrisa de felicidad se dibujó en el rostro de mi fumador amigo.
—Le he pillado un peta antes de que se lo llevasen. ¿Queréis? —ofreció con la esperanza de que su ofrecimiento fuera rechazado.
Las tres jóvenes se volvieron a reunir. Finalmente, Paz tomó la palabra y se dirigió, sin ocultar su menosprecio, a nosotros.
—Habíamos decidido pillar un tercio para las tres. Pero, de ningún modo, vamos a caer en las redes de la drogadicción. Se empieza por una cerveza y un porro; luego se pasa a una raya y la cocaína y, finalmente, se acaba vagando por las calles, sin hogar, sin amigos, y con la idea de que pintarse los pelos de la nariz te da un aspecto sexy. No, gracias. No queremos acabar con los pelos nasales pintados de verde. Por lo tanto, nos vamos, y esperamos no volver a veros jamás, ¡drogadictos! —expuso con contundencia.
Las tres se fueron dejándonos más chafados que un paso de cebra. Moisés no pudo ocultar su enfado.
—Pero ¿cómo se te ocurre ponerles un porro en la cara? Si no hubieras metido la pata dentro de media hora estaríamos en el despacho de mi padre con las manos en la masa —gritó, lavándonos así la «buena» imagen que los presentes se habían formado de nosotros.
—Tú sabes que esas tías eran unas mojigatas. Si no las buscaras tan pequeñas… —justificó Johnny con reticencia.
Mi ligón amigo asintió y salimos del pub en dirección al coche. Andando por la acera nos cruzamos con las tres tías y capté como Flora le decía a Paz: «¿A eso le llamas salvaje orgía sexual ?» —por motivos obvios, nunca se lo conté a Moisés—. Así pues, seguimos hablando sobre temas variados.
—Sólo piensas en meter, Moi. En la vida hay más cosas que el sexo: el amor, los pájaros, el tabaco, los habanos, las pipas, las cachimbas, el papel, el mechero, el…
—Lo siento, Johnny, pero donde esté una buena corrida que se quiten los toros… y el tabaco… y los…
Llegaríamos a muchas conclusiones, pero pienso que la mayor parte de ellas tenían menos relevancia que el color de una aceituna.
El resultado del día, pues, no podía ser más negativo: no nos habíamos comido una rosca. Lo preocupante es que era el segundo día que me pasaba —¡Fantasma!, pensarán algunos; pero en fin, allá ellos—. Lo peor no había sido esto, sino el hecho de haber sufrido a Jesús Vázquez, Alejandro Sanz, Leticia Sabater y algunos representantes más del heidi-metal nacional.
Así pues, volvimos a casa con la cabeza agachada y pensando en las tipas de la Coca-Cola. Me despedí de mis colegas hasta otro día y subí a mi casa. Busqué una lata de albóndigas para cenar y unas olivas. Lo último que recuerdo es que el bote de olivas que pesaba cuatro quilos estaba en el estante más alto de la despensa, y que intenté alcanzarlo con la punta de los dedos. De este día no recuerdo nada más. Lo único que sé es que al día siguiente amanecí tumbado en la despensa, con una brecha en la frente, con la ropa húmeda y apestando a olivas, y con el suelo lleno de aceitunas. ¿Qué había pasado? Yo no suelo dormir en la despensa. Tampoco uso gorro y, si lo usase, usaría uno de bufón que me regaló un profesor, pero nunca un bote de aceitunas rellenas de anchoa y cacao. Pero, en fin, dejémoslo. Estamos, sin duda alguna, ante otro «misterio sin resolver».
Por último, y sin servir de precedente, quiero aclarar que todo aquél que discuta la conveniencia del título dado a este capítulo debe tener en cuenta que:
1º me lo aconsejó mi psiquiatra.
2º a él se lo aconsejó su psiquiatra.
3º a éste se lo aconsejó su perro, asesorado éste a su vez por mi psiquiatra.
Por lo tanto creo que es el título ideal, habida cuenta de las autoridades en Psiquiatría que lo avalan. Así pues, muchas tardes y buenas gracias.